—Son preciosos, pero enmudecen ante su belleza. —Escucho una voz grave a mi lado. Me giro y me encuentro con unos ojos conocidos.
—Parece que el destino desea que nos encontremos —sigue con una enigmática sonrisa.
—O tal vez sea usted que me persigue a todos lados —me pongo frente a él con una mueca amigable.
—Ojalá tuviera tiempo para eso —ensancha la sonrisa, enseñándome su blanca y perfecta dentadura blanca. Me ofrece la mano y se presenta formalmente—. Michelle Jackson.
Se la aprieto con cortesía.
—Nerea González.
—Por fin me dice su nombre. Llevo semanas barajando varias opciones.
—Dudo que eso sea cierto, recuerde que es un hombre muy ocupado.
—Señorita, aquí tiene —el dependiente me ofrece la bolsita y me da las gracias por la compra. Se aleja y atiende a otro cliente.
—Encantada de volver a verle, señor Jackson, pero tengo que irme —giro sobre mis talones y me dispongo a salir de la tienda.
—Tres veces —dice, enigmático pero seguro y me paro. Lo miro y él sigue.
—Dijo que esperaría a una tercera vez para darme el teléfono y estoy seguro de que es una mujer que no falta a su palabra.
10
AQUEL CIGARRO ALIÑADO
Le cuento a Joel que me he vuelto a encontrar con el hombre que me avasalló en el restaurante hace unas semanas y que le he dado mi teléfono. No le digo ni cómo se llama ni le doy ningún dato más. Él trata de convencerme llamándome «perra diabólica» y cosas mucho peores, pero me niego a dar importancia a algo que no la tiene. Probablemente se olvide y no me llame nunca; y, si lo hace, todavía estoy a tiempo de ignorar la llamada y declinar su invitación. No tengo claro que sea buena idea quedar con un desconocido después de todo. Puede que quedemos para ir a cenar, ver una obra de teatro y tomarnos un buen vino en un local pijo, pero después… ¿qué? Querrá más. Querrá acostarse conmigo y no me siento preparada para tener sexo con nadie, ni siquiera conmigo misma. Mi apático estado de ánimo es el culpable de que no me apetezca ni tocarme.
Por la tarde, después de confirmar el catering para la fiesta de fin de año, decido irme a casa. Me paso por un mercado cercano y hago una pequeña compra para no morir de inanición e invitar a las chicas a merendar. Miro el reloj esperando que me envuelvan unos dulces y me doy cuenta de que las chicas llegarán dentro de menos de media hora. Les envío un mensaje al grupo de WhatsApp informándolas de que tal vez llegue un poco tarde y recibo dos de vuelta, uno de cada una. Dicen así:
«No te preocupes, cariño. Quedamos un poco más tarde y todo solucionado».
«¡Ja! Intentas escaquearte y no enseñarnos la casa, pero no te saldrás con la tuya. Compra té».
No hace falta decir que el primero lo manda Carol y el segundo Ro. Quedamos a las siete y media en vez de a las siete; y llego a casa cargada con más bolsas de las que tenía en mente, casi arrastrándome por el portal. Las dejo sobre el suelo del ascensor y me tiro de espaldas en el espejo, bufando y estirando las manos, rojas del peso de la compra. El timbre anuncia que he llegado al piso número diez y salgo de espaldas arrastrando las bolsas por el suelo, no puedo más. Pongo los pies sobre el mármol con la mala suerte de resbalar y darme un culazo de película a la vez que se rompe una de las bolsas y un montón de naranjas salen desperdigadas por todo el rellano.
—¡Ah, Dios! Qué dolor —me quejo y me refriego el glúteo. Sigo con la vista una de las naranjas que ruedan dirección a las escaleras (dispuesta a perderla para siempre, espachurrada en uno de los pisos inferiores), cuando alguien la coge y se la lleva a la nariz, oliéndola.
Conforme subo con la mirada por ese cuerpo, se me corta la respiración un poco más. Largas y torneadas piernas, cintura estrecha, pecho definido… cuello delicioso, labios de infarto… ojos azules como un mar de verano… Mierda, Pablo.
Me mira como si me quisiera comer o ¿soy yo la que lo mira así? Qué vergüenza, Pablo ha sido testigo de mi caída y, por cierto, ¿qué hace aquí?
—¿Nerea? —pregunta, tan contrariado como yo. Me doy cuenta de que mis rizos rubios me tapan la cara, ocultándome. Aún estoy a tiempo de hacerme la sueca y despedirlo con un «mí no entender».
Se agacha delante de mí, me retiro el pelo de la cara aceptando mi destino y resoplo.
—Hola —lo saludo mientras me ofrece la mano y me ayuda a ponerme de pie.
—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —la agarro y me incorporo. Sus dedos rodean por completo mi diminuta muñeca.
—No, tranquilo. Estoy bien —me pongo a recoger naranjas y las meto en otra bolsa.
—Espera que te ayudo —se ofrece a echarme una mano y en un par de segundos las guardamos todas—. ¿Qué haces aquí?
—¿Qué haces aquí tú?
—Yo vivo aquí.
—Nooo —niego con la cabeza—. Aquí vivo yo.
—Vivo aquí desde hace un año. Al menos cuando estoy en Madrid.
Mi cabeza comienza a darse cuenta de lo que realmente pasa.
—No, no puede ser —pero mi boca sigue negando la evidencia.
—Nerea, ¿eres la nueva inquilina del B?
Asiento con la cabeza como esos muñecos antiguos de los coches, esos que tienen un muelle en el cuello y se zarandean con el movimiento. Abro los ojos de par en par y la bolsa que tengo agarrada con las manos se me cae al suelo. «Nerea, espabila». Me digo. Volvemos a recoger toda la compra esparcida por el piso y le doy las gracias por ayudarme de nuevo.
—Tú… —trato de decir algo coherente, pero sigo sin conseguir conectar mis neuronas.
—Me dijeron que el piso estaba alquilado de nuevo, pero jamás me imaginé que fueras tú. ¿Ya no vives con Cristina?
—No. Pensé que ya estaba bien de molestarla con mis manías —sonrío, forzada. Pablo me pone muy nerviosa. Me giro y abro la puerta de casa. Voy a agacharme a coger las bolsas de las compras, entrar y desaparecer, sin embargo, él se me adelanta y las agarra todas con maestría y como si no pesaran nada. Da un paso en mi dirección y me aparto para que pase.
—¿Me permites? —pide permiso para entrar. Le hago un gesto con la mano y entro detrás de él—. ¿Dónde las dejo?
—En la cocina está bien —camina hasta la estancia que le he indicado sin tener que pensar dónde se encuentra, supongo que su piso y el mío deben parecerse.
—Gracias de nuevo.
—No tienes por qué darlas —para delante de mí. Me mira desde una posición mucho más superior y privilegiada que la mía. Durante unos segundos no decimos nada y el ambiente se densa bastante. Se toca el pelo—. Debería irme. —Camina hasta la puerta, cruza el vano y se gira hacia mí desde el otro lado. Yo me agarro a la madera, preparada para cerrarla y terminar con esta tensión—. Si necesitas algo, estoy en la puerta de al lado —la señala con el dedo y me sonríe.
Me dejo caer sobre la pared más cercana y respiro hondo tratando de tranquilizarme. Lo último que ha dicho me ha puesto de los nervios. Ha sonado a amenaza o a… promesa, no lo sé. No consigo pillarle el truco a Pablo. A veces me cae bien, otras no lo soporto. Me tomo un vaso de agua fría y pienso que probablemente no viva solo. La pasada madrugada vi salir a una chica de ahí. No creo que sea su novia, ya me he percatado de que Pablo no tiene novias, él se enrolla con chicas de las que ni siquiera recuerda el nombre. Sin embargo ¿habrá alguna especial? Ese pensamiento me aflige y giro la cabeza de lado a lado intentando que desaparezca. Ese niñato me da igual. Tiene un cuerpo de pecado y una cara de morbo que hace que te tiemblen las piernas, pero no conseguirá que babee detrás de él. ¡Ni loca!
El timbre del portero automático me saca de mis pensamientos y aprovecho que las chicas suben en el ascensor para enchufar la cafetera y poner los dulces en una bandeja blanca con servilletas de flores. Me gustan los detalles, pero a Carol mucho más.
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