—Melón —lo corta en dos trozos y deja el cuchillo en el fregadero.
—Me encanta el melón.
—Lo sé —abre un cajón y coge un par de cucharillas—. Pediste tarta de melón en el café —lo cierra con un golpe de cadera.
Me asombra que recuerde ese detalle.
—¿A ti también te gusta? —No encuentro otra explicación a por qué tiene aquí.
—Lo compré para ti —coge el plato y sale de la cocina dejándome atrás y sola. Lo sigo contrariada.
—¿Cómo que la compraste para mí? ¿Sabías que iba venir? —me cruzo de brazos y lo escruto con la mirada, anonadada. Él deja el helado sobre la mesa y se incorpora frente a mí.
—Si. Pensé invitarte cuando te vi y lo compré. ¿Qué más da? He acertado ¿no? —levanta una mano indicando que no tiene más importancia.
Menudo debe ser Pablo. Conoce sus encantos a la perfección y el efecto que causa en las mujeres. Por supuesto, nadie le dice que no. ¿Quién se va a resistir a ese cuerpo y a esa cara? Pues… YO.
Decido pasar por alto su altísima autoestima y seguridad en sí mismo y en sus encantos; y le pregunto por una foto que veo dentro de un precioso marco de madera clara gastado por el tiempo y que desentona con el resto de la decoración.
—Somos Cristina y yo sentados en el porche de la puerta del patio de mi casa.
Me acerco y me doy cuenta de que lleva razón. Deben tener menos de cinco años y los dos sonríen como si toda la felicidad del mundo estuviera embutida en esa foto, en ese preciso momento, en sus bonitas caras.
—Recuerdo ese vestido. Mamá nos hizo dos iguales y yo odiaba que nos los pusiera a la vez.
Pablo camina hasta parar a mi lado y coge la foto.
—Recuerdo esta tarde como si fuese ayer. Nos llevamos una buena regañina por meternos en un charco de barro.
—¡Yo también recuerdo ese día! Cris estuvo castigada sin televisión dos semanas.
—Me sentí muy culpable por aquello, yo la animé a que lo hiciera.
—Qué traviesos eráis.
—Afortunadamente, ya no —me mira otra vez con esa sonrisa que le cruza la cara y que me da a entender que en realidad es más juguetón que antes; y deja la foto donde estaba—. Vamos, el helado se derrite.
Nos sentamos uno frente al otro en dos sillones de piel gris, dejamos libre el de en medio y más largo; y nos comemos el helado hablando de la tormenta que sigue cayendo sobre Madrid. Cada vez soy más consciente de su piel morena, sus largas pestañas, el grosor de su pelo y sus fascinantes facciones. Me doy cuenta de que lleva varias pulseras y dos anillos en su mano izquierda, tatuajes de toda clase le cubren casi al completo ambos brazos y una nota musical se antepone sobre ellos.
—¿Te gusta la música?
—Amo la música. No podría vivir sin ella.
—Yo no creo que haya nada por lo que podamos dejar de vivir. Pase lo que pase, nosotros seguiremos aquí. —No entiendo por qué hago tal reflexión delante de Pablo y comiendo helado en su casa a estas horas de la noche. Él frunce el ceño contrariado, espero no haberlo ofendido.
—No me creo que pienses así, seguro que hay algo o alguien por el que darías tu vida.
—Por supuesto. Mi familia, mis amigas, mi hermana. Sin embargo, esa no es la cuestión. Yo daría mi vida por ellas, pero ¿podría vivir sin tenerlas? Estoy segura de que sí.
Nos comemos el helado hablando de cosas mucho más banales, como las virtudes de mi hermanita o sus defectos más inconfesables. Parece que somos las dos personas que mejor la conocen en el mundo y pierdo la cuenta del tiempo que nos llevamos conversando sobre Cristina. Le cuento una vez que se quemó con la cera de una vela el dorso de la mano y que en rebeldía, la mordisqueó y se la comió. Él no me pregunta por mi situación actual, por mi separación ni por qué me fui a vivir con Cristina y ahora me he mudado aquí; supongo que lo sabe, pero no hace alusión al nuevo rumbo de mi vida y se lo agradezco en silencio.
—Debería irme, es muy tarde —miro la pantalla del móvil y me sorprendo al comprobar el tiempo que llevamos hablando.
—Es viernes y la noche es joven —La luz de la lumbre se refleja en su rostro.
—Por eso. Aún estás a tiempo de salir por ahí y divertirte —me levanto y me aliso la sudadera— O… a lo mejor esperas a alguien. No quiero molestar. Seguro que prefieres ir con tus amigos a la discoteca esa antes que estar aquí hablando conmigo en pijama.
A ver si me callo y dejo de decir tonterías.
—Me gusta tu pijama —sonríe y se acomoda más, reclinando su ancha espalda en el sofá—. Venga, no te vayas —da unas palmaditas sobre el cojín para que vuelva a sentarme—. No tengo sueño. Me he desvelado y me gustaría que me hablaras de lo bien que lo pasaste en mi cumpleaños. Desde entonces, Allan solo habla de ti.
Su comentario me deja un poco desubicada. Allan me cayó muy bien y lo pasamos genial juntos. Tengo que agradecerle que no me dejara sola en ningún momento y me acompañara en una noche que se presumía aburrida, rodeada de amigos veinteañeros de Cristina que no conozco de nada.
—Mejor me voy. Mañana recojo a Cristina muy temprano —camino hasta la puerta. Cuando me giro para darle las gracias por el helado y el rato tan agradable que hemos compartido, lo tengo delate de mí, demasiado cerca. Huele tan bien…—. Gracias por la invitación.
—No tienes por qué darlas —sonríe ampliamente.
Maldita sonrisa la de Pablo.
Me doy la vuelta y me dispongo a abrir la puerta, pero en ese momento, Pablo me agarra del codo, me atrae hacia él y me da un beso en la mejilla que bien sabe a gloria bendita mezclada con música celestial. Me quedo estupefacta ante su osadía y dejo de respirar, pero ni aún así evito que su narcótico olor se introduzca dentro de mí.
Me clava la mirada.
—Hasta mañana, Nerea —susurra demasiado cerca de mi cara.
Salgo del piso temblando, con una sensación que no logro descifrar apoderándose de cada poro de mi piel. Pablo sabe cómo tratar a una mujer, cómo hacerla sentir bien, cómoda y relajada. Me acuesto con su olor a hombre deseable masajeándome la piel y con su imagen de niño malo taladrándome la mente y los sueños.
—¿Que te has separado? —mi madre me grita, buscando una superficie alta para sentarse antes de caer desmayada al suelo, mientras se lleva la mano a la frente, dramatizando ante el hecho de que su hija y el marido de la susodicha hayan decidido seguir su vida por caminos separados. De nada me ha servido el colgante que le acabo de regalar.
Mi padre le acerca una silla y le pide que se tranquilice. Después me mira a mí suplicándome paciencia y manda a Cristina a por un vaso de agua y la caja donde mamá guarda sus pastillas.
—Carmela, dejemos que Nerea nos cuente todo lo que ha ocurrido —le acaricia la espalda, palpando el chaleco de cachemir rosa de mi progenitora.
—Lorenzo, la niña se divorcia. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Quién la va a querer?
—¡Mamá! —levanto la voz—. No necesito que nadie me quiera, ¡sé cuidarme sola! —trato de calmarme y no alterarla más, pero lo que dice me enfada mucho. No necesito a ningún hombre a mi lado para ser feliz, no necesito a nadie que cuide de mí. Mi padre me mira con cara de reprimenda. Respiro hondo y sigo en un tono mucho más comedido.
—Mamá —le agarro de la mano—. Sebastian me sigue queriendo y yo a él también lo quiero, solo es… nosotros…
—Si os queréis, no entiendo por qué no estáis juntos. Es tu marido, deberíais hablar y arreglarlo.
—Ya lo hemos hablado —la suelto—. Necesitamos tiempo. No pido que lo entendáis —miro también a mi padre—, sólo quiero que me apoyéis y no me critiquéis, nada más.
—¿Cómo vamos a criticarte? Somos tus padres, estaremos aquí siempre que lo necesites —ataja mi padre, sin dudar en ningún momento.
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