Karl Marx, aunque tuvo la reticencia de hablar del futuro, formuló una doctrina y propuesta políticas que se inscribe dentro de la literatura profética. Su libro El capital tuvo un enorme éxito, así como su programa de acción revolucionaria, basado en la historia de la lucha de clases. Marx “nos presenta una grandiosa visión de la máquina histórica avanzando inexorablemente hacia la revolución proletaria y el comunismo”. Marx puso en pie un sistema utópico que se concretó en un movimiento revolucionario que cautivó a muchos pueblos. Al instalarse la URSS, que sustituyó a la vieja Rusia zarista, el saldo histórico fue más de cien millones de muertes por la represión, la guerra y el hambre.
Pero llegó la ciencia ficción, que es como una contrautopía. El viejo paraíso se transforma en infierno. Un ingeniero ruso nos inicia en este género literario que prefigura el futuro. Se trata de Yevgueni Zamiatin (1884-1937), quien escribe en Petrogrado (San Petersburgo) la novela Nosotros (1920).
En ella cuenta su experiencia bolchevique, pero su testimonio se aplica a todo el mundo. Nos transporta a un futuro cuya idea matriz será –como dice George Minois– la alianza entre el poder político y la ciencia. Nos adelanta una sociedad mundial en la cual un pequeño grupo dispondrá de un poder absoluto sobre una masa de gente sometida y deshumanizada en la que toda individualidad desaparecerá.
La novela de Zamiatin no resuelve la cuestión de la felicidad en la sociedad del futuro, sino que su pensamiento promueve la libertad y la conciencia personal. No habrá egoísmo ni altruismo, bien ni mal, porque se suprimirá todo sentimiento, de modo que los seres humanos serán máquinas. A la cabeza de quien ganará las elecciones con la totalidad de los votos habrá un gran benefactor que ejercerá las funciones de un Estado mundial.
Con esta monstruosa visión de un Estado mundial totalitario, donde se suprime la libertad, se abría el telón a las nuevas utopías del futuro.(45)
Aldous Huxley, Ray Bradbury y George Orwell fueron otros autores que imaginaron ese mundo futuro. Huxley, en su obra Un mundo feliz (1932), sitúa el comienzo de su historia en 1908, el día que salió de fábrica el primer Ford T. En esta novela el ser humano logra su felicidad viviendo en una sociedad que implanta la dictadura absoluta, que suprime la libertad y la conciencia. Los humanos se crean por fecundación artificial y están programados para organizarse y vivir felices agrupados en cinco clases: Alpha y Beta (superiores), Gama, Delta y Épsilon (inferiores). No existen ni las enfermedades ni las guerras; no hay obstáculos entre el deseo y la realización del placer, no hay Dios; la juventud es permanente y la felicidad obligatoria.
Huxley comparaba ese mundo artificialmente feliz con el caos y la desorganización que caracterizaron a la época en que vivió.(46)
Siguiendo esa misma fantasía de futuro, George Orwell publicó en 1949 la novela 1984 . Allí se describe un mundo de poder autoritario, donde los individuos no buscan la felicidad sino la sumisión al Big Brother . Se trata de crear un mundo distinto al de los estúpidos modelos reformistas de las viejas civilizaciones que buscaban la justicia. Orwell propone un mundo de ocio, donde reina el miedo y la ira. No habrá lazos de amor entre los hombres y las mujeres y, por supuesto, se habrá suprimido el orgasmo. No habrá arte ni ciencia, ni distinción que separe lo feo de lo lindo. El mundo al revés, donde “la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia la fuerza”. Todo está bajo el control del Big Brother y del Ministerio de la Verdad, que tendrá también por misión destruir todo rastro escrito del pasado que esté en desacuerdo con la política del Partido.(47)
Para el mundo que visualiza Orwell, el futuro no existe y no hay imprevistos, todo estará dominado por un orden perfecto. Los que se rebelen serán exterminados.
Desde la segunda mitad del siglo xix se había vuelto a hablar de razas superiores, como lo intentó demostrar Arthur Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas . Empieza una visión que amenaza con oscurecer las perspectivas del futuro. Baudelaire exclama en un poema que “el mundo se terminará”: “Oh, burgueses, solo las vísceras quedarán de tus entrañas”.(48)
En esa época se comenzó a hablar de la decadencia de las naciones latinas, como lo afirma Gustave Le Bon, uno de los creadores del positivismo. Surgían amenazas de todos lados, crisis económicas, tensiones militares, disminución de la natalidad. Se presentaba con crudeza el conflicto anunciado por algunos socialistas entre la “burguesía” y el “proletariado”. El profetismo se repetía; en la segunda mitad del siglo XX los que anunciaron el futuro se llenaban de sentimientos negativos.
Comenzaron a cumplirse muchas de esas predicciones aciagas. En la hecatombe de la Primera Guerra Mundial murieron diez millones de combatientes y solo en la batalla de Verdún se utilizaron diez millones de granadas, en 2,4 kilómetros cuadrados. Una efervescencia militarista invadió a la civilización europea. Gabriele d’Annunzio abogaba por la imperiosa necesidad de la guerra como antídoto contra la decadencia: “No queremos ser un museo, ni transformarnos en un hospedaje pintado de celeste para las lunas de miel…”.
Mientras Europa se convertía en un polvorín, Romain Rolland afirmaba que esa guerra “era la más espantosa derrota de la razón”, en tanto Paul Valéry, decepcionado, comprobaba que “una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”.(49)
Una de las más potentes premoniciones del futuro del siglo XX la hizo Oswald Spengler (1880-1936), en su libro La decadencia de Occident e. Aplicando la ley biológica, afirma que “las civilizaciones son mortales”. A este autor casi olvidado Thomas Mann lo calificó de “derrotista de la humanidad”.
Spengler era un gran pesimista que no creía en ideales ni en la justicia, solo reconocía los hechos. Dice que abandona “el entusiasta optimismo con el que el siglo XVIII creía poder remediar la insignificancia de hechos por la aplicación de conceptos”. Su lección fue brutal: “Basta de engaños, de sueños”.(50)
Después de la carnicería de la Segunda Guerra Mundial, los horrores de la represión de Stalin, el Holocausto del pueblo judío y las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, la alegría de la vida en la Tierra quedó tan exhausta que resultaba absurdo aventurar nuevas profecías del futuro. La utopía nacida con el alegato del hombre nuevo que planteó Tomás Moro en su descripción de América parecía un género destinado al desuso. Era como el fin de un sueño de esperanzas, síntoma de un malestar de la civilización.
Hay quienes han afirmado el carácter predictivo de la ciencia ficción, en la medida en que los hechos son verosímiles, y en algunos casos los escenarios se han materializado en los hechos reales.
Se han evocado también los excesos del maquinismo que se deshumaniza, los robots que masacran seres humanos. En la película de Stanley Kubrick, 2001: Odisea del espacio (1968), la computadora HAL 9000 toma el control de la nave espacial. En esa época, fines de la década de 1960, EE.UU. produjo una serie de películas donde aparecen sus metrópolis hediondas y sobrepobladas donde todo rastro de belleza o humanidad ha desaparecido. Por su parte, en la novela Fahrenheit 451 , de Ray Bradbury, la lectura y los libros están prohibidos y las personas viven rodeadas de pantallas a las que llamaban “mi familia”.
Las premoniciones también se expresaron en la economía. Por ejemplo, las predicciones de Joseph Schumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942), aluden a las tendencias autodestructivas del capitalismo. A su vez, John M. Keynes y otros economistas recomendaban políticas para el futuro. En 1971, el Club de Roma, en su informe Meadows, solicitó un urgente cambio de los patrones de consumo de energía. Hacia fines del siglo pasado se pusieron de moda los estudios de futurología que tuvieron mucho éxito, como los de Herman Kahn y Alvin Toffler. En 1977, Henry Kissinger nos anunciaba que “por primera vez en la historia estamos confrontados a la dura realidad de un desafío (el consumismo) que no se detendrá”.(51) Jeane Kirkpatrick, la representante de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas, pensaba igual: “[…] no hay ninguna razón para creer que los regímenes totalitarios radicales se transformaron por sí mismos”.(52)
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