—Me dejas el ego herido —dice con una seguridad aplastante. Dudo que ese ego pueda verse afectado por nada—. Espero que me ayudes a recuperarlo cenando conmigo esta noche —Joel levanta las cejas y abre muchos los ojos. Leo en sus labios «¿Quién es?». Me encojo de hombros y sigo.
—No salgo con desconocidos.
—Me alegra no ser uno de ellos. Te recojo a las diez —y cuelga.
—Pero, ¡Reina! ¿Quién es el dueño de esa sensual voz? —pregunta Joel, interesado, casi más que yo. Voy a contestarle cuando mi móvil vibra a la vez que suena sobre la mesa. Lo miro y un mensaje de texto parpadea en su pantalla.
«Soy Michelle. Ahora tengo muchas más ganas de conocerte». El desconocido ya tiene nombre. El trabajo me ha absorbido tanto estos días que ni siquiera he reparado en que no me había llamado tal y como prometió. Mi asistente, al verme la sonrisilla en los labios, insiste y vuelve a preguntarme quién es.
—Y no me digas que no lo sabes. ¿A qué viene esa sonrisa? ¿Está bueno?
En un principio decido callarme, cerrar el pico y no contarle nada, sin embargo, pierdo la guerra unos segundos después. Joel sabe sonsacarme cualquier información sin necesidad de torturas chinas. Él me mira, suelta dos o tres frescas que dan justo en el clavo y yo acabo cantando y recitando hasta El Quijote. Así que hablamos sobre mi cita de esta noche: el hombre misterioso, atractivo, decidido y seductor que los dos conocimos en la puerta de un gastrobar hace unas semanas. Al saber de quién se trata, me anima a pasarlo bien y a darlo todo esta noche. Se ofrece a acompañarme y ayudarme con el modelito que llevaré en la cita.
A pesar de la cantidad de trabajo que aún nos espera a los tres el resto de la tarde, decidimos salir a comer a Manolitos. Mía nos cuenta que su novio la ha llevado este fin de semana a Valencia a conocer a sus suegros y que lo ha pasado fatal tratando de entender el humor negro del padre de Fran. Volvemos a la oficina a eso de las tres y media, después de dos tapas engullidas mal y rápido. Abro la puerta del despacho y dejo el bolso negro de Chanel sobre la mesa. No me da tiempo a sentarme cuando el móvil comienza a sonar. Lo saco y leo en la pantalla el nombre de Carol. Me parece raro que me llame aunque no descabellado, pero hablé con ella esta mañana mientras desayunaba y quedamos en vernos el jueves, día de Nochebuena, al mediodía para tomar un vino y celebrar el día.
—Hola, cariño. ¿Ocurre algo?
Al otro lado de la línea solo escucho sollozos y lamentos. Me asusto y me llevo la mano al pecho.
—Carol, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido? —repito insistentemente.
—An… An… —no escucho mucho más.
—¿Los niños están bien? —alzo la voz, preocupada—. ¿Tú estás bien?
—Si… si… —sigue llorando—… ¿Puedes…? ¿Puedes… venir a casa ahora?
—Por supuesto que sí, pero dime qué ha pasado.
—An… Andrés… Creo que Andrés me engaña.
—Pero… ¿qué dices? —No entiendo muy bien de qué habla. Andrés la engaña… ¿en qué sentido? ¿Está con otra? ¿Tiene una amante? No me lo creo. No le pega nada.
—Pues eso… No… No…
—Está bien. Estoy allí en veinte minutos. Tranquilízate.
Me despido de Joel y Mía y me disculpo con ellos por tener que desaparecer así con todo el trabajo que aún nos queda hoy, pero deben verme la cara desencajada y preocupada porque no me preguntan si quiera si pienso volver o no. Paro un taxi que cruza la avenida y llamo a Rocío para contarle la extraña llamada que me acaba de hacer Carol. Ella se queda tan estupefacta como yo y me promete que nos veremos en casa de nuestra amiga en pocos minutos. Dudo mucho que Andrés le esté siendo infiel a Carol, pero esta no se altera por nada, algo debe de haber descubierto para reaccionar así.
Cuando entro en su casa la encuentro mucho más tranquila. Sigue sollozando, pero al menos puede hablar y no balbucea como si tuviera una naranja en la boca. Le doy un beso y un abrazo y preparo café mientras ella se ducha y a Ro le da por aparecer.
—¿Cómo está? ¿Te ha contado ya lo que ha pasado? —me pregunta Rocío mientras se quita el abrigo y yo cierro la puerta detrás.
—Estamos esperándote. No tengo ni idea.
—Y parecía tonto —se refiere a Andrés—. Todos son iguales… al final, te la dan con queso.
—No digas estupideces —le reprendo. Entro en la cocina y ella lo hace detrás—. No sabemos qué ha ocurrido y dudo mucho que Andrés sea de esos. Tiene que haber una explicación. ¿Quieres té?
—Una Coca Cola.
Abro el frigorífico, cojo una y la sirvo en un vaso con hielo. Se la ofrezco y ella bebe.
—No es natural que solo tengamos una pareja sexual… ni sano.
—Calla, loca. Claro que lo es.
Carol llega al salón al mismo tiempo que nosotras, le pongo el café delante y tomamos asiento una en cada sillón. Ro en medio de las dos.
—Carol, cariño. ¿Puedes explicarme por qué piensas que tu marido te engaña con otra? —pregunto a través de la humeante taza que aguanto con las dos manos. Ella se levanta y, sin decir una palabra, se acerca al mueble del televisor, coge lo que parece un papel y me lo da para que lo lea. Parece un ticket de compra de una tienda de artículos y juegos sexuales muy conocida. Hay de todo, desde un mini vibrador, lubricante, bragas comestibles, látigo de piel… hasta…
—Lo que no entiendo es lo del oso de peluche —habla ella quitándome las palabras de la boca. Iba a decir lo mismo.
—¿Qué es esto? —pregunto, desorientada. Rocío me lo quita de las manos y le echa un vistazo.
—Eso mismo me pregunto yo. Lo he encontrado en una bolsa de plástico en la que Andrés trajo carpetas anoche.
La miro con sorpresa.
—Joder —suelta Ro.
—No pongas esa cara. Nosotros no utilizamos esas cosas… Dime tú… Dame una explicación lógica de por qué o para qué lo ha comprado.
—Tal vez no sea de él. —No me imagino al serio Andrés entrando en un Sex-shop y adquiriendo todos estos artículos sexuales y ¡mucho menos utilizándolos! No digo yo que no sea un pervertido en la cama, pero Carol hubiera hecho alusión a ello en algún momento de nuestras largas charlas, o tal vez ha decidido no contarlo. En la cama cada uno hace lo que quiere. Ni me he metido nunca ni lo voy a hacer ahora, sin embargo, algo me dice que el marido de mi amiga no innova demasiado en ese sentido. Una vez me contó que le roció el cuerpo con nata y que le sorprendió bastante, por ello, descarto la idea de que Andrés haya comprado todo eso.
—Maldito mal nacido… —la andaluza sigue echando espuma por la boca. Ahora mismo le estará deseando una gripe aviar.
—¿Y de quién va a ser? ¿Por qué viene en su bolsa? —se hace preguntas en voz alta que yo no puedo contestar.
—Cariño, pensemos las cosas. Estoy segura que Andrés no te engaña con otra. Tiene que haber una explicación lógica a todo esto. Habla con él, seguro que…
—Seguro que nada. ¿Para qué quiere él un vibrador? O… ¿un látigo? —pregunta con sorpresa— ¿Os va el sado? —abre tanto los ojos que se le van a salir de las órbitas. En ese momento, Andrés abre la puerta del piso y entra en el salón con un maletín en una mano y unos papeles que lee en otra. Levanta la cabeza, nos ve y nos saluda.
—¿Reunión de chicas? No sabía nada —sonríe, cálido.
En ese momento, Carol coge un jarrón de encima de la mesa y se lo tira con todas sus fuerzas a la cabeza, Andrés lo esquiva en el último momento y este se estrella contra el suelo del vestíbulo haciendo un ruido estrepitoso. La cara del hombre lo dice todo, mezcla de susto, sorpresa y confusión.
—Pero…
—Tú, ¡eres un cabrón! —lo señala con el dedo—. Pero ¿cómo se te ocurre engañarme de esa forma?
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