A pesar de las variadas estratagemas ideadas por la dictadura cívico-militar para controlar el campo visual y para controlar la profundidad de campo, muy temprano comenzaron a emerger diferentes prácticas fotográficas de resistencia en el espacio público. Estas prácticas fueron debilitando y trastornando la restringida profundidad de campo militar. Hablo de prácticas fotográficas y no de fotografías porque en este libro considero tanto imágenes que actuaron como evidencia, denuncia o testimonio visual en coyunturas críticas, como diferentes objetos, iniciativas y procesos derivados de la fotografía ideados con propósitos similares –denunciar, protestar, resistir y desafiar el régimen dictatorial–. Muchas de estas prácticas fotográficas no tienen autor o autora. Algunas fueron ideadas por grupos de personas, colectivos, organizaciones o medios de prensa independientes, otras emergieron de manera espontánea; algunas surgieron de colaboraciones creativas, otras de actos solidarios o de acompañamiento. La mayoría de estas prácticas, incluso aquellas que recurren al juego o al humor, se caracterizan por su economía visual (parecen simples o evidentes). Algunas parecen de hecho tan simples que no han llamado, hasta ahora, la atención de la crítica fotográfica. Más allá de sus diferencias o de sus matices, todas ellas revelan la importancia de la fotografía en tanto práctica democrática y civil –y evoco aquí la formulación de Ariella Azoulay–5. Porque la insubordinación de la fotografía no se redujo a la creatividad de un grupo selecto de editores, fotógrafos o artistas; por el contrario, fue un fenómeno plural y colectivo que se materializó en distintos ámbitos del espacio público. En este sentido, el argumento central de La insubordinación de la fotografía es simple: durante la dictadura cívico-militar emergieron una serie de prácticas fotográficas que fortalecieron y amplificaron el espacio público de la protesta. Estas prácticas fotográficas documentales, producto de la imaginación civil de las y los usuarios de la fotografía, no solo posibilitaron otras formas de protestar en el espacio público, sino que también fueron consolidando y expandiendo el campo fotográfico.
La profundidad de campo militar
La Junta Militar y los medios de prensa adeptos al régimen (encabezados por El Mercurio, parte del conglomerado mediático del magnate Agustín Edwards) intentaron moldear y controlar la profundidad de campo a través de una producción cuantiosa e incesante de imágenes documentales6. Algunos eventos eran exhibidos en primera plana para aterrorizar e intimidar; otros eran diseminados poco a poco en intricadas narrativas que iban proveyendo detalles y abundantes pormenores. Pero esta compleja campaña mediática no era nueva; por el contrario, no era sino la continuación de una guerra ideológica financiada en gran medida por el gobierno de Estados Unidos y que había empezado a comienzos de los años sesenta, en plena guerra fría. Ya que la eventual victoria del candidato socialista Salvador Allende podía poner en riesgo la hegemonía hemisférica de Estados Unidos en América Latina, hegemonía ya desestabilizada por la Revolución cubana, el presidente John F. Kennedy (actuando por medio de la CIA) decidió financiar una agresiva campaña de propaganda para asegurar la victoria de Eduardo Frei Montalva, el candidato democratacristiano, en las elecciones de 1964. Es así como a partir de 1962, los medios de prensa que representaban los intereses de la elite terrateniente comenzaron a diseminar propaganda anti-marxista y noticias falsas. Los documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos desde el año 2000 revelan que la colaboración con los medios de prensa de las elites chilenas continuó durante el mandato de Frei Montalva, se intensificó durante las elecciones presidenciales de 1970 (las que Allende ganó a pesar de la intervención) y alcanzó niveles extremos durante los años de la Unidad Popular7.
Si bien la guerra ideológica no mermó después del golpe cívico-militar, las condiciones en las que esta guerra se siguió desarrollando sí cambiaron: a partir del 11 de septiembre de 1973, toda forma de expresión de oposición a la Junta Militar quedó estrictamente prohibida. El primer comunicado de la junta ordenaba a «la prensa, radiodifusoras y canales de televisión adictos a la Unidad Popular» a «suspender sus actividades informativas» de inmediato; de no hacerlo, recibirían «castigo aéreo y terrestre»8. Desde entonces, cualquier intento por reportar lo que estaba sucediendo pasó a ser considerado una forma de oposición, una amenaza a la seguridad nacional del país, un acto que iba en contra de los esfuerzos de «reconstrucción». La Junta Militar y los medios oficialistas ganaron así control absoluto de la profundidad de campo. Este control comenzó con la diseminación mediática del bombardeo de La Moneda9. Algunas imágenes del centro de Santiago y de La Moneda rodeada por tanques militares, obtenidas en la calle por camarógrafos que tuvieron que abandonar el lugar momentos más tarde, fueron diseminadas por Televisión Nacional el mismo 11 de septiembre. Dos días más tarde, la foto reproducida en la portada del diario La Tercera (junto a El Mercurio, los únicos dos diarios que fueron autorizados a circular el 13 de septiembre), mostraba La Moneda en llamas detrás de un gran título que anunciaba, triunfante: «Gigantesca Operación. “Limpieza” de Extremistas: Junta Militar Tomó el Control». Un pie de foto bastante explícito, reproducido sobre la misma imagen, le explicaba al público lector: «Así cayó La Moneda». Para evitar cualquier tipo de dudas, la indicación venía acompañada de una innecesaria flecha que apuntaba hacia La Moneda, borrosa en el fondo del encuadre por causa del humo y de las llamas que la consumían.
En las páginas interiores de la misma edición aparecen reproducidas numerosas fotos: en algunas se ven tanques y soldados posicionados, apuntando sus armas; otras enfocan a personas corriendo o caminando en fila con las manos en alto. El que algunas de estas fotos presentaran algún tipo de desenfoque no hacía más que aumentar la certeza de que habían sido tomadas en medio de la contingencia, en las horas y los minutos previos al bombardeo (ver figura 0.2). Los titulares publicados junto a estas urgentes y desenfocadas fotos no ofrecían mayor explicación sobre los sucesos representados en ellas: «La junta amenazó con matar a todos los extremistas que opongan resistencia», «Cuentas de banco congeladas», y el más sorprendente (e infame) de todos: «La situación a lo largo del país es normal».
Figura 0.2. Páginas interiores de La Tercera de la edición del 13 de septiembre de 1973.
La edición reprodujo grandes fotos que registraban la presencia y la represión militar durante el día del golpe. Archivo personal de Elías Adasme.
Los medios adeptos a la junta muy pronto le dieron al golpe un contexto y una narrativa, o para ponerlo en los términos de este libro, muy pronto ajustaron la profundidad de campo de esas borrosas imágenes diseminadas en los primeros días. Según los reportajes que proliferaron en las semanas siguientes, el golpe del 11 había sido en respuesta a un supuesto «autogolpe» planeado por Salvador Allende para establecer «una dictadura del proletariado»10. De acuerdo a los diarios El Mercurio y Las Últimas Noticias (ambos propiedad de Edwards), este plan, supuestamente ideado y financiado con la ayuda de Cuba y de la Unión Soviética, tenía como objetivo la «aniquilación física» de líderes militares y de oponentes a Allende, incluidos periodistas y profesionales. Estos diarios aseguraban que el gobierno de la Unidad Popular contaba con «miles» de armas para llevar a cabo el ataque y con el apoyo de «miles» de guerrilleros cubanos, quienes habían prometido ayudar a los defensores de la Unidad Popular en la ejecución de dicho plan. Los diarios sugerían que de no haber sido por la intervención precisa y providencial de las Fuerzas Armadas el 11 de septiembre, este «autogolpe» habría ocurrido el 17 de septiembre de 1973. Era solo gracias al patriotismo y al sacrificio de la Junta Militar que el país era por fin librado del «yugo marxista», de sus enemigos internos y externos. Esta historia paranoica (y bastante conocida) se basaba en un documento titulado «Plan Z», el cual había sido encontrado (supuestamente) dentro de una caja fuerte en las oficinas del ministro del Interior después del bombardeo a La Moneda11. Los contenidos de este misterioso documento fueron diseminados en varios medios de prensa oficialistas. El «Plan Z» también fue reproducido por completo al final del Libro Blanco del cambio de Gobierno en Chile, en un apéndice titulado (cómo no) «Documentos secretos».
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