—Siempre he creído que te caía bien.
—Tú lo has dicho. Me caía. Hace mucho tiempo que me dejó de gustar.
Le cuento con todo lujo de detalles lo que ha pasado, pero sin pararme a pensar demasiado y sin permitirme volver a llorar. Cristina me ofrece su casa desde el principio.
—Me preocupa cómo se lo va a tomar mamá —me toco la sien.
—Eso te tiene que dar igual.
—Lo sé, pero ella siempre ha tenido a Sebas en un pedestal. La voy a defraudar y me da pena que le preocupe más el qué dirán que mi propia felicidad.
—Le va a defraudar Sebastian, no tú. Lo entenderá. Estoy segura. Me niego a pensar que pueda ser tan obtusa. Se lo diremos entre las dos. Cuando estés preparada, vamos a verles.
—Gracias, hermanita.
Se levanta y me apresura para que yo haga lo mismo. La miro y abro los ojos exageradamente.
—Levántate. Tenemos que ir a recoger tus cosas.
—No voy a ir a ningún sitio.
—Necesitas tu ropa, tu bolso, el carnet de conducir, tú móvil ¡Tú coche!
—Puedo vivir sin todo eso—digo, cerrando los ojos, girando el cuerpo y dándole la espalda. Yo solo quiero dormir. Dormir y despertarme muchos meses después, cuando todo se haya calmado.
Cristina rodea el sofá, se agacha y lo levanta un metro por un lado haciéndome caer y rodar por el suelo.
Pero ¿esta quién se cree? ¿Hulk?
—¡Ay! ¿¡Estás loca!? —me incorporo como puedo y la miro. La encuentro muerta de risa con los brazos en jarra mirando en mi dirección—. Casi me partes la espalda.
—Tenías que verte rodar por el suelo haciendo la croqueta.
No puedo hacer otra cosa que acompañarla y reírme con ella. Las carcajadas comienzan a salir y no puedo detenerme. Nos reímos más de cinco minutos. Tal vez son los nervios que necesitan desahogo, la cuestión es que estas risas liberan endorfinas dentro de mí y me recuerdan que puedo ser una persona valiente.
—¿Sabes qué? Esa también es mi casa y mis cosas están allí. Hermanita, vístete que nos vamos de mudanza.
—Estoy vestida.
—No vas a salir a la calle en pijama —respondo en serio.
—Es un chándal, idiota. Y no es que tú vayas de gala.
Volvemos a romper en carcajadas.
Recorremos tres calles hasta llegar al Fiat 500 beige de Cristina. Poca mudanza vamos a hacer en el dedal con ruedas que tiene por coche, más pequeño que el ascensor de mi casa.
—Supongo que con hacer la mudanza te refieres a mi cartera y al móvil. No creo que podamos meter nada más aquí —digo, mientras me acomodo en el asiento del copiloto.
—Vamos a recoger tu Range Rover de pija endemoniada —me reprocha sin acritud—. Deja de quejarte y cómprale un coche a tu pobre y pequeña hermanita —arranca y se introduce en el tráfico demasiado deprisa.
—Vas un poco rápido ¿No?
—No —toquetea los botones de la radio e Ironic de Alanis Morriset suena a todo volumen por los altavoces. Es algo irónico . Mi vida lo es.
Comienza a llover de nuevo y Madrid se convierte en un caos. Llegamos a mi piso y, aprovechando que un Magda sale del garaje, entramos y aparcamos en una de nuestras dos plazas. El coche de Sebastian no está. Tal vez la suerte se apiade de mí y él tampoco. Subimos en el ascensor hasta el vestíbulo del edificio y le pido al portero que me abra la puerta de casa porque he olvidado las llaves dentro. Éste, educado, nos acompaña, abre y se marcha dejándonos solas. Entrar en aquel piso me duele. Me desgarra por dentro. Su olor impregna cada rincón, puedo oler su perfume. Sin duda, acaba de salir. Sebastian hace poco que ha estado aquí.
—Cojamos lo imprescindible y nos marchamos. Otro día venimos a por el resto —Cristina me agarra de la muñeca y tira de mí, que me he quedado clavada en el suelo, consciente de lo que me produce encontrarme en este lugar.
Qué difícil elegir de entre un millón de cosas las que consideras más importantes. Enseres acumulados a lo largo de toda una vida. Algunos necesarios según se mire, otros, caprichos que un día me hicieron muy feliz durante al menos una milésima de segundo. En realidad yo no quiero nada si no lo tengo a él. Mi ropa cara, mis zapatos de diseño, las joyas, los bolsos… todo me sobra en esta nueva etapa que me espera. Sólo deseo abrazarme a los recuerdos, no a todos, sólo a los bonitos, a los que me digan que mi supuesto cuento de hadas no puede haberse acabado. Un amor tan grande no puede terminar por una discusión sobre el aire acondicionado.
Entro en nuestra habitación a tientas, sin encender la luz ni abrir la persiana, no veo nada hasta que las pupilas se amoldan a la oscuridad y dejo de respirar. Anoche dormí junto a él, con la mejilla sobre su pecho, sólo han pasado unas horas. Encuentro la cama tal y como la dejé, perfectamente hecha y estirada, a excepción de un vaquero que yace solitario sobre ella. Siempre me ha gustado mi casa, en ella he vivido muy buenos momentos y la decoración me fascina. Todo en tonos grises y blancos. Miro la pared del cabecero y casi me derrumbo, aún recuerdo el día que decidimos que sería de ladrillos gris oscuro. Meneo la cabeza y me dispongo a recoger las pocas cosas que me harán falta las próximas semanas y, en menos de diez minutos, lo tenemos todo agrupado y etiquetado. Bajamos las bolsas y cajas hasta el garaje donde se encuentra mi coche aparcado y vuelvo a subir a por el bolso y la agenda, mientras Cristina me espera subida en su Fiat 500. Me cuesta desprenderme de mi casa, realmente no lo hago del todo. Es como ese perfume que llevas utilizando años y se queda adherido a la piel. Por mucho que frotes, rasques o te laves, sigues oliendo a él, porque, además, todo se ha impregnado de él. Miro alrededor, parada en medio del salón, y lloro por última vez. Al menos eso me prometo.
La siguiente semana me resulta un poco extraña. Me escondo en el diminuto piso de Cristina y desconecto el teléfono. No quiero hablar con nadie. Que sea la dueña y jefa de mi propia empresa me ayuda a no tener que dar explicaciones a nadie en el trabajo, que también abandono. Siempre he de agradecer a Joel lo que hace por mí y por mi estabilidad económica. Se encarga de todo mientras yo me rasgo las vestiduras tapada con el edredón de cerezas de la cama de mi hermana pequeña, como helado de melón y me pregunto por qué. Por qué Sebastian no se ha puesto en contacto conmigo, por qué lo echo tanto de menos si apenas nos hemos visto en meses y por qué esta desgracia me tiene que pasar a mí.
El domingo siguiente, Cristina decide por las dos que ya está bien de rumiar las penas, ocho días son más que suficientes y ahora toca levantarse y luchar. Me obliga a ducharme, me deja bajo el chorro de agua caliente después de decir algo así como que la depresión no está reñida con la higiene y no oler a mierda podrida en un estercolero.
—Arréglate un poco, esta tarde tengo visita.
—No tengo ganas de ver a nadie.
—Pues no salgas de la habitación. Sigue haciendo nido.
Deja una toalla sobre el lavabo y sale del baño, dejándome sola. Me lavo a conciencia, es cierto que he abandonado un pelín mi higiene personal. La sensación del agua caer sobre mi piel me alivia. Me pongo algo de ropa y me seco el pelo con el secador lo suficiente para que no me moje la sudadera gris que me pongo. Me miro al espejo cuando termino y no me encuentro tan mal, el pelo rubio a la altura de los hombros y un poco ondulado, los ojos marrones claros y un toque de rubor en las mejillas. Trato de sonreír y, después de mucho esfuerzo, lo consigo. Hago una pequeña mueca que para muchas personas no significan sonrisa, pero que a mí en este momento me basta para animarme y darme las fuerzas suficientes para salir de la habitación.
Llego al salón-cocina caminando sobre unas Adidas Superstar blancas y nude.
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