Gabriel Salazar Vergara - Historia del trabajo y la lucha político-sindical en chile

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Historia del trabajo y la lucha político-sindical en chile: краткое содержание, описание и аннотация

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Surge la iniciativa de escribir una sintética historia del trabajo y la lucha sindical en Chile, para despertar ese interés y la sociabilización de ese conocimiento, en un estilo breve, sencillo y lúdicamente ilustrado.

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No necesitaban, pues, las relaciones funcionales de la ‘organización’: su igualdad intrínseca les proporcionaba una forma asociativa ‘superior’: la hermandad del ‘pueblo’ consigo mismo, la autonomía de acción que brota de la marginalidad extrema. Y también la temprana conciencia de soberanía popular que subyacía bajo todo eso.

7. Las «colleras»

En su larga historia presindical y prepartidaria, los mestizos desplegaron formas asociativas articuladas bajo el sentimiento de hermandad, propio y casi exclusivo del «bajo pueblo» (no debe confundirse con «hermandad de clase», porque ésta presupone vivir y trabajar integrado en una «sociedad estructurada en clases»).

Los hombres –que vagaban por cerros, valles y pasos cordilleranos– descubrieron que «andar la tierra» en solitario daba entereza, resistencia y poder sobre la naturaleza (era el caso del temible «lacho guapetón»), pero para robar y lucrar con lo robado, lo mismo que para defenderse de las patrullas enviadas para apresarlos, era mejor vagar «de a dos». Y montados sobre sendos caballos, ideal… La compañía de ‘otro’ duplicaba el poder de pillaje, de autoprotección, el calor nocturno al dormir juntos a la intemperie («encamarse», de donde deriva «camarada») y la posibilidad de planificar mejor los «golpes de suerte».

Para el mestizo –comúnmente «huacho»– el camarada era el «hermanito» que no se tuvo, o el padre que jamás se vio. De ahí la tendencia instintiva a deambular «acollerados» (en parejas). La hermandad –o «camaradería masculina»– fue, para ellos, una condición de supervivencia en un país excesivamente largo y ajeno.

Tal hermandad reemplazó a la familia que no existió o que se perdió. Para la pareja «acollerada» significaba, por ejemplo, dormir juntos al borde del desfiladero, en la huella del arriero, en el bosque andino, en descampado. O despresar juntos el vacuno que robaban o comían. O asaltar la hacienda de un «borrego gordo». O robar en los trapiches mineros («cangalla»). O emborracharse en la cantina de la placilla o la chingana del suburbio. O trabajar en sociedad el yacimiento minero que descubrían. O el taller artesanal en la ciudad. Y si eran arrastrados a la guerra, podían atacar ‘de a dos’ o protegerse el uno al otro. Y si uno de ellos era encarcelado y torturado, jamás el apresado soltaría el nombre de su «collera» libre. En los pueblos, la collera era temible en las riñas de cantina, no sólo porque manejaban con maestría el cuchillo de matanza ganadera o el corvo minero, sino también porque el que peleaba tenía siempre a su espalda la collera protectora.

Pero la hermandad del roto, temible en descampado y en suburbio, y en el robo y en la guerra, perdía prestancia en el poblado, particularmente en presencia de la mujer, a quien no sabía ni pudo tratar nunca con ‘urbanidad’. En la zona minera, donde no había «amancebamientos» ni «familias» mestizas, sólo existían mujeres en la pulpería de la «placilla» (por lo común, argentinas inmigradas de la otra banda). Las que, en realidad, eran prostitutas conchabadas por el pulpero. Los mineros, que trabajaban en soledad durante meses en los cerros, al bajar a la placilla a recibir el pago por sus «pastas», lo gastaban en la pulpería, donde se emborrachaban y enamoraban de alguna de las «sirvientes». Al volver a los cerros, aumentaba su enamoramiento. Pero al volver de nuevo a la placilla, descubrían que ellas eran… «infieles». Frustrados, se enardecían y agredían a la mujer. A menudo, marcándola con su corvo. Estallaban grandes riñas. El pulpero llamaba a la patrulla militar del poblado… El machismo minero fue, sin duda, el más primitivo de todos… Vicuña Mackenna –que conoció esa ‘sociedad’– escribió que la poesía minera era «poesía macha»: maldecía a la mujeres y cantaba, con amargura, su soledad. La hermandad masculina fue la punta de lanza en la conquista minera del norte. Muchos pueblos del desierto, por eso, fueron, durante largo tiempo, pueblos de «hombres solos» (Benjamín Subercaseaux).

Esa hermandad, en zonas rurales , fue menos protagónica, pues en los valles existían «familias» campesinas… Allí, día tras día, el hombre trabajaba (de sol a sol) en potreros, cerros, acequias, arreando animales... De ahí su lenguaje tosco, sus modales bruscos, secos, autoritarios. Sus mujeres , en cambio, desde el rancho, realizando múltiples labores, socializaban con la familia, los patrones, los clérigos, los comerciantes, los diezmeros, los jueces, los transeúntes… Si él se ‘trancó’ en su parquedad huraña, ella sacó, frente a todos, la voz de él, de la familia, de los pobres… Su liderazgo social fue permanente.

La Patria, desde lo alto y para sí misma , glorificó ‘sus’ triunfos militares y ‘sus’ exportaciones de trigo, cobre, plata, salitre, ignorando y aun repeliendo el esfuerzo anónimo de la hermandad mestiza… que había logrado todo eso…

8 Las montoneras 18181832 Después de Maipú 1818 el resto del ejército - фото 10

8. Las montoneras (1818-1832)

Después de Maipú (1818), el resto del ejército español se dispersó al sur del río Maule, donde vivían numerosos hacendados de origen peninsular, partidarios del Rey. Ellos dieron decidido apoyo al contingente realista en retirada (en Santiago, la aristocracia castellano-vasca había optado por la neutralidad, para salvar su fortuna), lo que originó una guerra de guerrillas que se prolongó hasta 1832.

Los hacendados realistas convirtieron a sus inquilinos y peones en milicias a caballo, las que lanzaron luego contra el ejército patriota de La Frontera. Los jefes realistas (Zapata, Benavides, Pico y Bocardo, entre otros) consiguieron el apoyo de caciques «abajinos» (Mariloan, sobre todo). El bando patriota (dirigido por los generales Freire, Rivera y Prieto, y los coroneles Viel, Beauchef, O’Carrol y Alcázar) logró, a su vez, el apoyo de los caciques Venancio y Colipí. Por su parte, las pobladas mestizas arranchadas en la precordillera de Chillán (comandadas por los hermanos Pincheira) se sumaron a la guerrilla, movidos, sobre todo, por el robo y el saqueo.

Debe tenerse presente que ni el Virreinato del Perú apoyó a los guerrilleros realistas, ni la dictadura de O’Higgins a los guerrilleros patriotas –ambos gobiernos estaban en guerra entre sí, pero en territorio peruano–, de modo que ningún bando guerrillero pudo organizar un ejército formal, capaz de poner fin al conflicto. Por tanto, la guerra se prolongó, sin vencedores ni vencidos, desde 1818 hasta 1826 (derrota definitiva del bando realista), y luego hasta 1832 (derrota definitiva del bando mestizo de los Pincheira). La guerra produjo devastación de cosechas, matanzas de ganado, saqueos pueblo a pueblo, destrucción de ciudades y una dramática disminución de la población. El encarnizamiento no tuvo límites: asesinato sistemático de prisioneros (no se les podía alimentar) y rapto o matanza de mujeres y niños. La hambruna, que también diezmó a la población, arrasó de cordillera a mar. El historiador Vicuña Mackenna la denominó: «la guerra a muerte».

Los centenares de combates se lucharon entre escuadrones montoneras de 200 - фото 11

Los centenares de combates se lucharon entre escuadrones («montoneras») de 200 a 500 jinetes (a veces, uno o dos millares de combatientes por bando), formados, en su mayoría, por mestizos e indígenas, comandados por criollos y españoles. No fue la identidad «ideológica» (patriotas versus realistas) la que primó en la mente de los combatientes, sino la «hermandad de pueblo» (y dentro de ésta, la «hermandad masculina») por la supervivencia. Considérese, además, que era una guerra de todos contra todos (un alto porcentaje de combatientes se pasó de un bando a otro). El frenesí de la guerra era factor de la guerra misma.

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