—Cierra los ojos —me invita.
—¿Qué?
—Que cierres los ojos.
—¿Para qué?
—¿Qué más da? Porque yo te lo pido —tuerce la boca en una sonrisa agradable y los ojos le empiezan a brillar.
—Estás loco —observo y le hago caso. Me quedo a oscuras.
—Ahora inspira. — Silencio— ¿Lo hueles? Las gotas de lluvia se mezclan con la arena del parque, con las hojas de los árboles, con el asfalto… —Siento que respira muy cerca de mi boca— y el aroma llega hasta nosotros avisando de que, aunque no nos hayamos dado cuenta, el invierno se acerca.
Nos quedamos sumidos en nuestra propia oscuridad durante más de un minuto, nuestras pantorrillas se tocan y puedo sentir su respiración mezclarse con la mía.
—Ya puedes abrirlos… —susurra.
—¿Mmm? —llego a relajarme de tal manera que casi me adormezco.
—Son las nueve menos cuarto. Si no salimos ya, llegarás tarde a esa reunión. —Abro los ojos de golpe.
Mierda. Eso no me puede suceder a mí. MKD es una de las empresas más importantes de todo el país y estoy orgullosa de poder decir que los tengo como clientes desde hace cuatro años. Cuentan conmigo para cualquier evento del año, grande o pequeño, formal o cotidiano. Ingreso mucho dinero con ellos y no me puedo permitir perderlos, ni siquiera que dejen de confiar en mi profesionalidad.
—Vámonos —me levanto con ímpetu—, no puedo llegar tarde.
El día pasa tan rápido que, cuando quiero darme cuenta, estoy acostada en la cama tapada hasta las cejas. ¡Qué digo el día! ¡La semana! Y un nuevo lunes empieza, por cierto, de manera funesta, (mucho peor de cómo he pasado el fin de semana: dormida y comiendo galletas hasta casi explotar y caer desfallecida. O reacciono o me convierto en el muñeco Michelín ). Total, que llego a la oficina y la luz del portal y el ascensor no funcionan. Subo por las escaleras, entro en recepción y me encuentro a Joel pegando voces a Mía.
—¡Oh, my god ! —mira en mi dirección y levanta las manos, alarmado—. Por fin llegas. No hay teléfono. Los ordenadores no funcionan. Es el final, ¡es el apocalipsis! —se lleva el dorso de la mano derecha a la frente y disimula que se desvanece.
—¿Qué ocurre? —me alarmo ante su estado de preocupación. Ha debido borrarse la base de datos.
— Queen, no hay luz, en todo el edificio.
Ah, solo es eso.
—¿Estás seguro?
—He subido al despacho de abogados que, por cierto, cada día parece más una agencia de modelos masculinos que una asesoría jurídica, ¡cómo les quedan los trajes! —apunta— y tampoco tienen. Parece que el problema es grave.
Despido a los técnicos dos horas más tarde y les doy las gracias por trabajar con tanta rapidez y eficacia, gracias a ellos Joel no ha muerto de una angina de pecho y, menos importante, ha vuelto la electricidad. Invito a mi ayudante a salir a tomar algo (no le quiero decir que debe tomarse una infusión de tila), sin embargo, él me responde que debo estar loca, que hay mucho trabajo atrasado y tiene que hablar con un millar de personas antes de las dos. Así que, en contra de mi voluntad, me siento en mi mesa y me pongo a trabajar. No es que no me apetezca, pero prefiero salir y que me dé un poco el aire. Una hora más tarde me suena el teléfono y veo su nombre. Pienso pasar de él y no cogerlo, me lo quedo mirando durante dos o tres tonos más, sin embargo, al final, descuelgo; si me llama, después de pasar de mí durante estas semanas, tiene que ser importante.
—Sebastian.
—Hola, Nerea —saluda cordialmente—. ¿Cómo estás?
«Hecha una piltrafa».
—Bien, ¿y tú?
—Lo sobrellevo como puedo. Escucha. Quería comentarte algo, pero… en persona. No quiero hablar de esto por teléfono. —Me lo imagino tocándose el pelo sin saber muy bien qué hacer.
—Puedes decirme lo que quieras ahora. —«No quiero verte. No estoy preparada».
—Necesito verte. ¿Puedes venir a casa esta tarde? ¿A eso de las siete?
Ese «necesito verte» me descoloca bastante.
—Está bien. Allí estaré.
—Gracias —escucho un silencio tras la línea—. Nerea, ¿de verdad estás bien? —insiste.
—Si. Nos vemos luego —y cuelgo.
Me pongo un poco nerviosa y llamo al comité de emergencias para concretar una reunión. Carol y Ro se apuntan en cuanto les cuento la enigmática llamada de mi aún marido.
—A ver, ¿qué te ha dicho el picha floja? —me pregunta Ro en cuanto tomo asiento frente a ella. Carol la reprende con la mirada.
—Pues eso. Ya os lo he dicho, no sé nada más.
—Nena, desgrana. ¿En qué tono lo dijo?
—No estoy muy segura. Parecía desvalido.
—Ese quiere echar el polvo de despedida —contesta a la vez que llena las copas de vino.
—No digas estupideces. Querrá arreglar las cosas —señala Carol, acomodada a su lado—. Se habrá dado cuenta de que todavía te quiere.
—Lo que quiere es meterla en caliente porque hace semanas que no folla —la andaluza sigue en sus trece. Me mira y me señala con el dedo—. No vayas a caer en la tentación. ¡Que se pajee él solo! Como te lo tires, se me cae un mito.
La posibilidad de que Sebastian haya follado con otra u otras en estas semanas me dan arcadas, tanto que me disculpo y voy a esconderme al baño. ¿Podría ser? ¿Para eso quiere quedar conmigo? Si no le importaba demasiado el sexo cuando estábamos juntos, ¿le va a importar ahora? Las manos me comienzan a sudar y el corazón me palpita a gran velocidad. Abro el grifo, me las enjuago con agua fría y la seco con papel. Lo de las manos ya lo tengo arreglado, ahora camino hasta la barra a pedir un vaso de agua fresca, a ver si me calma los latidos del corazón. Se la pido al camarero y éste me la ofrece, amable.
Me la llevo a la boca y la trago como si fueran las últimas gotas potables de la faz de la tierra. Casi estoy terminando cuando veo unos ojos azules, sonrientes, a poco menos de un metro de mí.
Pablo.
Me atraganto y comienzo a toser, tanto que salpico, (de baba también), el pecho del que parece mi nuevo amigo. Éste trata de golpearme la espalda mientras yo parezco un gatito que ha caído al río.
Glup glup.
—Oh, lo siento —consigo decir cuando el maldito líquido desaparece de mi garganta y consigo que baje por el esófago. Claro que, mientras lo digo, le palpo el pecho tratando de limpiarlo. Vale, aprovecho y me recreo durante unos segundos. El pecho de Pablo bien merece que le hagamos la ola. Empiezo a imaginármelo sin camiseta y casi comienzo a toser de nuevo.
—Nerea, ¿estás bien?
—Si, si. Se me ha ido por otro lado —me excuso. Quiero decir que el agua se me ha ido por otro lado, pero mis manos y mis pensamientos también han tomado su propio rumbo. Las retiro de su cuerpo y miro al suelo.
Durante unos segundos ninguno de los dos dice nada. De repente, noto sus dedos acariciar un mechón de mi pelo y meterlo detrás de mi oreja. Sigue por mi mandíbula y viaja hasta la comisura de mis labios, que repasa, despacio, con el dedo pulgar. Un leve cosquilleo me recorre la columna vertebral y se me corta la respiración con ese insignificante acto.
—Tienes un poco de agua —excusa el hecho de que su piel esté tocando la mía en una zona tan personal y … erógena, no nos vamos a engañar.
—Gracias. —Termino con el contacto. Se aparta y yo me muerdo el labio inferior con los dientes—. Bueno, ehh…, tengo que irme. Me están esperando.
Me giro y comienzo a caminar, sin embargo, no llego a dar ni un paso, su voz me para.
—Nerea —lo miro—. Cena conmigo esta noche —pide sin más. Ya me he dado cuenta que no le gustan los rodeos.
No me da tiempo a contestar, una chica muy muy alta y muy muy guapa llega hasta él, le agarra de la cintura y le pide mimosa que se vayan a casa. Pablo no le hace ni caso, sigue mirándome como si la rubia no estuviera metiéndole la mano por los pantalones.
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