Por la pastora Lidia Lewczuk de Masalyka
Obediente al pasaje de Éxodo, quiero honrar a mis padres y también a mis suegros -a quienes siempre consideré como mis padres-, para ellos cuatro este testimonio.
Mi suegro Fiodor Masalyka, padre amoroso de doce hijos, “ingeniero sin título”: con un hacha, un serrucho, pico y pala -sus tesoros traídos de Bielorrusia-, fabricó todos los muebles, las herramientas, el pozo de agua, y un bebedero que quedó en el campo como testimonio de su gran capacidad de supervivencia y amor al trabajo y la familia. Bendigo su memoria, por su honestidad trasladada a sus hijos y su amor a Dios por sobre todas las cosas.
Yace inerte en suelo invernal,
Deshojado
Aquel majestuoso quebracho
Que pobló un día, la selva chaqueña.
Manos ingeniosas
Sabedoras de bosques helados
Prolijamente un cuenco tallaron.
Te ubicaron muy cerca del pozo
Hoy mudo y abandonado como tú.
Allí animales, aves e insectos
Sorbían la lluvia
Con entusiasmo febril.
De vida rodeado, perfume y color
De vientos, de sol.
Hoy abrevadero silencioso,
Testigo de juegos infantiles
Del ir y venir de los padres
En algarabía familiar.
Testigo de vagos pesares, sudor y trabajo;
Rumores y nostalgias
De esperar las nubes
Soportar con fe.
Hoy es tu boca sedienta
Cubierta de polvo mirando al cielo
Con tenue lloro
El agua espera.
Para seguir invitando generosamente
A jilgueritos, cardenales, abejas y calandrias
A sorber de ti
Para acabar con tu soledad.
Porque pasaron miles auroras
Y otros tantos atardeceres.
Los niños no son más niños,
Los niños se han ido
Y quien labró con esmero esa cuna
Ese espíritu luminoso y puro
De manos ingeniosas
También se ha ido.
Anna Byba de Masalyka, mi segunda mamá, mi intercesora fiel, mi suegra a quien amé con todo mi corazón. Conocedora de muchos dolores. Podría haber sido una mujer amargada por su orfandad y sus carencias, pero fue cariñosa, destacada por su austeridad y abnegación. Su vida de oración siempre fue mi cobertura espiritual.
Tenías manos quemadas por el horno
Manos quemadas por el sol,
Manos hermosas gastadas por amor.
Tenías espalda doblada sobre un fuentón
Espalda encorvada sobre el azadón
Y de noche sobre la artesa de amasar.
Leudando temprano, cruzando ese patio
Sudando en tus idas y venidas, abrazando el pan
Cuerpo cansado, cuerpo gastado por amor.
Te gastaste en tu extensa simiente,
Sabia analfabeta, intelectual de la vida
Porque conocías de veras a Dios.
Gastaste tus rodillas por llevar ante el Trono
A hijos y nietos que hoy tu llanto cosechan.
Ya gozas de la Gloria, pero tu marca perdura.
Baba (abuela en ruso)
En las historias bíblicas pocas veces se nombraba a las madres. No sabemos cómo se llamó la madre del Rey David, pero es él mismo quien le rinde tributo: “Hijo de tu sierva”. Los siervos no exigen nada para sí, no reclaman lugares ni honores.
Mi madre, también llamada Anna -aunque todos le decían Tania- era sierva de Dios, ella lo sabía, por eso nos sirvió a todos sin esperar nada. Tenía una historia casi paralela a mi suegra. Infancia dura, su familia había llegado de Ucrania (con pasaporte polaco) destinados con falsas promesas al sur de Mendoza, un desierto que los inmigrantes transformaron en un vergel.
Pero los comienzos fueron casi de terror. Las promesas del gobierno se evaporaron y vivieron en trincheras de tierra, por varios años. Sí, se cavaron pozos tapados con cañas y pichanas (yuyos) helándose en invierno, ardiendo de calor en verano. Allí cocinaban, nacían niños, buscaban lejos el agua. Sobrevivieron milagrosamente sanos por la fe inquebrantable de mis abuelos Felipe y Natalia Skorojod. Luego tuvieron su parcela de tierra en la Colonia Media Luna, donde muchos eslavos se instalaron y lo primero que edificaron fue un sencillo templo.
Tengo los recuerdos más hermosos de mi niñez cuando los domingos íbamos caminando “al culto” acicaladas por mis tías, por esa sombra a rayas de los álamos perfumados, saludando a los hermanos que se nos adelantaban en “sulkys”. Vienen a mi memoria las melodías de los himnos que se oían a la distancia, ¡a capella! Teníamos un alto sentido de lo sagrado del momento, yo sabía que Dios estaba allí.
Mi madre apenas sabía leer, por su sufrida niñez, sin juegos y sobrecargada de responsabilidades, trabajando duro en la finca, cuidando a sus hermanitos. Pero nos incentivó mucho al estudio, negándose muchas cosas para que no nos faltara nada para nuestra educación.
La seguridad que nos infundían nuestros padres
Éramos pobres en lo material, pero era pobreza digna, prolija, casa simple, pero con muchas flores y frutales en el patio. No nos enteramos de que éramos pobres, porque estaba la seguridad del amor de los padres. Rodeábamos la mesa cada noche para que mi padre nos leyera la Biblia, revistas en ruso que recibía, o “Una Voz en el Desierto”, mientras mi madre tejía. Todo a la luz de una lámpara a kerosene. Cuando llegó el progreso, tuvimos una radio y nuestros discipulados eran a través de la radio HCJB, de Quito, Ecuador.
Cuando llegaba el turno del agua, abrían los surcos en pleno invierno, con las “alpargatas” más gastadas, por lo que sus huesos se resintieron para toda la vida. Mamá cocinaba en un brasero en el patio a la sombra de un parral y nos dejaba untar el pan en la salsa o en el pocito de las costeletas. Y un día recibió una cocinita Volcán, con una hornalla y horno pequeño, ¡era un lujo! Ahora que me doy cuenta, éramos inmensamente ricos.
Considero un tesoro las oraciones, de rodillas, antes de dormir. Luego mi padre nos arropaba en una cama antiquísima, de esas con respaldo de bronce. Las tres dormíamos bien juntas, ya que, con el elástico vencido, nos hundíamos. Hasta que me casé a los 23 años, pero heredé esa hermosa disciplina de orar al comenzar el día encomendándonos al Señor, y terminar la jornada de igual manera. Esto ha sido la clave de la felicidad y prevención del mal, porque Jesús era el centro.
Tal vez me faltaron los besos de mi madre, porque muchos factores hacían de ella una persona poco cariñosa, pero supo demostrar su amor en el lenguaje del servicio y la devoción a Dios, y yo siempre estaré agradecida.
“Preciosa herencia es tener a un padre honrado” dice la Biblia. Mi padre, mi pastor y mentor espiritual, el pastor Jorge Lewczuk, nació en una pequeña aldea de Ucrania, ocupada por Polonia, y de jovencito conoció a Cristo como su Salvador, en medio de un avivamiento que abrazaba a toda Rusia, como si el Espíritu Santo ungiera a los creyentes antes de las terribles batallas y adoctrinamiento ateo.
Hizo el servicio militar en Varsovia y Pomerania, y su sueño era seguir la carrera militar, por la oportunidad de estudiar. Ávido por aprender, de pequeño leyó todos los libros de la biblioteca de su escuela, y debido a la pobreza y opresión trabajó en una cantera, pensando que sería su prisión, pero la Academia le daba buen vestir, buena comida, y estudios a nivel universitario. Entonces 1938 trajo rumores de guerra y desconfianza con los que no eran genuinos polacos, y lo echaron. Lloró mucho y desilusionado volvió a su casa donde lo esperaba una noticia: mi abuelo había tenido una revelación mientras oraba.
Dios le dijo que vendieran todo, y salieran para América, a una tierra que fluye leche y miel. ¡Y que era urgente! No entendía nada, pero se pusieron todos de rodillas y oraron, y así lo hicieron: el 1 de setiembre de 1939 el barco zarpó del puerto de Gdangz hacia Argentina, llegando a fin de ese mes. Los que saben un poco de historia conocen que ese fue el mes en que Hitler entró en Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial. Cuántas veces a lo largo de su vida dio gracias a Dios por tan grande liberación, indicándonos que había un propósito con nuestra familia.
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