Estrella Correa - Bilogía Las estrellas

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¡Ya tenéis disponible al bilogía al completo!Nerea tiene una empresa de éxito, un marido que la quiere y una vida perfecta. Nerea quiere volver a ser feliz, y cree que, si tiene paciencia y lucha, todo volverá a ser como antes; pero no espera que su alrededor cambie tan rápido. Nada es como ella pensaba y sus sentimientos se transforman en algo que desconocía. Nerea tiene miedo, sin embargo, elige vivir.¿Y tú? ¿Serías capaz de saltar al vacío sin paracaídas y sin red?

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—¿Te vas? —pregunto mientras su amigo se pone la chaqueta. Son más de las once de la noche.

—Me han llamado de la revista, ha habido un problema de última hora con las fotos y hay que arreglarlo antes de que esta noche entre en rotativas. Pablo va a acompañarme —se agacha y me besa en la mejilla—. No creo que vuelva, su casa me pilla más cerca.

No estoy segura de por qué, mis ojos se desvían buscando los suyos y se encuentran. Dura un segundo, pero a mí me ha parecido mucho más. Me da tiempo a darme cuenta del brillo que desprenden, de las motas anaranjadas que rodean sus pupilas, de la pequeña brecha en el mentón y de cómo moja sus labios con la punta de la lengua para luego esbozar otra sonrisa. Maldito cabrón, sabe el efecto que tiene en las mujeres. Pues conmigo va listo el muchacho.

—¿Estarás aquí cuándo vuelva mañana?

—Pasaré el día en la oficina —contesto, desconectando mi mirada de la de Pablo, sin embargo, no dejo de observarlo discretamente.

—Llámame si necesitas algo.

—Tranquila. Estaré con Joel.

Esa noche duermo mucho mejor que todas las anteriores, no necesito pastilla, la que me deja grogui durante más de diez horas. Y aunque sólo han sido seis, me siento tan satisfecha que a las ocho de la mañana desayuno en la cafetería de la esquina, engalanada con un vestido negro ajustado hasta media pierna de canalé y mangas largas con un escote de pico que me hace unos pechos considerables, un abrigo de corte clásico con cuello alzado beige y unos zapatos negros de salón de ocho centímetros de altura. El pelo rubio lo dejo secar al viento y lo llevo al natural, despeinado en rizos incontrolables. Me siento atractiva conforme me arreglo esta mañana.

Entro en la oficina pisando fuerte y enorgulleciéndome de ella. Toda una planta en la calle Marqués de Cubas. Me ha costado años de trabajo y esfuerzo conseguirla. Aún recuerdo el día en el que Sebastian me acompañó tan ilusionado como yo a verla. Siempre me decía que se enorgullecía de mí y me animaba a crecer profesionalmente. Me apoyaba en las decisiones y me aconsejaba si lo creía conveniente. Hace tanto de eso que me parece que fue en otra vida.

La finca aún tiene una hipoteca considerable que sigo pagando, pero no me arrepiento de ello, la empresa es como una parte de mí. Una importante, de esas que te hacen feliz, de las que notas si te faltan. De las que tiran de ti cuando tú no encuentras las ganas de seguir. No tengo muchos trabajadores, no me hace falta. Casi todo lo ocupa la exposición en la que le enseñamos al público lo que somos capaces de hacer. No vemos imposibles y queremos que el resto del mundo lo sepa. Nuestros clientes siempre quedan más que satisfechos y encantados con el resultado de nuestros esfuerzos.

Saludo a Mía, mi secretaria, nada más cruzar el vestíbulo. Es evidente su sorpresa al verme allí, llevo casi dos semanas desaparecida, pero la alegría supera la anterior emoción. Se levanta y me abraza. No he avisado de mi llegada, ni siquiera Joel, mi ayudante y mano derecha, está al tanto de mi decisión. Llamo a la puerta de su despacho por cortesía (y por prudencia), antes nunca lo hacía, sin embargo, una tarde me lo encontré con los pantalones bajados y cara de satisfacción mientras Toni, su novio desde hace más de dos años, se lo trabajaba de rodillas (ya me entendéis). Tuvimos una pelotera al respecto y me prometió que jamás volvería a hacerlo, había sido un arrebato después de una discusión y, como todos sabemos, la tan deseada reconciliación. Lo comprendí, pero le pedí que dejara esas cosas para la intimidad de su hogar o de un cuarto de baño lejos de donde yo estuviera. La imagen me castigó durante semanas. Fue una de las normas que impuse después de esa experiencia: nada de sexo en la oficina.

—Dichoso son los ojos que te ven —mi ayudante se levanta y me da un abrazo que casi me rompe.

—¿Te has vuelto a cambiar el color de pelo?

—El morado ha pasado de moda, ahora el verde es lo más cool —termina el saludo dándome dos besos al aire—. Cuéntame, Virgen de los Dolores ¿qué es lo que ha pasado?

—No tengo ganas de hablar de ello —dejo el bolso negro de terciopelo sobre la mesa.

—Dime al menos que estás bien, queen, y que se la cortaste antes de largarte de casa —hace el gesto con la mano a la vez que lo dice.

—Ganas no me faltaron. ¿Cómo va todo por aquí?

—Eres una mala pécora, ni siquiera has contestado a mis llamadas esta semana —me recuerda que aún no he encendido el móvil—. He necesitado que decidieras sobre temas importantes en varias ocasiones, he estado a punto de perder el pelo durante estos días. Te perdono si me regalas un tratamiento de esos que cuestan un dineral en la calle Serrano —dice en serio. Camina hasta su agenda y la abre sin mirarla—. Dejarme solo ante el peligro poco más de un mes antes de navidad ¡Qué horror! Mira —alarga las manos y me las enseña—, me he estado comiendo las uñas ¡Esto ya no se lleva! Y he debido perder dos kilos, eso te lo tengo que agradecer.

—Pero si tú eres delgado —sonrío. Me encanta su frescura y su forma de hablar. Joel siempre ha sido una persona que transmite alegría y positivismo aunque te esté contando que al mundo le quedan pocos segundos para explotar.

—Ne, reina, no hurgues. Me estaba saliendo barriga cervecera —pone los ojos en blanco—. Bueno, a lo que iba —posa la vista sobre su agenda de brillantes swaroskis rosas—. Hoy tenemos reunión con el señor Almagra a las diez, piensa que estás de viaje, se alegrará de verte. Por cierto, si te preguntan, has estado tomando el sol en una isla desierta, alimentándote de cocos y bebiendo daiquiris—ahí me habría gustado estar. Sí señor—. A las doce, el señor y la señora “Reinas de Inglaterra” —así llama a una pareja de ancianos que celebrarán sus bodas de oro en Marzo y que tanto ella como él tienen un parecido razonable con Isabel II. Si, los dos.— nos enseñarán las sillas y mesas que desean para el evento, necesitan el visto bueno. Y después hemos quedado para comer con Toni.

—Te lo agradezco, pero me quedaré aquí a adelantar trabajo. Comeré una ensalada de Manolitos.

—Pero ¿por quién me tomas? —levanta los brazos, escandalizado—. No hay trabajo que adelantar. Lo he llevado todo al día. Puedes estar orgullosa de mí. Nos acompañas en el almuerzo y te cuento todo lo que ha pasado mientras tú estabas de vacaciones. Y mi amor se queda tranquilo, nos has tenido muy preocupados.

La mañana pasa rápida y recuerdo lo que me gusta mi trabajo. El trasiego, el contacto con la gente, las prisas, tomar decisiones, actuar con vehemencia aunque esté un poco perdida. Vuelvo a ser yo aunque solo sea durante unas horas. Ir a esa comida a uno de los restaurantes preferidos de mi ex marido me demuestra que he perdido un poco el norte. Lo pienso, no es tan descabellada la idea de poder encontrarlo allí, pero coño ¿tan mala suerte voy a tener? Desecho la idea y me animo a pasar un rato agradable con Joel y Toni en el Ten Con Ten.

Mala suerte es mi segundo nombre.

Cuando llego, Toni me abraza con fuerza y me giro en lo que a mí me parece una vuelta demasiado rápida y a demasiada altura. Total, que bajo mareada, nunca me han gustado las atracciones de feria y parece que acabo de subir en una de ellas. El novio de Joel es un hombre de unos cuarenta años, diez más que él, con la cabeza rapada, músculos de gimnasio y un tatuaje en la mano derecha que no sé qué significa y nunca me ha dado por preguntar. Se dedica a la enfermería, una gran persona y muy cariñoso.

—Estás delgadísima, Diva Elsa —siempre me llama así. Dice que me parezco a Elsa Pataki. A mí me hace mucha gracia. Pataki y yo solo tenemos en común que somos hembras humanas. Y la altura, eso es cierto.

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