1 ...7 8 9 11 12 13 ...46 Las siguientes dos semanas son difíciles. Como las dos anteriores, pero haciendo alarde de mi excepcional higiene personal, profesionalidad y puntualidad. Nada de oler a estercolero. Nada de revolverme entre la desidia y nada de autocompadecerme todo el día. Bueno, esto lo hago, pero no se da cuenta nadie. Me levanto cada día al salir el sol, voy a la oficina cada mañana y no me permito derramar una sola lágrima más por alguien que no se preocupa por mí después de todo lo que hemos pasado juntos.
El lunes decido coger el autobús. El coche lo he dejado aparcado el fin de semana a cinco o seis calles de casa y no tengo muchas ganas de caminar con los Louboutin de estampado floral y ocho centímetros de tacón de la colección de primavera de este año. Estamos en Otoño, pero yo necesito color para sentirme un poco más feliz. No me ha costado demasiado encontrar la parada, y eso que hace mucho que no utilizo este transporte, está justo en frente de la puerta de entrada del edificio en el que actualmente considero mi casa. Sigo viviendo con Cristina. Buscar piso es una de las cosas importantes que tengo pendiente. Terminar de hacer la mudanza otra, pero antes preciso encontrar un sitio donde meterlas.
Quince minutos después, mi paciencia se esfuma. Tres mujeres con una media de edad de ochenta años charlan en el banco de la parada de los ingredientes que debe llevar una auténtica paella valenciana mientras yo me debato entre seguir esperando o parar el primer taxi que pase, ya que, viendo a aquellas señoras, no me voy a poder sentar en el autobús casi con toda probabilidad.
Agarro el bolso con fuerza y me arrimo al borde de la acera a ver si la suerte hace acto de presencia en mi desdichada vida (mátame si sigo quejándome) y aparece un taxi antes de que tanta autocompasión acabe conmigo. Me está convirtiendo en una imbécil. Vislumbro uno que viene no muy deprisa por la izquierda y levanto la mano para que me vea. Para a unos diez metros de donde me encuentro. Camino hasta llegar a él con prisa, dando las gracias porque ni yo misma creo haber conseguido un taxi a esas horas de la mañana. Alargo el brazo para alcanzar la manilla de la puerta y en ese mismo momento otras manos, más robustas y fuertes, agarran las mías. Levanto la vista y me encuentro con unos ojos marrones sorprendidos.
—Este taxi es mío —le informo, tratando de que me suelte la mano que aún tiene cogida, pero no lo hace.
—Déjeme decirle que no le veo mucha pinta de taxista —contesta haciéndose el gracioso.
—Tengo mucha prisa.
—¡Qué bien! Tenemos algo en común —suelta, irónico. Abro la puerta y lo aparto. Tomo asiento y, sin cerrarla, digo:
—A Marqués de Cubas —cierro entonces de un golpe. Caigo en la cuenta a los pocos segundos que el desalmado hombre atractivo enchaquetado y con un pelo envidiable abre la puerta del otro lado, se sienta y cierra después. Lo miro sorprendida. Me clava sus ojazos marrones y sonríe.
—Parece que tenemos en común algo más. A Marqués de Cubas —le indica al taxista. Voy a replicar cuando sigue—. Lo sé, este es su taxi —repite lo que le he dicho hace un escaso minuto—, pero seguro que es una buena persona a la que no le importa ayudar a un pobre hombre estresado. El karma se lo agradecerá de alguna manera.
«El karma es un cabrón retorcido» me entran ganas de responderle. No digo nada porque no me apetece entablar conversación y además soy una señora educada y respetable. Alzo dignamente mi torso y miro al frente. Ignorarlo sería la mejor opción. Y lo es. El taxi para y él se adelanta a pagar la carrera. Le doy las gracias y bajo del coche antes de que pueda hacerlo él. No me gusta que me paguen nada, pero se me ocurre que es la mejor opción para desaparecer mientras él se entretiene con el cambio.
Entro en la oficina con paso firme, saludo a Mía con los acostumbrados buenos días y ella me los devuelve con un gesto de la mano mientras atiende el teléfono. Me paso por el despacho de Joel, pero no lo encuentro. Camino hasta la sala de exposiciones y lo escucho antes de verlo. Le está enseñando el muestrario para bodas a una mujer rubia de interminables piernas.
—Buenos días, queen — me saluda mi ayudante nada más verme. Camina hasta mí y me da dos besos sin tocarme—. Te voy a presentar a Elena Márquez, es la mujer de uno de los abogados mejor pagados de la ciudad —susurra junto a mi oído.
Nos acercamos donde ésta ojea nuestra revista.
—Señorita Márquez, va a tener mucha suerte esta mañana. Le presento a Nerea González Baena, artífice y dueña de esta maravillosa empresa. Nerea, ella es Elena Márquez, una de las mujeres más atractivas de Europa —la susodicha sonríe y éste le devuelve el gesto—. No lo digo yo, lo dijo la revista Elle el otoño pasado.
Lleva razón, Elena es preciosa. Altísima, rubísima, guapísima y muchos más isimas. Tiene los ojos de un azul que te ciega y una nariz pequeña sobre unos labios carnosos, pero no demasiado grandes. Levanta su delgado brazo y me ofrece la mano.
—Encantada de conocerla. Me han hablado maravillas de usted.
—El placer es mío. Gracias. Estaremos con usted durante todo el proceso. ¿Sabe exactamente qué es lo que desea?
—Joel y yo estamos barajando un par de opciones. Quiero algo espectacular. Que se recuerde en la ciudad durante mucho tiempo. El dinero no es problema. No vamos a escatimar en gastos.
—De acuerdo. Empecemos por el principio. ¿Qué día es el acontecimiento?
A la hora de comer salgo con Joel a uno de las decenas de gastrobares que hay en la avenida. Nos decantamos por el Tomates Rojos Fritos , un lugar acogedor y familiar, pero nada barato. Después de degustar varias tapas exquisitas y pagar la desorbitada cuenta entre los dos, nos disponemos a abandonar aquel lugar y, justo cuando voy a salir del restaurante, alguien agarra la puerta por el mismo sitio que yo.
Nos miramos.
Mierda. Otra vez no.
—Vaya, qué bonita casualidad —tuerce la boca en una media sonrisa.
Guapísimo, no puedo negarlo. Y muy alto, siempre me han gustado los hombres altos aunque me casé con uno que no lo era demasiado.
Fuerzo el gesto e intento demostrar amabilidad. No sé si lo logro. Él me suelta la mano que tenemos sobre la puerta e introduce los dedos entre su cabello. Si, es muy atractivo.
Me doy cuenta de que Joel nos mira intrigado y con ganas de que yo deje de ser La Estatua de la Libertad y diga algo, pero no me sale.
—He tenido demasiada suerte. Encontrarte dos veces el mismo día. Estoy seguro de que debería pedirte el teléfono.
—Creo que mejor esperamos a una tercera —abro la puerta, salgo a la calle y no paro de caminar.
Después de unos veinte metros y un minuto, Joel aparece a mi lado, irritado.
—Pero reina ¿qué ha sido eso? ¿Por qué has tratado así a ese King of sex ?
—Querrás decir King of danger —contesto sin parar de caminar.
— King de los casquetes sagrados , Diva Elsa. Tú necesitas echar un polvo o se te va a resecar la almeja.
—Qué grosero eres —digo sin acritud.
—Vamos, ese portento de man está deseando llevarte al séptimo cielo.
—No lo necesito.
—Claro que sí. Eres demasiado trágica para ser heterosexual.
—Me parece fatal que digas eso —me detengo y lo miro con cara de reprimenda.
—Gracias por parar. Con lo chiquitina que eres, no veas lo rápido que caminas—respira con dificultad—. Escúchame. No sigas con ese papel de mujer desvalida a la que le da todo igual y se conforma con una vida que no le llena. Sigue teniendo cojones y demuéstrales a todos de qué pasta estás hecha. Comienza de nuevo ya. Cierra página. Dile adiós a Sebastian.
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