Christian Mark - Antología 6 - Camino al Cielo

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33 autores relatan su tránsito por el camino de la fe. Un libro colectivo repleto de testimonios y relatos llenos de bendiciones. En este viaje de la fe, leemos los relatos de sanidad de cáncer, reflexiones sobre la pandemia, enseñanzas para hacer más fácil la travesía, y hasta ¡historias de amor! Todo contado por los protagonistas de semejante periplo con rumbo a la eternidad.

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De repente escuché un ruido y salí corriendo para ver de qué se trataba. En fracciones de segundos, Belén había subido las escaleras que daban a la terraza y al querer bajar, se cayó y se golpeó la cabeza. En ese momento no tuvo ninguna manifestación extraña ni reacción alguna para preocuparse, se la veía bien y tranquila.

El infierno comenzó al otro día. Ella se despertó con convulsiones y hemiparesia (parálisis de la mitad del cuerpo). Fuimos a la guardia y después de tenerla en observación unas cuantas horas nos dieron el alta, ya que su cuerpito había vuelto a la normalidad. Quiero resaltar que en esa época la tecnología no estaba muy avanzada y no había aparatos eficaces para detectar ciertas anomalías.

A partir de ese día, los episodios se fueron repitiendo, primero esporádicamente y luego cada vez con más frecuencia. Como consecuencia de todo esto, Belén quedó inválida. En uno de los episodios, el peor de todos y el que duró más tiempo, quedó sin poder hablar y perdió casi por completo la visión. El cielo se había cerrado para mí, al menos eso creía. Los médicos estaban desconcertados, no sabían qué hacer ni qué pensar; no había un diagnóstico específico. Mientras tanto, ella se debatía entre la vida y la muerte. Si moría, yo moriría con ella. Mientras Belén se iba apagando, yo me iba desgastando.

Una niñez complicada

No tenía paz: el cigarrillo y los barbitúricos eran mi compañía en ese tiempo. Mi vida no había sido fácil. Desde pequeña había deambulado de un lado para otro como una pieza de rompecabezas que no encuentra su lugar. Mi madre estaba por un lado y mi padre, por el otro. Fui criada por mis abuelos, quienes marcaron mi vida de una manera especial en esos primeros años.

A los seis años, mis padres que estaban separados decidieron volver a unirse y me arrancaron de la casa de mis abuelos para irnos a vivir a un lujoso departamento en Capital (antes de eso yo vivía en Remedios de Escalada). A partir de ese momento empecé a conocer el dolor, el miedo y la desesperación.

Mis padres se peleaban, se golpeaban, se insultaban. Si bien en el aspecto económico no me faltaba nada, ya que mi padre había logrado una buena posición, en todas las demás áreas mi vida era un desastre. Así crecí, así fui poniéndome una careta de felicidad, mientras que por dentro moría. Así le hacía creer a mis amigos y a los que me conocían: que todo estaba bien y que había que vivir el momento, cuando ni siquiera yo lo creía.

A medida que fui creciendo, fueron aumentando mi orgullo, mi vanagloria y todas esas cosas que te llenan el corazón de sombras. Probé la marihuana, empecé a tomar alcohol, a fumar, y a los 17 años tuve un intento de suicidio: tomé pastillas para quitarme la vida. A los 19 años caí en una depresión tan profunda que no quería ni levantarme de la cama. Mis padres se habían tranquilizado un poco (no del todo), y cuando quisieron hacer algo por mi vida, sentí que ya era tarde.

Una cadena de errores

Me uní con una persona para escapar de mi casa, y fue este el peor error que cometí, ya que después de que nacieron nuestras tres hijas, y al haberse sumado la enfermedad de Belén, él se fue con otra mujer, formó otra familia y nos dejó solas. Por eso, cuando mi hija se debatía entre la vida y la muerte, yo dije: “El día en que ella se muera, me quito la vida”.

Lo que yo no sabía era que Dios tenía un plan para nosotras. Muchas veces Dios me había llamado de diferentes maneras a través de personas que me predicaban, con carteles que veía en la calle (Dios me sigue hablando de esa forma hoy en día), pero yo seguía con mi vida sin reconocer que necesitaba de Dios. Me llamaba con amor, pero como yo era indiferente, me llamó con dolor.

El diagnóstico de Belén fue: enfermedad cerebral progresiva e incurable. Para los médicos no había solución, no había salida. Dijeron: “Está en manos de Dios”. Durante ese tiempo conocí a una mujer del barrio de Mataderos, en Buenos Aires, que se llamaba Teresa, quien ya está en la presencia de Dios. Su hijo había sido sanado de cáncer en la cadera. Por eso, ella me insistía en que la acompañara a una campaña evangelística que se estaba realizando en el teatro Astros en diciembre del 86.

Por supuesto que a mí no me interesaba nada y a todas las veces que me invitaba le dije que no. Doy gracias a Dios por esa vida que perseveró, como la viuda que se presentó de continuo ante ese juez injusto para que le hiciera justicia de su adversario (Lucas 18).

Teresa, insistió tanto, pero tanto, que el sábado 3 de diciembre del año 86 fui a esa campaña. Allí entregué mi corazón a Jesucristo y todo cambió. La oscuridad se convirtió en luz, la desesperanza en esperanza, el deseo de morir se convirtió en ganas de vivir, pasé de muerte a vida y ¡mi hija también! Han pasado 33 años de ese día y la tengo a mi lado sana y salva. Nunca pude ni podré explicar con palabras lo que yo experimenté en esa bendita ocasión. Lo que sí puedo decir es que Cristo es real, su poder no ha cambiado. Él nos llama con amor eterno y Sus promesas se cumplen.

Comienza un círculo virtuoso

A partir de ahí comenzó un proceso de restauración en mi vida y de sanidad en Belén. Poco a poco fue recuperando el habla, la visión y volvió a caminar. Mi vida nunca fue la misma. Dios comenzó a tratar con mi corazón y despertó un llamado tan fuerte que nada ni nadie pudo frenarlo hasta hoy.

Comencé a gritar a los cuatro vientos acerca del poder sanador de Jesucristo, compartía mi testimonio con todas las personas, me escucharan o no. Nació una fuerza sobrenatural dentro de mí que me hizo olvidar de todo mi pasado, sanó las heridas de mi corazón y me ayudó a perdonar a quienes me habían lastimado.

Es el día de hoy que esa llama de esperanza sigue encendida. Te animo y te aliento a ti que estás leyendo estas páginas a que no bajes los brazos. Pelea por lo que amas, pelea por tus sueños, pelea por tu victoria, porque la batalla final ya fue ganada por Jesucristo nuestro Señor.

¡Quiero hablarte de mi llamado con la esperanza de que algo se encienda en tu corazón! Desde que me convertí, todo sucedió muy rápido en mi vida. Me bauticé e inmediatamente me uní a un grupo de la iglesia “Esperanza Viva” del Pastor Ricardo Cabrera. Este siervo marcó grandemente mi vida espiritual, ya que con él aprendí la disciplina de la oración.

Los hermanos de aquella congregación solían cantar en el Parque La Heras que quedaba enfrente de mi hogar. Un día, cuando escuché los coritos bajé corriendo llena de gozo y empecé a participar de aquellas reuniones gloriosas al “aire libre”. Allí comencé a dar mis primeros pasos en la predicación. En esa plaza, la cual había sido escenario de cosas pasadas, ahora hablaba de la Palabra de Dios. El Señor me había ungido para hacerlo.

Todo se renueva

Por ese tiempo, Dios puso en mi camino a un hombre maravilloso que me ayudó en todas las áreas. Nos casamos y emprendimos el viaje más hermoso que es el de formar una familia tomada de la mano de Jesús. Vivimos con luchas y pruebas, pero nuestro hogar estaba afirmado sobre la roca. Tuvimos cinco hijos: Jonatan, Joana, Matías, Natalia y Trinidad, y mis tres nenas que él adoptó con mucho amor. ¡Solo Dios puede hacerlo! Él es sobrenatural.

Nuestro llamado se hizo cada vez más fuerte y del parque llevábamos al departamento a las personas a las que les habíamos predicado y hacíamos reuniones en las cuales Dios se manifestaba de una manera gloriosa. Yo sentía que latía algo tremendo dentro de mi corazón y que la pasión por la gente se hacía cada vez mayor. Me encerraba en mi habitación y oraba por horas. No entendía lo que me estaba pasando. Eso que parecía inentendible era que Dios me estaba llamando al pastorado.

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