El relato o la representación no vienen aquí, posteriormente, a contar, narrar, describir, representar el poder providencial del soberano, sino que ese relato y esa representación forman estructuralmente parte de esa soberanía, que constituyen su estructura constitutiva, su esencia dinámica o enérgica, su fuerza, su dunamis, incluso su dinastía. Pero también su energeia , que significa el acto, la actualidad, y asimismo su enargeia , que significa cierto destello de la evidencia, cierto brillo (p. 340).
La publicidad también moldea la manera como nos aproximamos a las imágenes en general y cómo vemos al otro. Se nos ha enseñado, en las palabras de Rivera Cusicanqui (2015) a «individualizar a tal punto nuestra mirada, que sólo podemos mirarnos a nosotrxs mismxs, «mirando la pena de los demás» (p. 294). Cuando la alteridad parece presentarse en la imagen publicitaria esta no es más que una curiosidad; la curiositas banalizada como telón de fondo, mera estrategia de marketing para la exaltación de lo «Mismo», por contraste. El comercial de bebida carbonatada o el de computadoras portátiles no nos hablan de la dignidad de las vidas que han sido históricamente ignoradas, sino que reducen la lucha social al consumo de un producto y anulan las voces de sus protagonistas desde la ventriloquia. El movimiento de universalización –la globalización económica contemporánea como soberanía indivisible– que consolida la homogeneización de la representación es también, en su movimiento de idealización, un movimiento despoetizante. Cierra toda posibilidad de significación; habla por el otro, le quita su tiempo al otro . Se presenta como saber absoluto. Esta es su trampa .
Sin embargo, no hay presencia sin ausencia.
La diferencia posibilita la oposición de la presencia y de la ausencia. Sin la posibilidad de la diferencia, el deseo de la presencia como tal no hallaría su respiración. Esto quiere decir al mismo tiempo que ese deseo lleva en sí el destino de su insatisfacción. La deferencia produce lo que prohíbe, vuelve posible eso mismo que vuelve imposible (Derrida, 1986, p. 183).
La imagen desencarnada: Solidificación del sujeto
Otro cimiento de la arquitectura publicitaria es el de la banalización de la experiencia humana. En ella, la corporalidad está siempre desencarnada – marioneta , el devenir qué del quién . La borradura de la diferencia encuentra su cúspide en la anulación de la corporalidad, es una mirada desencarnada que desencarna lo que re-presenta , que le arranca, en el acto mismo de la representación, su singularidad (Deleuze, 1991) (9) y relacionalidad, convirtiéndolo en piedra, construyendo un tótem como modelo de rol: el estereotipo del «Hombre» (y la mujer concebida desde la mirada masculina) congelado en el tiempo. Es esta estatua de piedra a la que aspira parecerse el consumidor, es su «estilo de vida». Como lo plantea Haraway (1999), este es el relato del hiperproduccionismo y la ilustración, que gira alrededor de la reproducción de la imagen sacra de lo idéntico, «de la única copia verdadera, mediada por las tecnologías luminosas de la heterosexualidad obligatoria y la auto-procreación masculina» (p. 125). La prescripción de la representación es el mandato de la autenticidad; el gesto autoritario del falocentrismo.
Esa alternativa única de existencia se nos presenta hoy como en un bombardeo en nuestros dispositivos, aparatos cada vez más delgados y sencillos, más fáciles de sostener, como capaces de capturar nuestra atención cada vez más. Incluso cuando el mundo o los cuerpos parecen detenerse, el mundo virtual de nuestras pantallas le otorga el sentido de movimiento a nuestros cuerpos estancados. « La technê quizás sea siempre la invención de los límites», escribe Derrida (2008, p. 350). Ese movimiento de la imagen –su performatividad característica– es circular. Cual péndulo, la repetición de las imágenes nos hace entrar en un estado de hipnosis que nos vuelve a la vez inmunes a la representación y moldeables por sus efectos. Este es su doble movimiento, la manera como la imagen publicitaria opera: por medio del contenido y por medio de la repetición ad-infinitum de su mensaje. Repetición que, siguiendo el principio de Hebb (Page et al ., 2006), consolida patrones neuronales haciendo de la plasticidad cerebral una forma de daño cognitivo (Amin et al ., 2006). (10) En su función pedagógica en la sociedad, la imagen publicitaria tiene el poder de construir no solo en su contenido sino en el imaginario del consumidor (la subjetividad contemporánea, mera marioneta) una realidad distorsionada, la cual es «mediada a través de la reproducción de racionalidades dañadas por siglos» (Amin, Samuel y Dhunpat, 2006), el eterno retorno de lo mismo. La pantalla es la caja boba que a su vez nos e mboba , incitándonos al consumo compulsivo y a la respuesta automática (activando principalmente nuestro sistema cerebral evolutivamente más antiguo) y moldeando nuestro cerebro en el largo plazo. La bestia , como bobada , nos traga. Como lo afirmara Berger (2016), la publicidad es la vida misma del capitalismo pues sin publicidad el capitalismo no puede sobrevivir y, sin embargo, es también su sueño.
El capitalismo sobrevive obligando a la mayoría —a la que explota— a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible. En otro tiempo lo logró mediante privaciones generalizadas. Hoy lo está logrando […] mediante la imposición de un falso criterio sobre lo que es y no es deseable (p. 154).
La imagen construye una realidad aparentemente inescapable. La imagen se habita y queda prohibido atravesar el umbral; esa imposibilidad es la mera condición del discurso de la imagen publicitaria. Escapar de la lógica de la imagen publicitaria solo es posible dentro de ella misma, bajo sus mismas reglas, cuando esta se adapta a las transformaciones sociales más visibles y las absorbe, cuando celebra la disrupción convirtiéndola en una nueva campaña. Es allí donde, por ejemplo, el feminismo se convierte en feminismo hegemónico. Por otro lado, la diferencia que escapa a su lógica es vista como esencializada, negativa, separada, en falta, como menos. Estas son precisamente las imágenes que faltan, las que no pueden ser creadas. Entre la saturación de imágenes en la que vivimos sumergidos nos faltan imágenes. No obstante, su entrada requeriría transformar los mecanismos y los métodos de representación, dislocar acaso el mero concepto de representación (Deleuze, 1991) (11) y las prácticas visualizadoras, librar a la mirada de las trampas del mercado; reencarnarla. Como nos lo recuerda Judith Butler (2006):
Sucede algo totalmente diferente cuando el rostro funciona al servicio de una personificación que afirma «capturar» al ser humano en cuestión. Para Levinas, lo humano no puede ser captado por medio de una representación, y podemos ver que cuando lo humano es «capturado» por una imagen tiene lugar cierta pérdida (p. 181).
La imagen es aquí el instrumento de control de los cuerpos: la llave primero, luego el código y la edificación de la fosa que nos encierra sin colocar rejas; así opera la maquinaria del poder soberano, de la hegemonía capitalista. Es por ello por lo que no se trata de crear publicidad incluyente sino de deconstruir la mirada hegemónica y su arquitectura, plantear otras maneras de ver –y de percibir a partir de otros sentidos– y de imaginar, sin que la publicidad las devore, las haga suyas; sin olvidar que a la imagen publicitaria le gusta estar en casa en casa del otro (Deleuze, 1991; Derrida, 1991, 2008; Baudelaire, 1995) . (12) Butler subraya que:
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