Creadas desde ese ojo que mira sin ser visto , estas imágenes son el resultado de los mismos mecanismos bestiales de visualización colonialista, acaso la cúspide de su ipseidad. No obstante, en la época del llamado Antropoceno, (8) la de la cuarta era industrial y la sexta gran extinción, en pleno avance de la economía del conocimiento (la cual perpetúa patrones históricos de exclusión) ante la amenaza de la devastación del cambio climático, la publicidad también está cargada de promesas.
El capitalismo actual, al que Rosi Braidotti (2018) se refiere como capitalismo cognitivo, depende de las tecnologías avanzadas, la financiarización de la economía y el poder exorbitante de los medios y los sectores culturales, donde el trabajo es concebido de manera simultánea como algo sofisticado y no regulado y por lo tanto descaradamente explotador. Además, mientras que el capitalismo avanzado promueve la «proliferación cuantitativa de múltiples opciones de bienes para el consumo y activamente produce diferencias desterritorializadas en nombre de la mercantilización» (Braidotti, 2018, p. 11), la imagen publicitaria se aprovecha del sentimiento de inadecuación resultante para ofrecer alternativas.
De ese modo, la publicidad enfoca todos sus esfuerzos en la construcción de un futuro, concebido desde una noción de tiempo lineal y progresivo que no deja de ser moneda falsa. Su sentido radica precisamente en que no exista dicho progreso (al menos no uno que pueda librar al potencial consumidor de ese sentimiento que lo lleva a aspirar a un mejor futuro –representado por un labial, un auto o un viaje–, sin importar sus circunstancias reales). Ser consumidor implica la renuncia al devenir. Una vez convertido en consumidor, el sujeto permanece en un estado fijo (no necesita participar activamente o incluso moverse de su espacio íntimo) mientras las mercancías están en movimiento: son estas las que progresan . Nuevos modelos sustituyen anteriores, son abundantes y se reproducen y mejoran permanentemente; nos hacen volver por más, nos otorgan agencia (su ilusión) de acuerdo con sus reglas. Como lo plantea Massumi (citado por Baidotti, 2018), la rapidez con que los productos cambian acorta la carga virtual del presente, lo infectan con la temporalidad internamente contradictoria de los fetichismos de la mercancía. La imagen publicitaria ejecuta el mandato soberano, expuesto así por Derrida (1995, 2008), de darle o quitarle su tiempo al otro. Esta demanda atención permanente a la vez que siembra un sentimiento perenne de anhelo por el por-venir, concebido como hedonismo, uno que nunca llega.
El gozo (cínico e individualista) no es más que el consumo desenfrenado, nunca satisfecho; acumulación de objetos y experiencias que no son más que la satisfacción de un imaginario, que quedará registrada en las imágenes que integran la pantalla-vitrina de cada uno –su timeline –, el registro de vidas conquistadas desde la posesión, el lugar donde el ser es tener o, al menos, su apariencia, como «exceso o… una hubris del más, del más que» (Derrida, 2008, p. 330). El discurso publicitario es siempre una promesa y la promesa del progreso por-venir es la «bobada testaruda» (Derrida, 2008, p. 358) que establece la relación poder-saber-ver-deber . Así, toda posibilidad real de agencia queda, de entrada, prohibida –fuera de vista –. Como escribe Derrida, no nos queda más que «contentarnos con soñar con el paraíso y que, al mismo tiempo, la promesa o la memoria del paraíso serían a la vez la de la felicidad absoluta y la de una catástrofe sin retorno» (2008, p. 354). La publicidad construye y nos vende un simulacro de vida como paraíso.
La noción de progreso por-venir integra el sueño civilizatorio en todas sus formas y el valor más elevado es el ego individual. La publicidad nos promete a nosotros mismos, nuestra realización, la cúspide de la vida concebida como algo estable, fijo –tótem y monumento. Esa es su gran contradicción: la aporía de su mensaje. El selfie es hoy no solo la materialización de la economía del yo, el devenir-objeto, ya no solo como representación del otro ajeno sino como aspiración, la expropiación del otro y de lo otro en mí; su borradura aparentemente definitiva.
La representación como borradura
A lo largo de la historia, el encuentro entre culturas diversas da paso a la interpretación del otro desde un imaginario ajeno, en algunos casos considerado su opuesto, constituido no solo por una realidad distinta sino también por mitos y utopías. Ese encuentro y el movimiento sucesivo de interpretación implican la traducción –el truco– de las imágenes percibidas a las propias categorías, borra aspectos propios de esa otra particularidad y construye una mitologización. De ahí que «toda interpretación es una traducción» (Derrida, 2008, p. 390). Esto es algo que puede verse en las imágenes construidas por los cronistas y los artistas en la corte de Carlos V, quienes plasmando lo que no conocían construyeron un imaginario. Las imágenes de aquella época –a pesar de su realismo– no retratan la realidad sino la construyen; nos muestran al otro desde el imaginario del colonizador. Por consiguiente, ese proceso de hacer sentido consiste en la operación de absorberlos –devorarlos–.
La representación es el resultado de la traducción, «cuestión de traducción entre lenguajes» (Derrida, 2008, p. 390). Desde esta lógica, mientras más radicalmente distinto sea el otro, más intraducible o incomprensible y para la razón colonial la comprensión es la condición para la negociación . Cuando Fray Bernardino de Sahagún ([1582] 2006) elabora una lectura de las costumbres de la cultura mexica, reflejó más de sí mismo que de aquella cultura. Mira a las mujeres mexicas desde su ojo occidental cuando escribe: «¡Oh hija mía muy amada, mi palomita!, si vivieres sobre la tierra, mira que en ninguna manera te conozca más que un varón; y esto que ahora te quiero decir, guárdalo como mandamiento estrecho» (p. 336). La misma lógica rige su lectura de las costumbres mesoamericanas. La pretensión del «Uno» no tolera la pluralidad.
En la actualidad, como escribe Derrida, «simplemente se ha cambiado de soberano […] Se destruyen los muros pero no se deconstruye el modelo arquitectural que […] va a seguir sirviendo de modelo, e incluso de modelo internacional» (2008, p. 333). La homogeneización –resultado del movimiento devorador civilizatorio– a la que aspira la publicidad depende de la anulación de la multiplicidad y la diferencia, de la diferencia de los demás y la diferencia dentro de cada cual, parafraseando a Karen Barad (2012), de toda interpelación, sorpresa o descubrimiento de un otro que no sea el propio reflejo o la diferencia cuantitativa –mera variedad en la oferta–. El mercado de las diferencias es la única democracia que realmente conocemos. La anulación de posibilidades de producción de conocimiento fuera del marco del capital y su máquina representacional están vedadas desde la mera concepción del imaginario . El conocimiento solo es tal cosa si es un medio para el lucro. María Lugones (2007) señala que:
La transformación civilizadora justificaba la colonización de la memoria, y por ende de los sentidos de las personas de sí mismas, de la relación intersubjetiva, de su relación con el mundo espiritual, con la tierra, con el mismo tejido de su concepción de la realidad, de su identidad, y de la organización social, ecológica y cosmológica (p. 108).
El capitalismo se apropia de los saberes tanto como los crea, hace saber como quien sabe , en ello radica su ejercicio político. «El orden del saber nunca es ajeno al del poder , ni el del poder al del ver , al del querer y al del tener » (Derrida, 2008, p. 330). La publicidad encarna y transmite los saberes del capitalismo avanzado a la vez que moldea los de la sociedad. De manera consecuente, Derrida (2008) escribe:
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