En la época del covid-19, en pleno capitalismo avanzado, las imágenes se conciben como acontecimiento, ya no como registro de acontecimientos. Mientras muchos, los más afortunados, nos hemos quedado cada vez más fijos –confinados en nuestros hogares–, el mundo de las imágenes, en nuestras pantallas, se mantiene en movimiento. Cada imagen es una palabra en un enunciado que, como superestructura conceptual, conforma nuestra realidad. Las imágenes nos hablan. En ese sentido, el internet es un universo gobernado por el logocentrismo. Cuando accedemos a ellas al teclear las palabras, o hablándole al dispositivo, una gran voz omnisciente nos responde de manera individualizada –personalizada–. Disfrazado de libre albedrío, de voluntad, de deseo e identidad, el algoritmo no es más que una moneda falsa (Derrida, 1995) . (4) Como apunta Derrida (1986), «ese logocentrismo que es también un fonocentrismo: proximidad absoluta de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser, de la voz y de la idealidad del sentido» (p. 18).
Empero, ese mundo virtual construido por imágenes, entre las que prima la imagen publicitaria, no es solo logocéntrico sino también falocéntrico. Su movimiento es el de la virilidad caníbal. La manera en que se construye y opera la imagen publicitaria, como prótesis del capitalismo, es como la de la marioneta derridiana cuyo movimiento permanente es la performatividad de la aniquilación de la marioneta dentro de sí; la invención de un yo individual que ignora su automatismo y artificialidad por medio de la fabulación, es decir, una doble ficcionalidad. Para ese yo la identidad es una máscara; el individualismo falsea al sujeto al constituirlo –el individuo es siempre un sujeto artificial– a partir de un modelo único, el de la imagen concebida por la misión civilizatoria: la del hombre blanco, el «Humano» por excelencia. Una figura al centro del capitalismo avanzado que convierte todo lo que toca en información y donde la información es la principal fuente de capital. Utilizando las palabras de Derrida (2008), es «la doble erección del capital» (p. 241). La imagen construida por la publicidad –la de un yo como fetiche– constituye la realización del «devenir-cosa» como finalidad de la libertad soberana en el capitalismo (Derrida, 2008). La ilusión de serlo todo del capitalismo (como la razón colonial) y su discurso es una ficción aparentemente insostenible y aun así, poderosa. Se asume como bestialidad que devora todo a su paso; anula la diferencia (la alteridad y su traza), su borradura (su pretensión) es su condición de posibilidad. Como lo plantea Mulvey (1976), el falocentrismo depende de la imagen de la mujer castrada para ordenar el mundo y darle significado. Es su ausencia específica, como la de la alteridad en general, la que produce el falo como presencia simbólica. Derrida (2008) agrega, no obstante, que:
Las huellas (se) borran, al igual que todo, pero pertenece a la estructura de la huella que no esté en poder de nadie borrarla ni sobre todo «juzgar» acerca de su borradura, menos todavía acerca de un poder constitutivo garantizado de borrar, performativamente, aquello que se borra. La distinción puede parecer sutil y frágil, pero esta fragilidad afecta a todas las oposiciones sólidas que estamos rastreando y despistando, comenzando por la de lo simbólico y lo imaginario en la que se apoya, finalmente, toda esta reinstitución antropocéntrica de la superioridad del orden humano sobre el orden animal, de la ley sobre el ser vivo, etc., allí donde esta forma sutil de falogocentrismo parece dar testimonio a su manera del pánico (p. 164).
Esa huella –el trazo de una ausencia originaria– puede ser una posibilidad para la apertura a la diferencia, un primer movimiento para comenzar a desligarnos de la visión dominante normativa del yo, reforzada por la imagen publicitaria y el discurso hegemónico que difunde. Asimismo, para encaminar una revolución poética de la imagen y la deconstrucción de su arquitectónica falogocéntrica.
Un ojo que mira sin ser visto
La construcción de una imagen, incluso mental, parte de una visión previa del mundo. La percepción consiste en integrar los estímulos visuales a ideas y experiencias previas para hacer sentido de ellos, de modo que pueda generarse una respuesta (todo saber se construye sobre un pre-saber, en términos cognitivos). La percepción visual da paso al procesamiento de las imágenes en el cerebro, lo que sucede a partir no solo de las funciones neuronales sino también de las experiencias singulares, influidas a su vez por un imaginario dominante; mnemónica despótica. Esto podría explicar a grandes rasgos las razones por las que la imposición del imaginario occidental-patriarcal-colonial fue dando paso, a su vez, a la construcción de una serie de valores estéticos particulares. El ojo occidental –blanco, masculino y racional – central a los procesos de colonización establece el punto desde el cual debe verse el mundo y con ello la noción misma de la representación como la capacidad de capturar algo tal cual es como estable o fijo, en su naturaleza, como se la mira. Se traza un umbral imaginario, la distinción entre una luz que ilumina la realidad y una sombra –cual caverna– bajo la cual queda todo aquello que no forma parte de esta. Ese lugar para la visualización se constituye como un punto fijo –el punto de fuga humanista como punto único de referencia. Como las líneas perspectivísticas, esa posición permite solo una percepción lineal y una representación lógica , calculada, de lo que se ve mientras que lo que no entra en ese cálculo sencillamente no puede verse y por ende no existe. La idealización del colonizador en la representación narrativa y pictográfica del mundo juega un papel central en la construcción del paradigma colonial –la justificación de su causa– una representación cristalizada con el paso de los siglos a fuerza de repetición que hoy sigue presente en el imaginario del capitalismo avanzado.
A inicios del siglo XIX, mientras que Latinoamérica atraviesa una etapa convulsa que lleva a sus guerras de independencia, Alexander von Humboldt desarrolla una obra amplia en la que describe sus exploraciones y observaciones del exotismo natural de sus territorios, convirtiéndose en el interlocutor más influyente del proceso de redefinición de la imagen de dicho contexto, celebrado tanto por Darwin como por Bolívar, quien declara que Humboldt es «un gran hombre que con sus ojos sacó a América de su ignorancia y con su pluma la representó tan hermosa como su naturaleza» (Pratt, 2003, p. 112). Esta percepción se suma a la imagen construida del continente, homogénea y desde la lógica de visualización occidental. Con la invención de la cámara fotográfica, el imaginario imperialista se populariza. La fotografía se convierte en una actividad emocionante para aquellos en el centro, cuyo propósito es el de la captura de imágenes que evidencien «el peso del hombre blanco». (5) Desde la mirada de la cultura imperialista, la fotografía posibilita la construcción de un mundo exótico, atractivo para el estudio y el turismo, una nueva curiosidad ; la solidificación de la identidad europea. «¡La curiosidad se ha convertido en una pasión fatal, irresistible!», anota Baudelaire (1995). Como lo menciona Derrida (2008), existe una relación inesquivable entre la curiosidad y la autopsia, «el subjetil de un cadáver en algún teatro anfiteatral […] una tribuna en la que se expone, se diseca y se analiza la carne de un ser vivo que ya no es tal ser vivo» (p. 328) y, Susan Sontag (2003) agrega: «desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte» (p. 32). Así, la captura fotográfica entra en juego en el movimiento del «devenir-objeto de un ser vivo» (Derrida, 2008, p. 328).
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