Querido Ramón: ayer recibí carta de Araluce, en la que me decía que había recibido Chao y lo estaba leyendo con verdadero interés. Me decía también que daría las 1000 pesetas para la traducción de Jaspers. […]. Ahora espero impaciente la contestación respecto de Chao. Ya sabéis el interés que tengo en verle por esos mundos cuanto antes […].[13]
La correspondencia entre ambos se extendió largamente durante la redacción de Chao, que finalmente fue impresa en marzo de 1933. La novela fue erróneamente atribuida a Ramón Gómez de la Serna, quien le envió una postal a su tocayo para felicitarle.
Fueron años muy tormentosos. Ramón era una persona inteligente, curiosa. Manejaba perfectamente siete idiomas: español —su lengua materna—, alemán, inglés, francés, hebreo, ruso y árabe. Leía muchísimo; la literatura y la filosofía eran su fuente de inspiración. Sin embargo, no consiguió cultivar relaciones, no logró insertarse en el ambiente al que, por sus aptitudes intelectuales y creativas, habría podido tener fácil acceso. Su madre organizaba en su domicilio de la calle Goya «Los miércoles de Concha Espina», tertulias a las que acudían los intelectuales más señalados del momento, entre ellos Federico García Lorca. Luis Araujo-Costa, uno de los asistentes más asiduos, hablaba de esta convocatoria como uno de los últimos salones de Madrid: «algo muy especial, que no era “salón literario” ni “salón social”, sino todo junto o quién sabe si ninguna de las dos cosas»[14]. Ramón nunca participó en estas reuniones; su vida seguía un curso propio, una trayectoria casi paralela que compartía muy poco con su familia; recluido en su habitación, no quería ver a nadie. Era una persona muy aislada, callada, pero con una alta consideración de sí mismo y de su valor; era consciente de que merecería más. Pensaba, de hecho, que el éxito que seguía teniendo Concha Espina era inmerecido, al igual que ocurría con el de su hermano Víctor.
Gérard Lavergne, que tuvo la fortuna de conversar con Luis de la Serna, el hermano menor del escritor, así como con Gerardo Diego, afirma que Ramón era muy apreciado tanto por los intelectuales españoles como por los alemanes, dada su enorme cultura; y sigue escribiendo:
Sin embargo, no llegaba nunca a terminar sus trabajos, ni a publicarlos, ni a darse a conocer al gran público, porque llevaba al extremo su deseo de perfeccionar todo lo que emprendía. Esto hace que tal vez no sea imposible que entre madre e hijo naciera una cierta envidia de autores. […]. Gerardo Diego nos dijo que, en una entrevista que concedió Ramón, este se pasó todo el tiempo criticándoles. Sus familiares explicaban esta actitud diciendo que estaba ligeramente desequilibrado. [15]
Cuando estalló la Guerra Civil, la familia se refugió en Luzmela. Ramón, en cambio, prefirió quedarse en Madrid, con su mujer y su perro, sumergido en sus libros, en sus estudios, casi ajeno a la tragedia que se estaba desatando a su alrededor. Esta decisión preocupó mucho a su madre, que no quería que su hijo permaneciese en la capital, pero él no cedió, se quedó en la calle Goya durante toda la guerra. Su madre solo consiguió ponerse en contacto con él a través de la Cruz Roja; en el libro de Lavergne sobre Concha Espina leemos:
Comienza el calvario de la escritora. […]. Busca por todos los medios, especialmente a través de la Cruz Roja, obtener noticias de Ramón, que permanece en Madrid protegido por un pasaporte chileno. Cuando las tuvo y consiguió preguntarle si necesitaba algo, él contestó que «galletas para el perro y polvos antiparasitarios para él». Parece que no quiso aceptar nada de ella. [16]
Ramón se sumergió en la redacción de ¡Viva Asturias!, manuscrito sobre la revolución de Asturias de 1934, escrito en papel biblia y a lápiz, que permaneció inédito y guardado en el archivo personal. Le dedicó palabras de eterno agradecimiento a su mujer, que hizo una copia de la obra para que no se perdiera durante la guerra y la depositó, para recuperarla después, en la biblioteca de la Columbia University de Nueva York, según leemos en una nota encontrada en el archivo del escritor (véase p. 513 del presente volumen). Él se encerró aún más en sí mismo y adoptó con su familia una actitud bastante fría. Lavergne recoge en su libro el siguiente episodio ocurrido una vez acabada la contienda:
28 de marzo de 1939. Madrid se rinde a las tropas franquistas y don Luis se apresura a buscar a su hermano Ramón. No sabe lo que habrá sido de él. A pesar del largo tiempo que habían pasado sin verse, Ramón se limita a contestar a su «¡Hola!» y se pone a echar pestes contra... el panadero que no había traído pan para su perro. [17]
Terminada la guerra, Ramón tomó una decisión muy importante que marcaría para siempre su vida y la de su esposa, así como su futuro como escritor: en agosto de 1939 decidió abandonar España para trasladarse a Chile. Sería el hermano menor, Luis, quien le ayudaría a reanudar sus asuntos y a preparar los papeles necesarios para viajar a aquel país con su mujer, Eva, la única persona que permanecería siempre a su lado y que le animaría a seguir adelante. Aunque después se estableció en Santiago, durante largas temporadas se refugiaba en Cartagena de Chile, lugar muy apartado y solitario. Hombre decepcionado, insatisfecho, se sentía traicionado por su madre patria, que no le había brindado las oportunidades que merecía, y decidió encerrarse en un nido inaccesible a los demás.
Concha Espina definía aquel lugar como un desierto; estaba muy agradecida a Eva, que aceptaba muy sumisamente, pero sin sufrimiento, todas las decisiones de su marido, permaneciendo siempre a su lado, soportando incluso sus malos momentos. En una carta que le escribió a su nuera leemos:
Sé que el panorama es magnífico pero tan solitario que me da miedo desde aquí. Te incluyo para Ramón un recorte del diario falangista Arriba donde lo nombran, dando importancia de memoración y documento a su precioso libro Antonio Ruiz. Nada te digo de mis impaciencias por la salud del querido autor y la esperanza con que espero sus noticias.[18]
Claro está que después de la Guerra Civil, durante el período de la dictadura, si Ramón se hubiese quedado en Madrid, la novela sobre el boxeador habría podido tener éxito; la historia de un deportista español que había alcanzado altas cumbres ganando numerosos premios bien se habría podido insertar en el proyecto franquista de exaltación de la patria orgullosa de sus hijos. Pero el escritor ya no pensaba en proyectos antiguos; había cortado todos los lazos, quería olvidar todo lo que le recordaba a Madrid, España y su familia, incluso sus novelas. Aquello habría significado poner el dedo en una llaga abierta y aún sangrante; de hecho, fue una herida que nunca sanó.
Incluso Josefina de la Maza describía el nuevo enclave elegido para vivir por Ramón como un lugar que reflejaba la personalidad de su hermano: ella, que era, entre los hijos de Concha Espina, la de temperamento más suave y que sentía la angustia de no poder compartir la vida de cada día con el hermano mayor, al escribir la biografía de la madre, adoptó estas melancólicas palabras:
Por avatares de la suerte, mi hermano ocupa en su tierra natal, y en la misma ciudad de Santiago de Chile, un puesto único como él, extraordinario como él. Y nos cuenta que tiene una casa sin ruidos, rodeada de un jardín maravilloso, cuidado por uno de los jardineros mejores de América. [19]
A los pocos meses de establecerse en Chile, Ramón empezó a colaborar con la editorial Losada de Buenos Aires dedicándose a importantes traducciones: La poesía de la soledad en España, de Vossler; Cervantes, Goethe, Freud, de Thomas Mann. Publicó, además, dos interesantes artículos en la revista Occidente: «Lo inasible en Goethe», en 1949, y «Cautivo de la esperanza», que apareció en 1957 en el número homenaje a Juan Ramón Jiménez.
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