—Ya tengo el pijama puesto. —Decir esto deja poco lugar a la discusión. Cuando tienes el pijama puesto se entiende que nada te puede hacer cambiar de opinión. No cabe la opción de aceptar otro plan—. Pero no te preocupes, yo te recojo a eso de las doce. Llegaremos a buena hora para comer.
—¿Qué tal te va en tu nueva casa? —me pregunta. Y, creedme, puedo imaginarme su impertinente sonrisa. De manera automática, caigo en la cuenta de que la lista de mi hermana pequeña sabía quién iba a ser mi vecino, seguro. Me juego el cuello a que Cris estaba al tanto de que Pablo vivía en el décimo A. De ahí su sonrisilla traviesa cuando vio el edificio por primera vez y durante todo el traslado.
—¡Tú! Mala hermana. ¿Por qué no me dijiste que Pablo vivía en el piso de al lado?
—No caí —la imagino mirándose las uñas como si nada.
—Serás hija de satán… —siseo.
—¿Qué más da? Piensa que te vendrá bien tener cerca un hombre alto y fuerte por si… ¡tienes que cambiar las cortinas! O… yo que sé… Montar algún mueble —sigue, tomándome el pelo sin pudor.
—Deja de reírte de mí —me quejo.
—Vamos, Pablo es mi mejor amigo. Me quedo más tranquila si él está por ahí para cuidarte.
¿Cuidarme? Ella sí que está loca.
—Creo que no le caigo bien —barajo la opción.
—Qué va. Pablo es así… Un poco español… un poco inglés…
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que es buena persona, Ne. No te preocupes.
Cuelgo después de hacerla partícipe de mis ganas de estrangularla por no haberme avisado antes de que Pablo Pablito Cara de Pito iba a ser mi vecino y quedamos para mañana pasar el día a las afueras de Madrid. No me apetece mucho contarle a mi madre la nueva situación, sin embargo, no puedo aplazarlo más, lo sé; pero me da un poco de miedo cómo se lo pueda tomar. Espero y deseo que no demasiado mal. El médico nos aconsejó que, por su problema de corazón, no debemos darle disgustos. Tendrá que entender que estoy bien, que separarme de Sebastian no está siendo tan malo como en un principio creí.
Troceo un poco de fruta sobre un plato, abro una botella de agua y ceno de pie en la cocina, viendo cómo la lluvia cae sobre la ciudad y las gotitas de agua ruedan por el cristal hasta estrellarse y unirse con las demás sobre el alfeizar de la ventana. Huele a invierno y no se escucha nada, solo la tormenta que avanza hacia nosotros. Soledad… qué buena compañera a veces.
Friego la vajilla y me tumbo sobre el sofá con un libro en la mano y una taza de leche caliente con miel en la otra, me molesta la garganta y confío en que el viejo remedio calme el dolor. Leo un par de páginas sumida en la semipenumbra que yo misma he creado, dejando encendida solo la lámpara pequeña de la mesita de mi lado. La historia me sorprende y me sumerjo en primera persona en una serie de asesinatos sin resolver, una llamada de aviso, los cuerpos putrefactos descubiertos de su enterramiento por una fuerte marea de agua que baja por la montaña provocada por unas fuertes lluvias… En ese momento suena el timbre de casa y pego tal respingo que casi doy con la cabeza en el techo (y son altos, de al menos cuatro metros) llevándome un susto de muerte. ¿Quién osa perturbar mi tranquilidad? Solo se me ocurre una persona que pueda llamar a estas horas a mi puerta, lo que se escapa a mi entendimiento es qué querrá.
Me arengo, en plan: «No pasa nada, sé educada, pero despáchalo rápido y sin compasión»; y camino hasta el hall con la firme convicción de que tiene que ser él, no me imagino a nadie más. Acabo de hablar con Cristina y mis amigas se marcharon hace escasas dos horas. Y ¿Sebastián? Imposible, ni siquiera sabe donde vivo.
Paro frente a la puerta y un pensamiento pasa, fugaz, por mi mente: me gustaría que fuera él, me decepcionaría que fuera otra persona.
Una luz roja comienza a parpadear en mi cerebro anunciando un sin fin de problemas difíciles de solucionar. No pasa nada, me repito, solo es Pablo, el amigo de Cristina, ese niño pesado, con ortodoncia y granos, que no me dejaba en paz. ¿Sabéis cuál es la diferencia? Que ahora, ese niño, se ha convertido en un jodido Dios.
11
UNA FANTASÍA ERÓTICA Y UNA REALIDAD MEJORADA
A ver cómo os lo explico. Imaginaos vuestra fantasía más erótica y multiplicadla por mil. Pues ni aún así se asemeja a lo que tengo delante. Un hombre de (juraría) más de metro noventa –porque por más que me lo niegue, aquel niño hace mucho que superó la pubertad–, de hombros anchos, pechos definidos, cara de demonio pervertido capaz de transportarte más allá del séptimo cielo, pero a la vez, angelical; grandes manos, pelo revuelto y barba de más de siete días. Todo ello aderezado con unos vaqueros rotos, una camiseta blanca de mangas cortas, pies descalzos y una maldita sonrisa y ojos claros que te calan hasta el alma.
Pablo: un pecado mortal.
—Hola —Lo saludo ¿Me tiembla la voz? Por supuesto que no, soy una mujer madura (que no mayor) de treinta y cuatro años que sabe manejar la situación a la perfección y que “no esconde medio cuerpo detrás de la puerta”. Ejem, ejem, ya me entendéis.
—Hola —a él se le ve muy desenvuelto y curtido en esta clase de… situaciones, aunque haya dicho lo mismo que yo. Aún no sé ni lo que quiere y ya me estoy haciendo ilusiones. Pero, ¿qué digo? La fruta me ha debido sentar fatal. Yo no me hago ilusiones de nada porque no deseo que ocurra nada entre… este ser todopoderoso y yo—. Me preguntaba si te apetecería cenar cuscús. He hecho suficiente como para dar de comer a todo el edificio durante dos días y no me gusta tirar la comida.
—Gracias, ya he cenado. Tal vez en otra ocasión —me decido a cerrar la puerta, pero su voz me frena.
—Tal vez te apetezca una copa.
—No bebo.
—¿Un café?
—Acabo de tomarme una taza de leche caliente.
—Nerea, vamos. Solo quiero que seamos amigos. ¿Qué tal si te vienes y charlamos un poco junto a mi chimenea?
¿Ha dicho chimenea?
—¿Tienes chimenea? —abro los ojos de par en par, ilusionada. Me encanta el calor que da, el crepitar del fuego, el reflejo del mismo cubriendo las paredes de la habitación. La casa de mis padres siempre tuvo una, mi madre quiso deshacerse de ella y hacer obra una primavera porque ensuciaba mucho, pero, afortunadamente, mi padre le quitó la idea. Tengo recuerdos maravillosos sentada con mi hermana demasiado cerca de las llamas las frías noches de invierno, asando castañas o tirando sal para que sonara como petardos y saltaran chispas. Me emociono solo de pensarlo.
—Muy grande —especifica con una sonrisa que le cruza la cara, enseñando toda su perfecta dentadura; dándose cuenta de que no he sido difícil de convencer.
Una chica fácil, ¿qué le voy a hacer?
—Esta bien, pero solo un rato y… —me miro el pijama, preguntándome si es lícito que me vea de esa guisa.
—No te preocupes, no invitaremos a nadie más —me guiña un ojo y… ¡¡muerte por combustión espontánea!! Giro sobre mi cuerpo ocultando mi cara, colorada camino de morada, cojo las llaves y el móvil y me cambio la parte de arriba del pijama por una sudadera roja. Cuando vuelvo, ha desaparecido tras su puerta, abierta de par en par, invitándome a entrar.
—¡Estoy aquí! —escucho que me grita desde la cocina. Llego allí y paro bajo el vano de la puerta, prácticamente como la mía, pero un poco más amplia y con espacio suficiente para ver una isla en medio de ella. Muebles blancos, encimera gris y una ventana sin cortinas que da a la calle. Pablo saca algo de la nevera y lo deja en un plato—. No puedes negarte a comer helado —me mira y sonríe. Lo acompaño con la cabeza y el mismo gesto.
—¿De qué es?
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