Un confidente un día le preguntó:
—Padre, ¿cuándo sufre?
—Siempre, hijo mío. Desde el seno de mi madre.
—¿Sufre mucho, Padre?
—Todo lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera.
Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, unos días antes que el Padre Pío muriera le preguntó:
—¿Cómo se siente, Padre?
—¡Mal, mal, mal! –le respondió.
—¿Qué sufre? –volvió a preguntarle la hija espiritual.
—¡Todo, todo, todo!
—¿Al fin está usted saciado de tanto sufrimiento?
—¡Todavía no!
—Pero, ¿qué es para usted este bendito sufrimiento?
—¡Es el pan de cada día, es mi delicia!
—Pero, Padre, la culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo.
—Bueno, era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara.
Así, con una broma, este hombre de Dios intentaba ocultar el drama de sus heroicos sufrimientos.
Holocausto final
Aparte de su sufrimiento como víctima general de expiación para la salvación de las almas, el Padre Pío también desarrollaba actos de inmolación por personas concretas y circunstancias determinadas, asumiendo conflictos y crisis que muchas veces superaban la dimensión personal, y apuntaban a hechos de relevancia para la Iglesia o que incluso podían referirse a un horizonte mundial.
Una parte de su actividad como alma víctima nos es conocida en su intimidad a través de los éxtasis que experimentaba, especialmente en sus primeros tiempos como capuchino, pues en este estado de trance expresaba en detalle su lucha con Dios con el fin de conseguir misericordia para alguien. Son éxtasis parecidos a los de santa Gema Galgani, otra alma víctima.
Siendo todavía joven el Padre Pío, un religioso entró en su celda para hablar con él. Estaba en profundo recogimiento, hablando con el Señor, y no se dio cuenta de que el religioso había entrado. Éste, sorprendido por la oración que estaba haciendo, empezó a transcribir aquella plegaria:
«¡Oh Jesús, te encomiendo a aquella persona! ¡Conviértela, sálvala! No sólo conviértela, ¡sino sálvala! Si se tratara de castigar a los hombres, castígame a mí... ¡Oh Jesús, convierte a aquel hombre! Tú lo puedes... sí, eres poderoso. Me ofrezco a Ti, Señor, todo por él... Jesús, ¿es fea aquella persona?... Abuso de tu bondad... eres Padre... la gracia se la debes conceder Tú... Aquél será malo, pero tú puedes cambiarlo... te voy a cansar hasta lograrlo. Quiero que sepas, Jesús, que si no lo conviertes, ¡te voy llamar “malo”! ¿Cómo?... ¿Por tantos y tantos no te mides en dar tu sangre?.. La gracia se la debes hacer Tú... hasta que no sepa que ya se la concediste, no me cansaré de pedírtela. Jesús mío, no me digas que no. Recuerda que por todos derramaste tu sangre... y, ¿qué tiene que ver si aquél es duro? Jesús, otra gracia... A los sacerdotes los debes ayudar, especialmente en nuestros días... son espectáculo y blanco de todos... Mientras se trata de mí, haz lo que quieras, de lo de ellos, no...».
Ya desde sus primeros tiempos como capuchino se había ofrecido como víctima por todos los Papas, a los que aseguraba una obediencia y lealtad sin límites, aunque hubo algunos que, fiándose de consejeros que le proporcionaban informaciones falseadas sobre el fraile estigmatizado –como fue el caso de Juan XXIII–, cayeron en incomprensiones hacia él, autorizando severas restricciones a su ministerio sacerdotal.
Después del Concordato de 1929 entre el Vaticano y el Estado italiano, hubo un período de relativa paz, que se rompió dos años después por las tensiones provocadas por las organizaciones fascistas contra la Acción Católica que Pío XI consideraba como la niña de sus ojos. El Papa no se doblegó frente a las vejaciones fascistas y, el 5 de junio de 1931, intervino enérgicamente con una encíclica contra la ideología fascista, que consideraba como «estatolatría pagana».
Las fuertes palabras del Papa ocasionaron un enorme revuelo. En el convento de San Giovanni Rotondo el mismo Padre Pío comentó la encíclica papal y se refirió a los malos propósitos de Mussolini; pero dijo que, a pesar del peligro en que se encontraba Pío XI, el Papa estaba a salvo, «porque algunas personas se habían ofrecido como víctimas por la Santa Iglesia». No dijo más, pero todos entendieron que una de esas almas víctimas era precisamente él.
Al entrar los alemanes en Roma el 10 de septiembre de 1943, al Padre Pío le sobrevino una extraña enfermedad, quizá presintiendo que el Santo Padre estaba en peligro.
Son innumerables los casos en los que el Padre Pío se apropió vicariamente de los sufrimientos de otras personas. Durante la Cuaresma de 1956, un joven afectado de un tumor en la sien fue a hablar con el Padre Pío. El Padre Atilio Negrisolo le preguntó después al joven qué le había dicho, a lo que respondió: «Me ha dicho: suframos juntos».
Este sacerdote se encontró después el Viernes Santo con el Padre Pío, y éste le confesó –a la vez que se señalaba la sien– que «me da la impresión como de tener un taladro que me penetra en la cabeza». Entonces el Padre Negrisolo observó: «¡A la fuerza ha de ser, Padre, cargáis con el mal de todos!». El Padre Pío entonces respondió: «¡Ojalá fuera verdad que pudiera cargar con el mal de todos para verlos a todos contentos!». Por supuesto, el joven no tardó en curarse.
En general, podemos decir que el Padre Pío cargaba sobre sus espaldas una enorme Cruz, hecha de los sufrimientos de todos sus devotos, de todos sus hijos espirituales, a los que nunca abandonaba, y a los que tenía siempre presente. En una de sus cartas a Raffaelina Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo menos que compartir de buen grado con usted el dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y material para atravesar la última prueba de su paterno amor a usted [...]. ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime! Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus dolores y los ofreceré todos en holocausto al Señor por usted».[16]
Un aspecto poco conocido de la vida del Padre Pío es el hecho de que hubo en su vida varias personas que se ofrecieron como víctimas por él, con el fin de conseguirle el cese de sus tribulaciones en circunstancias especialmente difíciles de su existencia. La víctima por excelencia fue así salvada y beneficiada por otras almas víctimas, en una emocionante cadena de reciprocidad.
Una de estas almas generosas fue la ya mencionada Rafaelina Cerase, de la ciudad de Foggia. Esta mujer, muy enferma, se ofreció en 1916 como víctima para que el Padre Pío –que estaba exclaustrado en Pietrelcina por causa de extrañas enfermedades– sanara de sus dolencias y regresara a su comunidad. En efecto el Padre sanó, se despidió de su tierra y fue destinado al convento de los capuchinos de Foggia, en donde pudo atender espiritualmente a Rafaelina.
En los años de segregación absoluta en San Giovanni Rotondo (l923-1933) hubo otra hija espiritual del Padre Pío que ofreció su vida para que cesara la persecución contra el estigmatizado. Se llamaba Lucía Fiorentino. El Señor le tomó la palabra y Lucía murió en 1934, pocos meses después de que el Papa Pío reconociese públicamente la inocencia del Padre Pío.
Lucía Fiorentino era un alma excepcional que tenía frecuentes fenómenos místicos, entre ellos locuciones interiores. Ya desde 1906 el Señor le había anunciado que vendría de lejos un sacerdote, simbolizado por un gran árbol cuya sombra cubriría todo el mundo. Quien con fe se refugiara bajo él, obtendría la verdadera salvación. Por el contrario, quien se burlara sería castigado. El Padre Pío era este árbol, hermoso y rico en hojas y frutos de santidad y salvación para muchos.
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