Estrella Correa - Bilogía Las estrellas

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¡Ya tenéis disponible al bilogía al completo!Nerea tiene una empresa de éxito, un marido que la quiere y una vida perfecta. Nerea quiere volver a ser feliz, y cree que, si tiene paciencia y lucha, todo volverá a ser como antes; pero no espera que su alrededor cambie tan rápido. Nada es como ella pensaba y sus sentimientos se transforman en algo que desconocía. Nerea tiene miedo, sin embargo, elige vivir.¿Y tú? ¿Serías capaz de saltar al vacío sin paracaídas y sin red?

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Carol me llama el miércoles por la tarde para salir de compras, me recoge en la puerta de la oficina, aparcamos cerca del centro y esperamos a Ro tomando un café en Lolina Vintage. La tercera en discordia llega poco después gritando exabruptos. Deja las bolsas que trae en las manos junto a la silla donde se sienta con rabia y expone, ante nuestras caras atónitas, que ha parado en una zapatería en la que ha visto anunciadas unas rebajas del copón y ha tenido que pelearse con una «rubia pollo chupa rabos que debe comerse las pollas de cinco en cinco» por el último par de zapatos de su número.

—No tienes que explicarnos más, te entendemos perfectamente —Carol la tranquiliza, identificándose con la situación—. Pero no seas tan mal hablada.

—A ver. Enséñanos los culpables de que vengas echando espuma por la boca —le insto a que abra la caja.

Los zapatos son preciosos, dignos merecedores de una trifulca como la que imaginamos que ha acontecido. Si no se han tirado de los pelos, habrá sido purita casualidad.

Durante las casi dos horas que hemos estado recorriendo tiendas no me he acordado del día tan horroroso que ha sobrevenido, tengo que acostumbrarme aún a todos los cambios ocurridos en mi vida y lidiar con mis transformaciones de humor me desesperan hasta a mí. Tan pronto me encuentro bien, riendo y con ganas de unas cervezas, como con apetencia de ahogarme en un pozo, o gritar a los cuatro vientos lo desgraciada que me siento. A eso de las nueve, Ro comenta algo así como «O paramos a comer algo, o le quito el bocadillo a ese nene», señalando a un niño de siete u ocho años que muerde un sándwich de algo que parece tener muy buena pinta. Caminamos durante cinco minutos y nos sentamos en la cervecería de Chueca más escondida, todas las demás revientan de gente. Esta, en cambio, se encuentra casi vacía.

—Acerca esa silla. No quiero dejar las bolsas sobre este suelo —dice Carol con cara de asco.

Me giro sobre mí misma y le pregunto a la pareja que tengo sentada detrás de mí si la silla que sobra está ocupada. La chica me dice que no con una sonrisa muy bonita y la agarro para volverme de nuevo, pero mis ojos paran en seco, como si hubiera echado el freno de emergencia de un tren, sobre los de él.

5

EL MAROMO Y UNA CANCIÓN BONITA

—Hola, Nerea —me saluda.

Mis neuronas salen a pasear durante un rato, o eso, o va a ser cierto que un gato se come mi lengua cada vez que lo veo. Trago saliva tratando de buscar algo que decir mientras asimilo lo guapo que es. Joder. Nunca he visto a nadie así. Los ojos azules le brillan tanto que, si los miro durante más de cinco segundos seguidos, me quedo ciega, y la camiseta blanca se le pega a los hombros de una manera perfecta.

—Hola, Pablo. No te había visto —sonrío, forzada. Una gorra de los Yankees negra le tapa media cara—. Me alegro de verte. Adiós. —Levanto la silla y me la llevo conmigo hasta nuestra mesa, a un par de metros de la de ellos. Me parece que él quiere decir algo más, pero no lo dejo, escapo de allí antes de que me invite a sentarme a charlar, es capaz de eso y de más. Creo que ya se ha dado cuenta de lo nerviosa que me pone y le encanta recrearse en ello.

—¿Quién es ese maromo, diablilla? —pregunta Ro, bajo un murmullo, dándome un golpe en el brazo.

—Es amigo de Cristina —le quito importancia, porque no la tiene.

—Qué calladito te lo tenías —murmura Carol sin dejar de mirar a Pablo por el rabillo del ojo.

—¿Qué callado me tenía el qué? —realmente no sé a qué se refieren las dos majaras.

—Vamos —Ro me mira—, no me hagas creer que no te has dado cuenta de lo bueno que está el muchacho. Si hasta los hombres heteros de la barra lo miran, ¡por favor! —Lleva razón, no le quitan la vista de encima.

—No lo miro con esos ojos. Lo conozco de toda la vida —me encojo de hombros.

—Menuda cerda mentirosa —me pellizca el brazo.

—¡Ay! —suelto una queja a la vez que me masajeo la zona.

—No seas malhablada —le reprende Carol.

—Si lo conoces de toda la vida, ¿cómo es que no lo habíamos visto nunca?

—Hace años que no lo veía. Desde… —finjo que lo tengo que pensar—, yo qué sé. Desde que yo estaba en el instituto. Es el mejor amigo de Cristina y ha estado por ahí estudiando y trabajando… —empiezo a dar demasiadas explicaciones (inventadas) sin saber realmente de qué hablo—. Tú sí lo conoces, Carol. Es Pablito.

—¿Qué Pablito?

—Pablo Pablito…

—¡¿Cara de Pito?! —termina ella, sorprendida, abriendo los ojos de par en par—. Pues sí que ha crecido el niño.

—Lo mismo pensé yo.

—Vamos, que pensaste que estaba bueno —apunta Rocío.

—No me refiero a eso.

—¿A qué te refieres entonces?—insiste con una sonrisilla en la boca. Suspiro y afortunadamente el camarero viene a tomarnos nota y nos interrumpe.

—Andrés sigue esperando a que lo llames —casi me atraganto con una de las patatas bravas. Menudo giro en la conversación. Le doy un sorbo a mi refresco y contesto a Carol.

—Lo haré un día de estos. No es tan fácil —me defiendo en un tono que deja claro que no me hace sentir cómoda hablar sobre mi separación, me da vértigo nombrarla, hacerla real firmando los papeles del divorcio sobrepasa mis límites admisibles de aceptación. No estoy preparada.

—Alargarlo no solucionará nada.

—Sebastian tampoco ha movido ficha —pincho un trozo de tortilla y me la llevo a la boca.

—¿Y qué quieres decir con eso? —mueve la cabeza.

—Eso, ¿qué quieres decir? —pregunta Ro, que lleva distraída con el móvil los últimos cinco minutos—, ¿qué más te da lo que él haga?

—Me da igual, chicas. No levantemos la liebre, no es eso. Sólo… no tengo ganas de verlo. Aún no. Dadme tiempo.

Ro mira por detrás de mí como si tuviera ante ella una aparición mariana.

—Liebre la que tiene que tener tu amigo entre las piernas —levanta el mentón.

Miro hacia allí y Pablo ayuda a su acompañante a levantarse y deja unos billetes sobre la mesa. Le rodea los hombros con el brazo y salen del local. No los pierdo de vista hasta que desaparecen de mi campo de visión. Cuando vuelvo a pisar tierra, Carol y Ro me miran con una sonrisilla en los labios.

—No te has dado cuenta… ya ya —Rocío termina con su bebida.

Me retiro el cabello de la cara con un movimiento de cabeza y de mano y no digo nada, muy digna.

Terminamos la cena y pago, siento que les debo la vida, los días pasan más amenos gracias a ellas. Aunque Sebastian y yo casi ni hablábamos, sabía que lo tenía ahí, que estaba conmigo aún sin estarlo. Es una sensación rara la que me recorre desde que salí de casa corriendo dejando atrás todo lo que me ha acompañado durante más de diez años, porque siento que sigue ahí, conmigo, a cada paso que doy, pero cuando miro hacia los lados no encuentro nada.

Un viento helado nos cruza la cara y Ro suelta un exagerado «Me cago en la puta».

—Deja de decir palabrotas. Si los niños te escuchan, las repetirán sin parar —le regaña Carol.

—Qué cansina eres. No veo a ningún niño por ningún lado —le contesta la aludida mientras se abrocha la chaqueta y se le cae una de las bolsas al suelo—. Joder.

—Las repites sin cesar delante de mis hijos. Juraría que el otro día Manel dijo coño.

—Y la culpa es mía —abre mucho los ojos.

—Eres la única persona a la que se las escucha. Blanco y en botella.

—Blanco y en botella pueden ser muchas cosas —bromea la andaluza. Carol voltea los ojos sabiendo a lo que se refiere—. Por ejemplo, jabón, mal pensada —sonríe desvergonzada—. Nerea, Nerea… —me llama, pero yo miro ensimismada la escena que se reproduce delante de mí. Pablo sonríe a su acompañante de pie sobre la calzada. La agarra por la cintura y le da un corto y casto beso en los labios, le dice algo al oído y la chica se ruboriza. Ésta sube a un taxi que la espera justo al lado y desaparece. Pablo se mete las manos en los bolsillos y comienza a caminar en nuestra dirección—. Nerea —repite—. Houston llamando a la luna, Houston llamando a la luna —me da un golpe en el hombro.

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