Lenin Guardia Basso - Mi verdad

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El exanalista de inteligencia Lenin Guardia Basso presenta su verdad sobre los acontecimientos políticos en los que se vio involucrado y que cambiarían radicalmente su vida. El caso Consumo de drogas en el Parlamento, el asesinato del senador de la UDI Jaime Guzmán, el secuestro del empresario Cristián Edwards y, finalmente, la famosa carta-bomba a la Embajada de EE. UU. en Santiago son relatados con intensidad y precisión por un protagonista y testigo de la historia contemporánea de nuestro país.
En septiembre de 2002, Guardia fue sentenciado a 10 años y 300 días de presidio por efecto de una maniobra oscura y cruel ejercida por la institucionalidad política, la misma que él ayudó a fortalecer desde su regreso del exilio y luego del restablecimiento de la democracia. A través de una narración apasionante y sin tapujos, el autor describe, paso a paso, el proceso arbitrario y absurdo por el que fue condenado y su dramática estadía en cuatro penales. Sorprenden algunos pasajes en donde le toca convivir en prisión con destacados personajes del acontecer nacional, entre ellos, algunos agentes de la dictadura implicados en el caso Degollados.
El presente libro es un testimonio imprescindible que sale a la luz justo en el momento en que su autor pide una revisión de su condena en Chile y se prepara para llevar su caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En oposición a un indebido proceso, Lenin Guardia se prepara para demostrar que es inocente de los cargos que se le imputaron.

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En concreto, el actual senador fue simplemente utilizado para hacer el trabajo sucio, una pieza necesaria para pasar a la segunda etapa: las medidas disciplinarias que se tomarían en mi contra dentro del PS. Quiero dejar muy en claro que yo nunca escuché el nombre de Andrés Allamand relacionado con el lamentable tema de drogas en el parlamento, salvo la mención que hiciera Ricardo Núñez aquella inolvidable noche.

Producto de toda esta situación, fui citado a declarar ante el ministro de la Corte de Apelaciones Rafael Huerta, al cual le manifesté que yo no tenía nombres de parlamentarios que consumieran drogas. Fue una declaración bastante breve. Al salir de este trámite, llamé a Ricardo Núñez para contarle lo que le había dicho al ministro y recibí al otro lado del teléfono un escueto “gracias” y un casi imperceptible alivio.

A los pocos días se me informa que la Dirección del Partido Socialista, presidida por Camilo Escalona, decidió pasar mi caso al Tribunal Supremo, cosa que tenía muy claro iba a ocurrir. Hablé con mi amigo Hernán Vodanovic y él asumió mi defensa.

Hernán, figura histórica del socialismo durante la dictadura, por el que siento un gran aprecio, me daba toda la confianza para cumplir ese cometido, pues si existe alguien calmado en este mundo es él, pero que no se deja avasallar por nada ni por nadie y sobre todo, es un hombre honrado, solidario y ecuánime.

Como se hizo de conocimiento público mi participación en los casos del asesinato de Jaime Guzmán y del secuestro de Cristián Edwards, el Ministerio del Interior ordenó que Investigaciones se encargara de mi seguridad personal, por lo que destinó un servicio de escoltas las veinticuatro horas del día, asunto que duró un par de años. A cargo de mi seguridad quedó la Brigada de Investigaciones Policiales Especiales (Bipe), una unidad creada por su director, Nelson Mery. Dicho sea de paso, a esta unidad se le entregaba toda la información que nosotros reuníamos para la subsecretaría del Interior, y en algunas oportunidades intercambiaba información con ellos, la que trabajaron de forma muy competente, por lo que consiguieron buenos resultados en la lucha contra la delincuencia en todas su formas y en sectores en los que no era fácil penetrar a las policías.

Así fue que, acompañado por dos escoltas, además de Hernán y de mi hermano Alexis, partimos a la sede del PS en calle Concha y Toro. Nos asombró encontrarnos con unas cincuenta personas lanzando una lluvia de insultos y monedas y que luego intentaron golpearme, aunque sin resultados, pues los escoltas eran corpulentos y eficientes. En medio de este caos y tratando de sobrevivir a la “valentía socialista”, entramos por una pequeña puerta que nos condujo, tras unos breves peldaños, a una sala en una especie de subterráneo donde me esperaba el Tribunal Supremo. Este organismo estaba compuesto por notables abogados, lo que me causó un cierto optimismo.

Me leyeron los cargos y, evidentemente, el más complejo fue que se consideraba impropio que un militante socialista hubiese mantenido relaciones con los militares durante la dictadura. Por cierto, también me pidieron que explicara la famosa cena.

Afuera seguía gritando la jauría y haciendo presión sobre la puerta con la intención de entrar, de hecho, varios miembros del tribunal hicieron presente que así era imposible continuar y que no existían las condiciones mínimas para mi seguridad, pero finalmente se siguió adelante.

Expliqué con bastante claridad y precisión que, efectivamente, por intermedio de mi padrino, el teniente general Herman Brady, yo había conocido a muchos generales, entre ellos a Humberto Gordon cuando este era director de la CNI. Nuestra amistad con Gordon no tenía nada de clandestino ni oculto, pues nos encontrábamos en Viña del Mar y en ocasiones íbamos a comer a un restorán, otras veces al casino o nos sentábamos a comer helados en la avenida Perú. Desde luego que en Santiago nuestros encuentros también eran en lugares públicos. Que gracias a esta amistad pude ayudar a muchas personas, por ejemplo, que saqué del país a un compañero del MIR que era buscado en todo Chile. Llamé al general Gordon y le pregunté si tenía personal en el aeropuerto pues iba a dejar a un amigo que viajaba. La respuesta tenía que ser inequívoca y él me contestó que sí, que llamaría por teléfono para que lo atendieran. Así fue que el hombre de la CNI en el aeropuerto, cumpliendo las órdenes de su director, hizo el trámite de policía internacional en dos segundos y, afortunadamente, sin mirar con detenimiento un documento de identificación muy mal confeccionado, este compañero salió del país sin problema alguno. Tal favor me lo había pedido mi gran amigo el periodista José Carrasco Tapia, y por él supe que había llegado a destino y me mandaba las gracias.

Pepe Carrasco sabía con detalles de mi amistad con Gordon, pues forjamos una amistad desde los años sesenta. No tengo duda de que si él no hubiese sido asesinado la noche del atentado a Pinochet, habría ido a dar su testimonio al Tribunal Supremo; esto, si es que se lo hubiesen permitido: ¡la maquinaria estalinista no forma parte de la familia de Bambi!

También le señalé al Tribunal que el compañero Álvaro Briones –quien había sido subsecretario de Economía, embajador en Italia y luego en España, y el principal artífice de la reunión en El Escorial a la que asistieron el general Juan Emilio Cheyre, junto con otros militares, y Ricardo Lagos, acompañado de importantes dirigentes socialistas– había almorzado con el general Gordon en el edificio Diego Portales cuando este era miembro de la Junta de Gobierno. Por último, mencioné una comida en mi casa junto con Ricardo Núñez y el general Víctor Lizárraga, jefe del Comité Político del general Pinochet. Esto lo dije porque me resultaba difícil entender dónde estaba “mi pecado original”, pues yo sabía que otros dirigentes de la época o de la ex Concertación también conversaban con los militares, y si bien es cierto que Lizárraga era un general del Ejército, era un hombre esencialmente político con el cual se podía dialogar. De hecho, existieron varios encuentros más en mi casa entre políticos y militares, y en todos estos encuentros se acercaron puntos de encuentros en beneficio de la transición, la democracia y el país. ¡¡No todos los militares violaron los derechos humanos, como no todos los aviadores son pilotos de guerra ni todos los marinos son submarinistas!!

A esa altura de mi alegato, tenía la impresión de que en el Tribunal lo único que querían es que no siguiera hablando y se miraban unos con otros con bastante perplejidad, y cuando narré las opiniones vertidas por el senador Núñez respecto al asesinato del canciller Orlando Letelier, ya nadie quería seguir ahí un minuto más.

Me opuse a explicar en qué consistía la red de informantes y menos a dar las identidades de estos, solo hablé de los logros obtenidos. Lo que yo realizaba como trabajo para la Subsecretaría del Interior no tenía nada que ver con el PS; yo no había sido puesto ahí por el partido, era un compromiso estrictamente personal. En otra parte de mi intervención, me referí a los casos de Jaime Guzmán y Cristián Edwards, pero no noté un mayor interés del auditorio.

Yo miraba de reojo la chapa de la puerta porque crujía y me preguntaba qué pasaría si no resistiera más. Al parecer no fui el único que lo pensó, pues alguien propuso suspender la audiencia y continuar otro día. Todos estuvieron de acuerdo y recuerdo muy bien que la abogada Pamela Pereira me aconsejó salir por los techos de la sede del PS. Nunca entendí si me quiso ayudar o simplemente dejarme como un cobarde miserable “que se arrancaba por los techos”. Habría sido el festín de la prensa y de tanta miseria humana que estaba ahí presente. Le contesté que por ningún motivo lo haría, agregando que yo había entrado por esa puerta y que por ahí saldría. Los miembros del tribunal decidieron salir conmigo y cuando se abrió la puerta, se nos vino encima una turba que parecían más saqueadores de tiendas que socialistas, eran lumpen y no trabajadores.

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