—Adiós —digo sin más.
Llego a la mesa de las chicas y me siento a comer. Hacen alusión a mi tardanza, pero me salvo de dar explicaciones gracias a la conversación tan acalorada que mantienen. No me inmiscuyo en la trifulca, a mí, la tortilla, me gusta de todas las formas posibles. Me da igual que lleve cebolla o no.
Rocío me deja en la puerta de la casa de Cristina, no sin antes recordarme que no me deje convencer por Sebastian. «Si quiere echar un polvo, que se pague una puta. Y si quiere volver, lo mandas a mi casa que yo se lo explico». Mi amiga quiere hacerle entender que yo valgo mucho más que él y que, si alguien ha perdido con lo ocurrido, no he sido yo. No obstante, yo no lo veo del todo así, mi marido no es mala persona y siempre ha cuidado de mí. Lo que nos ha pasado ha sido culpa de los dos. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hemos dejado de necesitar. No puedo cargarlo con la culpa completa de nuestra ruptura, yo también estaba ahí y no hice nada para remediarlo.
Tomo una ducha muy caliente, tanto que el agua me enrojece la piel, me visto de manera informal pero arreglada y me maquillo lo justo para estar guapa sin parecer que quería estarlo. Mis mejores vaqueros de color negro, una camiseta blanca con cuello desbocado, un pañuelo gris oscuro y un abrigo de un tono gris más claro con las mangas de cuero. El pelo un poco alborotado y las mejillas sonrosadas. No acierto a adivinar sobre lo que Sebastian desea hablar, pero pronto lo averiguaré, estoy segura.
Le envío un mensaje a Cristina en el que la informo de mis planes para esta tarde. No espero a que conteste y guardo el móvil dentro del bolso que llevo colgado del hombro izquierdo. Me paro frente al espejo que cuelga cerca de la puerta de salida del piso y me doy un poco de brillo de labios. Me veo bien, tanto que sonrío y el gesto no sale forzado, sino todo lo contrario.
Aparco en mi plaza de garaje, junto al coche del que aún considero mi marido. Las manos me empiezan a sudar antes de apagar el motor y sacar la llave del contacto. Agarro fuerte el volante con las manos y apoyo la cabeza sobre él. Muchas imágenes acumuladas en mi mente de todos estos años juntos comienzan a rondarme. Siempre me ha gustado el tono de su voz, la forma en que me miraba en la biblioteca de la universidad, el roce de mi piel con su piel cuando estamos acostados, el calor que desprende… Levanto la cabeza, respiro hondo varios veces y paro antes de hiperventilar. Me doy ánimos a mí misma una y otra vez y bajo del coche llena de miedos. Una sensación muy rara me recorre entera, voy a mi casa, voy a ver a mi marido, entonces, ¿por qué siento que necesito un mapa de ruta para llegar hasta allí y… hasta él?
Abro la puerta con mi llave, ni siquiera me pienso si llamar y pedir permiso para entrar o no. Esta sigue siendo mi casa o, al menos, todas mis pertenencias importantes aguardan aquí. Empujo la madera con la mano y un montón de olores familiares se pegan a mi piel y hacen reaccionar a todos mis sentidos. Camino hasta el salón y me encuentro a Sebastian de pie, debajo del arco que divide el salón del comedor y junto a mi sillón preferido, ese en el que tantas horas he pasado leyendo novelas de ciencia ficción, mirándome fijamente. Sus hombros descansan abatidos como si algo muy pesado cayera sobre ellos. Mis ojos encuentran los suyos y contengo las ganas de llorar. Un par de metros nos separan, sin embargo, parecen muchos más.
—Nerea. —Descifro por su tono de voz que está tan turbado como yo. Da un paso deshaciendo unos palmos el espacio que nos separa—. ¿Quieres sentarte? —me pide, comedido.
—Estoy bien —contesto sin moverme.
—Verás… yo… No sé por dónde empezar.
—Empieza desde el principio —contesto un poco a la defensiva.
Sebas bufa y no dice nada, me doy cuenta de que prefiere no discutir, así que me resigno y me trago todo lo que me gustaría decirle. Durante estas semanas una rabia muy fuerte se ha ido creando dentro de mí. Nunca jamás creí que lo nuestro terminaría de ninguna manera y menos así, como si no hubiera sido importante.
—Yo…
—Quieres divorciarte —le ayudo a terminar. Recuerdo muy bien que habló con Andrés sobre ello.
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué piensas eso?
—Le pediste ayuda a Andrés.
—No, Nerea. Discutimos, te fuiste y… —se toca el pelo, nervioso—, no me coges el teléfono ni me devuelves las llamadas. Estaba… estoy muy enfadado.
—Y por eso barajas la opción del divorcio, solo unos días después de que me fuera de casa…
—Me dejaste…
—Y tú me dejaste ir —lo corto.
Cierra los ojos y respira hondo. Desaparece tras la puerta de la cocina y yo tomo asiento sobre el sillón blanco de piel. Se hunde lo justo para recordarme la de veces que he hecho este mismo gesto, la cantidad de noches que me he tumbado aquí a leer. Lo acaricio con las manos y la temperatura también es exactamente la que esperaba.
Sebastian se acerca a mí con dos vasos de agua, uno en cada mano, me ofrece uno, lo cojo y musito un casi imaginario gracias. Él se bebe el suyo de un trago y lo deja sobre la mesa, vacío. Se sienta frente a mí y suspira.
—Nerea, yo te quiero —clava su mirada en la mía mientras lo dice y lo creo—, pero no podemos seguir así. Lo único que hacemos es discutir. No nos ponemos de acuerdo en nada. Te echo de menos, sin embargo…
—No quieres estar conmigo.
—¿Tú me quieres?
—Claro que te quiero —confirmo, segura.
—¿Y crees que nos merecemos tratarnos como lo hacemos?
—No —dejo el vaso sobre la mesita baja de cristal—. Creo que nadie merece esto.
—¿Tú quieres estar conmigo? —noto cómo le tiemblan las manos al decirlo. Le da miedo mi respuesta y eso confirma mis sospechas, se siente tan perdido como yo.
—No lo sé —agacho la cabeza y me miro las manos—. Eres mi marido, pero… no me gusta cómo nos comportamos últimamente el uno con el otro —cojo aire con fuerza—. No, ahora mismo no quiero estar contigo —digo en voz alta y ni me reconozco la voz. Me acabo de dar cuenta, en este momento que no quiero estar aquí—. No quiero que sigamos juntos y nos hagamos más daño. Me gustaría que todo se arreglara, que todo fuera como antes, pero… ahora…
Se arrodilla frente a mí y me agarra las dos manos.
—No quiero el divorcio, Nerea. Solo quiero tiempo, no para mí. Para los dos. Tal vez todavía podamos arreglar lo que tenemos y podamos ser felices juntos… algún día.
Los siguientes días, además de trabajar mucho, los paso convenciéndome de que hemos tomado la mejor decisión. Darnos un tiempo para pensar en nuestra vida en común y en lo mejor para nuestro futuro no parece una mala idea, sin embargo, no puedo parar de preguntarme qué es lo nuestro si al primer obstáculo lo arreglamos poniendo espacio entre los dos. ¿Qué nos ha hecho llegar aquí? Nosotros siempre lo hemos hablado todo y tal vez ahí radique el problema, que dejamos de hacerlo y la comunicación desapareció. Sebastian me pidió antes de irme que no me trasladara con Cristina, que me quedara en la casa y se iría él, buscaría un hotel hasta encontrar algo decente que alquilar; pero yo no quiero vivir allí, no por ahora. No deseo olvidar todo lo que ha ocurrido entre esas paredes, pero, por el momento, necesito alejarme de esos recuerdos, hasta que dejen de doler y me permitan ver el mundo con perspectiva.
El viernes llego a casa de Cristina pasadas las diez de la noche, ha sido un día agotador, repleto de reuniones, problemas y sorpresas de última hora, y tener que aparcar a ocho calles del apartamento, solo ha acrecentado mi cabreo. Dejar el coche cada día en esta zona se convierte en una yincana difícil de superar. Ni que decir tiene que cuando abro la puerta del portal casi echo espumarajos por la boca, se me ha roto el tacón del pie izquierdo y los últimos metros los he caminado descalza. Tengo los pies helados y destrozados. Subo las escaleras murmurando exabruptos, con los zapatos en la mano. Me encuentro a Pablo sentado en el último escalón.
Читать дальше