Ramón de la Serna y Espina - La torre invisible

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Este volumen reúne una muestra de la amplia producción literaria del novelista y dramaturgo Ramón de la Serna y Espina: el drama
Boves; el cuento futurista
Puente Rojo; la novela psicológica
Chao, y catorce artículos, casi todos publicados en el diario chileno
El Mercurio, aunque cinco de ellos aún permanecían inéditos. Cierra el volumen varias de las notas encontradas en el archivo del escritor que atestiguan la importante presencia en su vida de su mujer, Eva Cargher, entre las que se encuentra un poema a ella dedicado.Boves es la primera de las tres obras teatrales que Ramón de la Serna y Espina escribió en Chile y está protagonizada por el militar asturiano José Tomás Boves, quien se opuso a Simón Bolívar durante la guerra de independencia venezolana.Puente Rojo es un cuento largo, o bien una novela corta. Además de no mencionarlo nunca, Ramón de la Serna y Espina no envió este cuento a ninguna editorial. El protagonista, Juan Tagle, viaja a Moldavia para sacar adelante un proyecto de investigación sobre los Aschkenassin; es decir, los judíos alemanes.Chao es la segunda novela escrita por Ramón de la Serna y Espina, publicada en 1933. Aunque aparente ser una novela policíaca es, insertándose plenamente en su tiempo, una
novela intelectual. Su protagonista es un bandido, José Chao, que roba la diadema de una dama argentina, quien, para recuperarla, acude a un detective bastante notorio, Justo Peralta.La selección de los textos incluidos en el libro y la redacción del estudio introductorio estuvo a cargo de la investigadora Daniela Agrillo, especialista en la figura de este gran intelectual del siglo xx.

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—Esta misma noche salgo en la canoa río arriba para atajar a ese cañí. Me esperan los mayorales y antes del mediodía de mañana habré recuperado mi caballo.

El ingenioso de la peña saltó, puntual, recurriendo a la brega de juego doble. Se empinó para alcanzar con su cigarro el mechero que Bohorques —rubio como un flamenco— acababa de encender:

—Dame lumbre, moreno —dijo. Y después de una pausa—: No es que dude de ti ni de tus mayorales..., ni siquiera de tus monteros, armados con aquellas carabinas estupendas que encargaste el año pasado... Vamos, estoy seguro de que tú solo eres capaz de recobrar el caballo que te birlaron con tan inconcebible frescura..., pero hazme caso: no te reduzcas a los monteros y a los mayorales, y avisa a la Guardia Civil.

Bohorques reaccionó tardo, con inocencia:

—Ya lo creo que he avisado. Lo hice inmediatamente y no me contenté con eso: he telegrafiado también a Madrid. Por cierto que han tomado el asunto con gran interés, pues el ministro me ha llamado a conferencia telefónica para pedirme detalles y algo me ha dicho de una gestión diplomática.

—Se deberá a la intervención de ese policía argentino —apuntó uno de los contertulios.

El golpe, célebre ya, de Buenos Aires y la teatral fuga del barco donde Peralta, con ardid genial, consiguió encajonarle igual que a una res de lidia habían prestado a la personalidad enigmática del fugitivo de la marisma desierta una gran resonancia periodística y popular. Y las informaciones, por doble motivo, seguían rezumando sensación. En primer lugar, nadie acertaba a explicar satisfactoriamente el robo de una prodigiosa tiara de platino y monstruosos brillantes —un portento de moderna joyería— que por su rareza y por el inmenso valor de sus elementos era verdaderamente inalienable y, por otra parte, resultaba incompresible que la dama despojada —la mujer más rica de Suramérica, esposa de un prócer inglés— no pusiera el menor empeño en aclarar las circunstancias, muy singulares, en que desapareció la rutilante diadema. Solo recuperar la joya parecía interesarle: que volviera la preciosa lumbre a poner fuegos de pureza extraña en sus sienes audaces de amazona, que entrara nuevamente el ascua de viril sagrado a ocultarse en la bóveda de su tesoro frío, hecha de acero impenetrable como el ánima de los cañones; su tesoro cavado en tierra de pampa, rondado en vigilancia fiel por dos gauchos tigreros. Cuando se celebraban en el Buenos Aires hermético de la fastuosa plutocracia argentina esas fiestas que son un absurdo y un asombro, acudía siempre Justo Peralta, con su propio coche, por él personalmente conducido, a la aislada mansión que la falta de espíritu y la sobra de buen gusto características del patricio inglés habían hecho surgir magníficamente sobre un gran llano de tierras americanas. La célebre tiara de la adusta belleza, castellana rebelde en aquel baluarte pampero, tenía, naturalmente, su aureola de falsa pedrería literaria y su leyenda mundana de chismografía truculenta. Incluso epigramas de aliño pícaro se colgaron en las puntas de su resplandor. Con Peralta —guardando las distancias debidas a quien tenía fama de ser el detective más caro del mundo— solían llegar, en patrulla, los reporters de los grandes diarios, preludiando su maquinal información la divina labor poética de los señores cronistas. Tenía algo de entrada procesional —con sus ya está ahí, ya llega, ahí viene— la aparición mayestática de la gran dama coronada de destellos. Una ausencia, prolongada extraordinariamente, precedió al robo sensacional de la tiara prodigiosa. Peralta, contra su costumbre de hombre discreto pero explícito, se negó, al ser interrogado, a hacer la menor alusión a lo que entonces era el suceso candente de actualidad. Se dijo que fue interceptado un apremiante aviso suyo, que no se escucharon sus advertencias o que fueron ignoradas deliberadamente. Su prestigio profesional no quedó por este contratiempo en absoluto mermado. Antes al contrario: salió fortalecido al conocerse la noticia, oficialmente divulgada por los diarios, de que la multimillonaria argentina había confiado exclusivamente a Peralta, abriéndole un crédito —material y moral— ilimitado, la gestión policíaca conducente a la recuperación de la diadema. Mientras tanto, con su mundana media voz, el escándalo había hecho carne en la reputación de la fuerte amazona envidiada:

—Ha abdicado para coronar a su marido...

Por otra parte, el formidable detective bonaerense, ahora tan reservado, había hecho una declaración impresionante al embarcar, a pleno sol, rumbo a Europa:

—Volveré con la diadema a Buenos Aires —dijo.

Por eso, cuando a la noticia de la fuga del espectral pasajero del barco italiano y de la intervención de Peralta en el asunto se añadió la del asalto al montero del bosque marismeño y, sobre todo, cuando se supo que al omnipotente prócer andaluz que era Juanito Bohorques le habían robado su famoso y soberbio Tragabuches, la emoción y la curiosidad de las gentes alcanzó un punto agudo de tensión.

El montero, con locuacidad ridícula, había lanzado una versión dantesca del asalto, que en dos horas escasas se propagó por la ciudad. Al saberse que Bohorques estaba en el casino, acudieron conocidos y amigos deseosos de noticias, funcionó el teléfono y hasta un «enviado especial» del pequeño diario provinciano hizo acto de presencia. Juanito se sentía rodeado de un rumor de marea que empezaba a aturdirle. Paco Díaz, el ingenioso implacable de toda reunión, que antes le zahirió con poca fortuna, volvió a su faena. Como le conocía, lo primero que hizo fue pedir vino:

—Vino, señores: hay que entonar los nervios.

Se descorchan unas botellas de abolengo y su líquido esencial esparce ese aroma chillón de los vinos andaluces.

Un estruendo súbito desemboca en la calle; se pueblan los balcones, los socios del casino se agolpan en la terraza: Guardia Civil de caballería. Pasan al trote largo las parejas en dirección del río, levantando ecos de inquietud con su martilleo, que no acaba de extinguirse. Varado en la arena aguarda el gabarrón que ha de llevarlas a la margen opuesta, con los guías y los barqueros.

Paco Díaz esperó a que las espaldas indolentes refluyeran a los butacones, a que el encrespado comentario atenuase el burdo manoteo hiperbólico. Y aprovechando una calma en que las palabras dejaron de ser gritos, escupió, apuró su caña, y dijo con estridencia:

—Ten cuidado, Juanito: anda la voz de que es Chao quien corre la marisma.

—¿Ese bandido americano de que hablan los periódicos?

—No es americano.

—Pues de América nos llega: vendrá huyendo de la crisis.

—En todo caso se ha emboscado en tu coto. ¡Buena pieza para una puntería como la tuya! Con esa prestancia que tienes de tirador de copa de concurso... Pero no hay sabueso que eche a ese jabato del monte.

—Ya le echará el hambre.

Juanito era un hombre maravilloso de juego, un muchacho espléndido para el salón y para el estadio: su cultura social podía calificarse de excelente. De sus dos preceptores, solo el inglés obtuvo éxito; al preceptor alemán hubo de renunciar pronto... Así lucía una ignorancia de todas las cosas y una carencia de curiosidad solo concebibles en un inglés que además de inglés fuera señorito andaluz. Esto agrada a algunos de aquellos provincianos importantes, muy resabidos y enterados. Ahora mismo Juanito no acierta bien a anudar la referencia, un poco legendaria a sus oídos, del Chao popularizado últimamente por las informaciones periodísticas con la resonancia palpitante y cálida del suceso vivo que le agita y le atañe. Y esta incapacidad patente de conciliar lo tangible y próximo con lo extraño y remoto abre un tajo en su vida que la duplica, la merma y la hace, más acá, grosera y torpe, más allá, falsamente ingenua, ficticia, purely imaginary. Al hombre falto de pulimento espiritual, la realidad inmediata le parece siempre mentira. Como tiene tan ignorantes los ojos y tan horra de inquietud la curiosidad, necesita que le inventen leyendas. Pero la manzanilla, además, en este caso de Juanito Bohorques y Liniers... Tenía el vino autoritario y la «autoridad», para imponerse, enzarza siempre su raíz en una negación. Bohorques empezaba a engallarse a medida que se iba dando cuenta, lo que siempre tardaba un poco en suceder. Una vez enconado su humor, sostenía con indomable tenacidad su empeño, por disparatado que fuese. Entonces era temible.

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