Estrella Correa - Bilogía Las estrellas

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¡Ya tenéis disponible al bilogía al completo!Nerea tiene una empresa de éxito, un marido que la quiere y una vida perfecta. Nerea quiere volver a ser feliz, y cree que, si tiene paciencia y lucha, todo volverá a ser como antes; pero no espera que su alrededor cambie tan rápido. Nada es como ella pensaba y sus sentimientos se transforman en algo que desconocía. Nerea tiene miedo, sin embargo, elige vivir.¿Y tú? ¿Serías capaz de saltar al vacío sin paracaídas y sin red?

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—Hola, cariño —Carol me envuelve con sus brazos—. Como el piso sea como el edificio, tiene que ser una hermosura.

—Qué pasada. Me encanta el espejo —me abraza Rocío.

Pasan hasta el salón y me indican su entusiasmo con un montón de suspiritos seguidos de «oes» y saltitos. Les enseño las dos habitaciones, los dos baños y terminamos en la moderna cocina.

—¿Cómo lo has encontrado? —Ro se enciende un cigarrillo.

—¿Qué haces? ¿No lo habías dejado? —le reprendo. Cojo unas tazas del mueble y las dejo sobre la encimera.

—Un malvado compañero de trabajo me llevó por el camino de la perdición anoche y me obligó a beberme unas copas y fumar —coge un mechero y lo enciende, pero antes de arrimarlo al cigarrillo me mira y pregunta—, ¿se puede fumar en tu nuevo piso?

—Preferiría que no lo hicieras, pero ¿serviría de algo pedirte que te vayas a la terraza?

—¿Estás loca? ¡Hace mucho frío!

Sonrío, me encojo de hombros y abro un palmo la ventana de la cocina.

—Rocío, te vas a morir —Carol la señala con el dedo.

—Como tú, como todos. Volveré a dejarlo después de Reyes —promete.

—Siempre lo estás dejando y cogiendo. No engañas a nadie.

—Bah, qué sabrás tú —le da una calada y cierra los ojos, disfrutándola.

—Dame uno —le pido.

—¿Estás loca? Pero si tú no fumas —me recuerda Carol, con cara de susto.

—Fumaba en la universidad, de vez en cuando. Y tú también, ¿ya no te acuerdas?

Dudo que se le haya olvidado aquella noche de intenso estudio en la que decidimos tomarnos un descanso y fumarnos un cigarrillo. Como no teníamos (porque no fumábamos), caminamos en chanclas hasta una tienda que abría las veinticuatro horas y en la que pagamos un cigarro a precio de oro. Nos lo fumamos a medias, sentadas sobre los escalones de la puerta de entrada de la biblioteca (que en época de exámenes no cerraba en ningún momento) y aguantando las altas temperaturas que el mes de junio traía a pesar de ser madrugada. No hablamos demasiado, solo miramos las estrellas mientras el cigarro se consumía.

—¿No te sabe raro? —me preguntó ella.

Me encogí de hombros, dándole la última calada.

—Sabe como todos. Mal y fuerte.

—No, en serio. Huele —inhalamos las dos cerca del humo y nos miramos contrariadas—¿No te huele a hierba?

—Un poco sí.

Sonreímos y terminamos a carcajadas sobre el suelo. No creo que el cigarro llevara nada (aparte de toda la mierda que ya viene incluida de fábrica en él), pero el solo hecho de pensarlo nos sirvió para cogernos la coloqueta más curiosa de nuestra vida. Poco más pudimos estudiar aquella noche.

Tomamos café, té y nos comemos los dulces sentadas en el salón, acomodadas en el sofá y escuchando de fondo canciones antiguas de Alejandro Sanz. A Rocío le encanta y hoy le toca elegir a ella. Cada vez que estamos juntas en estas condiciones, una de nosotras decide qué música escuchar. Tu letra podré acariciar suena por el mini altavoz que he comprado de camino aquí.

—¿Qué tal son los vecinos? —Rocío deja la taza de té sobre el cristal y se sienta en la alfombra con las piernas cruzadas. Carol responde unos correos en el móvil que no pueden esperar.

—Mmm —hago una especie de ruidito con la boca y pierdo la mirada en el café, como si la espumita que sobresale por encima tuviera el secreto de la felicidad. Cuando las miro, tengo sus ojos sobre mí.

—¿Qué quieres decir? —la andaluza achina los ojos y me escruta—. ¿Algo reseñable que contar? ¡¿Un tío bueno en el edificio?!

—Nooo. —Niego, exagerando demasiado mi «no».

—¿Qué? ¿Nos mientes a la cara? —sigue presionándome.

—Carol, deja el teléfono y ayúdame sacarle la verdad a esta mentirosa.

—Vamos, déjala —mete el Smartphone dentro del bolso y le da un sorbo a su café—. Seguro que la media de edad supera los cincuenta.

Vuelvo a mirar hacia otro lado y Ro me da un guantazo en la pierna.

—Habla, mala mujer. Habla ahora o calla para siempre.

—Elijo callar —sentencio.

—¡Venga ya! Tienes un tío bueno en el edificio. ¿En qué planta? Para en ella todas las mañanas y espera a tener suerte a coincidir con él en el ascensor.

—No hace falta. Vive aquí al lado —señalo la pared detrás de mí.

—¿En serio? —Ro abre la boca de par en par y da unas palmaditas—. ¡Qué suerte! Es una señal. Debes tirártelo.

—Pero ¿qué dices? De eso nada, Ne. Tú céntrate en el trabajo y no te líes con un vecino. ¿Estás loca? Eso no te traería nada bueno.

—Unos polvos de escándalo, ¿te parece poco? —le contesta la otra.

—¡Si ni siquiera lo has visto! ¿Cómo puedes estar tan segura de eso?

Ro va a contestar y seguir con la discusión cuando yo hablo y las freno.

—Chicas, dejad de especular. Lo conozco. Es un viejo amigo.

Las dos giran sus cabezas hacia mí prestándome toda su atención.

—Es Pablo. Tú ya lo conoces, Carol. Y tú —señalo a Rocío— lo viste el otro día en el bar, el día que te peleaste por un par de zapatos.

—¿Ese tío de infarto es tu vecino? ¡Menuda suerte tienes! —apoya las manos en el suelo y se incorpora poniéndose de pie.

—¿A dónde vas? —le pregunto cuando ya casi ha desaparecido a través de la puerta de la terraza.

—Parece que no la conozcas. A ver si lo ve por alguna ventana.

Sonrío y cojo un trozo de dulce de leche. Lo saboreo con lentitud en mi paladar y la trago.

—¿Estás bien? —Carol me mira demasiado seria.

—Por supuesto que sí. ¿Por qué no debería estarlo?

—Nerea, soy tu mejor amiga. ¿Crees que puedes engañarme? —me acusa con el dedo. A veces me regaña como a sus hijos pequeños.

—Estoy bien, mami —bromeo, pero ella no se ríe. Cambio el semblante a uno mucho más serio para que me crea—. De verdad, estoy bien. Me gusta mi nueva casa, adoro mi trabajo y casi nunca me siento sola.

—Sabes que no lo estás, nos tienes a nosotras.

—Lo sé. Es solo que… —pienso en lo que me pasa y ni yo misma puedo describirlo con seguridad—. No te preocupes ¿vale? Pronto estaré bien y me podré reír de todo esto.

—Nada, no he tenido suerte. No lo veo —Rocío entra en el salón trayendo con ella un frío helador. Para fumar no sale al balcón, por un tío bueno se tiraría por él.

—Cierra la puerta, cariño. Si la dejas abierta, de nada sirve tener puesta la calefacción —Carol da un último sorbo a su café. Se levanta, recoge la mesa y lleva la bandeja a la cocina.

Las despido a eso de las nueve de la tarde, me cuesta convencer a Rocío de que no llame “por equivocación” al piso A y se haga la despistada esperando a Pablo, según sus propias palabras, enseñando carne; y les digo adiós mientras las veo desaparecer tras el ascensor. Estreno la bañera que ocupa la mayor parte del aseo de mi habitación con un baño que dura más de una hora. Me relajo sintiendo la calidez del agua masajear mi blanca y suave piel y un apacible estado de duermevela se apodera de mí. Me despierta el teléfono que suena a todo volumen en el salón. Ni trato de salir a cogerlo porque doy por hecho que no me va a dar tiempo. Así que me seco con cuidado, me rocío todo el cuerpo con una crema de melocotón que me regaló Carol en mi último cumpleaños, me seco el pelo con el secador lo suficiente para que no me gotee sobre la ropa, me pongo un pijama de algodón de un gris muy claro y camino descalza hasta mi teléfono para ver quién me llama un viernes por la noche a estas horas.

No podía ser otra persona. Le devuelvo la llamada.

—¿Qué pasa, Cris?

—Nada, hermanita. Me preguntaba si te apetecía venir a casa y ver una peli. Podías quedarte a dormir aquí y mañana nos vamos juntas a ver a mamá.

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