—No soy un dios. Dame… dos minutos para recuperarme —me guiña un ojo, se levanta y camina hasta el baño de la habitación.
No tengo ganas de levantarme, pero me hago mucho pis, así que lo sigo y entro detrás de él. La imagen que tengo delante de mí de repente me parece la más erótica que he visto desde hace tiempo: se agarra la base del pene con una mano, con la otra tira del condón, se lo quita y lo tira dentro de una papelera. Mira en mi dirección cuando se da cuenta de mi presencia.
—Disculpa, es que me estoy haciendo mucho pis.
—Todo tuyo —señala el inodoro y abre la ducha.
—¡No voy a mear delante tuya!
—¿Por qué no? Ya te estoy viendo desnuda —me señala.
¡Hombres!
—¿Puedes salir un momento?
—¡No! —me coge de la mano y tira de mí. Mi pecho choca contra el suyo.
—¿Qué haces?
—Vamos a repetir en la ducha —me agarra de la cintura y, en volandas, me deja bajo el chorro—. Date la vuelta.
—No quiero —me hago la dura.
Me coge de las caderas, me da la vuelta y pega mi culo a su miembro ya duro y dispuesto para volver a empezar.
—Aún no han pasado los dos minutos.
—Me has pillado. Sí soy un dios —susurra junto a mi oído y el agua comienza a evaporarse conforme toca mi ardiente piel.
Entro en la cocina y lo primero que percibo es su esencia anegándolo todo, pero hasta su aroma a limpio, feromonas y sexo pervertido queda reducido a cenizas ante su imponente aspecto. Lleva el pelo mojado, un chaleco de lana gris y cuello alto y unos vaqueros negros muy rotos que se le agarran a la cintura como me gustaría hacerlo a mí. Levanta la vista del teléfono cuando me ve llegar y sonríe.
—Tengo sed —señalo… No sé ni donde señalo. Parezco medio lela ahora mismo.
Abre el mueble, coge un vaso y me lo da.
—En el frigorífico —me indica dónde puedo conseguir agua fresca y me pide que me sirva yo misma.
Abro una botella casi congelada que encuentro en la puerta y a punto estoy de pegar el morro y beber directamente de ella, me apetece engullirla entera; no sé si para saciar mi sed o apagar el fuego que sigue muy activo dentro de mí. Pablo sabe cómo llevar a una mujer al límite y hacerla estallar. El niñato tiene muchas tablas en lo que a sexo se refiere. Sabe cómo tocar, dónde tocar y cuánto tocar. Todavía siento su calor en las mejillas y su tacto por toda la piel.
—Estabas sedienta. —Me percato de que ha fijado la mirada en el simple acto de beber. Asiento con la cabeza y dejo el vaso sobre la encimera.
—Vamos. Te llevo a comer algo —hace un gesto con la cabeza para que vaya detrás de él.
—Yo ya he cenado —lo sigo hasta el salón y veo que se guarda una cartera en el bolsillo de la chaqueta.
—¿No te ha dado hambre lo que acabamos de hacer? A mí sí, mucha —levanta una ceja y yo me convierto en un tomate maduro.
—No puedo irme, tengo que esperar a que me arreglen la puerta —me excuso.
Coge un llavero de la mesa, me lo tira y lo cazo al vuelo.
—Ha venido mientras estabas en la ducha. Las ha dejado aquí.
—¿Así? ¿ Un desconocido te ha dado las llaves de mi casa sin más?
—He salido al escuchar los golpes. Le he explicado que te había dejado exhausta en la cama después de echarte tres polvos y que yo te las haría llegar.
La mandíbula me llega al suelo y los ojos se me van a salir de las órbitas. Supongo que no le ha contestado eso al cerrajero, sin embargo, una parte de mí, esa que comienza a conocer de verdad a Pablo, me susurra al oído que no dé nada por sentado en lo que a él se refiere. Me mira con una sonrisa socarrona, camina hasta la puerta y la abre.
—Como no nos demos prisa, no vamos a pillar nada aceptable abierto —me insta a que salga, pero yo no me muevo del sitio.
¿De qué va todo esto?
—No te estoy pidiendo una cita. Solo tengo hambre —precisa.
Y a mí me queda bastante claro.
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