Como fotografía, el cine, enfoca en sus inicios topografías y culturas desconocidas y las encuadra como monstruosas para el ojo europeo; lo desconocido puede ser tan atractivo como repudiado. Lo que previamente no ha podido ser visto por la mayoría es percibido en muchos casos desde el terror. Y es que, si bien la alteridad americana se viene construyendo desde la representación pictórica del siglo XVI (basta recordar las representaciones de Theodor de Bry), es gracias al lente fotográfico y el auge del discurso científico que se retrata desde un ojo objetivo –la mirada conquistadora desde ninguna parte a la que se refiere Haraway (1995)–, fiel a la realidad, la prueba fehaciente de la existencia de los otros y de su otredad, su evidencia irrefutable . Como escribe Sontag:
Al emanciparse del trípode, la cámara se hizo en verdad portátil y, equipada con telémetro y diversas lentes que permitieron inauditas hazañas de observación próxima desde un lugar lejano, hacer fotos cobró una inmediatez y una autoridad mayor que la de cualquier relato verbal en cuanto a su transmisión de la horrible fabricación en serie de la muerte» (2003, p. 34).
Este es el instrumento central de la ciencia en la zoología, la antropología, la botánica, la entomología, la biología y la medicina, en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, un proceso que anatomiza todo aquello que no entra en la categoría de «Humano». Las inclinaciones ópticas del discurso antropológico occidental del siglo XIX se encuentran, aún hoy, en la base de la representación cinematográfica de territorios y culturas no occidentales. Walter Benjamin escribe ya en el primer cuarto del siglo XX que «en poco tiempo, todas las posibilidades del retrato dependían en la ausencia de contacto entre la fotografía y la realidad» (1972, p. 8). La fotografía es el instrumento –la técnica – por medio del cual se construye y refuerza el imaginario de la misión civilizatoria, como prótesis de la mismidad, un ojo que mira sin ser visto. «El observador es un príncipe que goza en todas partes de su incógnito, anota Baudelaire (1995, p. 87) mientras Haraway (1995) se pregunta: «¿con la sangre de quién se crearon mis ojos?» (p. 330).
El lazo que existe entre la fotografía y la industrialización también coloca a los cuerpos en una posición de pasividad, donde «el rostro humano fue rodeado de un silencio dentro del cual la mirada se encontraba en reposo» (Benjamin, 1972, p. 8). Mientras que el ojo europeo celebra la idea de capturar y congelar su propio tiempo (6) y los logros tecnológicos, científicos y de expansión evidencia el «progreso», la cristalización de los prejuicios y los estereotipos fija también el discurso hegemónico y consolida el capitalismo. Los instrumentos tecnológicos se convierten, en consecuencia, en prótesis necesarias para la expansión del discurso ideológico en general. En su Seminario La Bestia y el Soberano , Derrida (2008) plantea:
La inmensa cuestión denominada de la técnica, de la técnica del ser vivo, de la biotecnología política o de la zoo-polito-tecnología. Lo que habíamos apodado […] la protestatalidad, nos había introducido en esa vía donde ya no era posible evitar la figura de un suplemento protético que viene a la vez a reemplazar, imitar, relevar y aumentar al ser vivo. Lo cual parece hacer cualquier marioneta. Y cualquier arte de la marioneta, porque se trata del arte, no lo olvidemos jamás, de la technê como arte o de la technê entre arte y técnica, lo mismo que entre vida y política (pp. 225-226).
A finales del siglo XIX, Charles Baudelaire advierte que «si se le permite a la fotografía complementar el arte en alguna de sus funciones, el segundo pronto será expulsado y arruinado por ella, gracias a la confabulación natural que habrá crecido entre la fotografía y la multitud» (citado por Benjamin, 1972), a lo que Benjamin responde:
En estos días desafortunados ha aparecido una nueva industria que ha contribuido no poco a la confirmación de una estupidez vacía en su creencia […] que el arte es y puede ser nada más que la reproducción fiel de la naturaleza […] un dios vengador ha escuchado la voz de esta multitud (p. 25).
Desde su concepción eurocéntrica, el lente fotográfico captura al sujeto (Derrida, 1991) (7) convirtiéndolo en su objetivo. A su vez, la cámara se asume objetiva, ajena al ojo que mira a través de ella. Es ya ella misma una visión desencarnada. Re-produce a la vez que impone su punto de vista. Nos presenta la naturaleza de lo convenido como verosímil o, en las palabras de Derrida, «el ver autópsico del saber teórico» (2008, p. 348). Estas son las reglas del falogocentrismo, delineadas por la nostalgia de un mundo único y verdadero, como escribe Haraway (1995), quien también plantea que «la visión es siempre una cuestión del “poder de ver” y, quizás, de la violencia implícita en nuestras prácticas visualizadoras» (p. 330). La vida se subsume a la representación, lo verosímil se vuelve tiranía, «violencia de la luz» (Derrida, 2008, p. 342). El ojo, la mirada, la construcción de la imagen en el imaginario hegemónico, es capaz de dar la vida, como lo es de dar la muerte . Derrida (2000) cuestiona: «¿Cómo se da uno (la) muerte en este otro sentido en el que darse (la) muerte es también interpretar la muerte, representársela, figurársela, darle un significado, un destino?» (p. 21).
En el siglo XXI, la bestia parece reforzarse, nos devora desde dentro. Gracias al desarrollo tecnológico y la democratización de la cámara
–la «mundialización del modelo autópsico» (Derrida, 2008, p. 347)–, comenzamos pronto a construir nuestras propias imágenes, a concebirnos, nosotros mismos como imagen, siguiendo las normas establecidas para ello. Nos miramos desde un ojo que nos anula –al concebirnos desde el individualismo– en el proceso de construirnos artificialmente, que nos moldea de acuerdo con criterios estéticos únicos (los de la falsificación), que nos impone filtros . Nos miramos a nosotros mismos desde ninguna parte. Nos vemos sumergidos en la «estructura de este dispositivo de saber-poder, de poder-saber, de saber ver y de poder-ver soberano» (Derrida, 2008, p. 333).
En la creación compulsiva de imágenes del yo nos auto-afirmamos como individuos-fetiche; reflexión, solidificación de lo «Mismo». Como apunta Haraway (1995) «la vista en esta fiesta tecnológica se ha convertido en una glotonería incontenible» (p. 325). Así, todo lo que estas imágenes nos muestran, y la manera como nos moldean, nos reducen a la representación, y la representación da cuenta de lo que existe en el mundo. Mientras que el movimiento del capitalismo es el de la autopsia, «el devenir qué del quien», el «devenir objeto de un ser vivo» (Derrida, 2008, p. 328), la transformación de todo lo vivo en mercancía, la imagen publicitaria es su anfiteatro y el escalpelo. Como escribe Haraway (1995) «como truco divino, este ojo viola al mundo para engendrar monstruos tecnológicos […] El ojo caníbal de los proyectos masculinistas extraterrestres para un segundo parto excrementicio» (p. 325). Queda ya solo una marioneta, resultado de la renuncia (el intento de su aniquilación) a la corporalidad.
La imagen publicitaria como promesa de un mundo por-venir
La imagen publicitaria se sostiene de las mismas estructuras que configuran la representación desde la expansión de la razón colonial. Su arquitectónica, que establece el umbral como mandato y como comienzo, es «la figura de una hegemonía forzada» (Derrida, 2008, p. 397). Como lo plantea Derrida:
No habría soberanía sin esa representación […] La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo. Lo que hace que –paradoja– al transmitirle al sujeto lector o espectador de la representación narrativa la ilusión de que él mismo mueve soberanamente los hilos de la historia o de la marioneta, la mistificación de la representación está constituida por este simulacro de un auténtico traspaso de soberanía (2008, p. 341).
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