Christian Mark - Antología 6 - Camino al Cielo

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33 autores relatan su tránsito por el camino de la fe. Un libro colectivo repleto de testimonios y relatos llenos de bendiciones. En este viaje de la fe, leemos los relatos de sanidad de cáncer, reflexiones sobre la pandemia, enseñanzas para hacer más fácil la travesía, y hasta ¡historias de amor! Todo contado por los protagonistas de semejante periplo con rumbo a la eternidad.

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El misterio de una permanencia

¿Cuál es la razón de la permanencia de una doctrina semejante a lo largo de los siglos? ¿Qué hay en esta fe que ninguna persecución, ningún cataclismo, ni siquiera ningún renuncio humano –que los hubo, y los habrá- consiguió extinguirla?

Sucede que, en el corazón de cada creyente, existe una certeza que lo cambia todo y nos sostiene más allá de toda contingencia: cada cristiano redimido ha experimentado en algún momento de su vida un encuentro poderoso con el Resucitado. Sobre esa Roca está fundada nuestra fe. Sin ella, claro está, nuestra esperanza sería imposible de sustentar.

Pero cada uno de nosotros, en su azaroso recorrido, ha tenido alguna vez su zarza ardiente, su lucha en Peniel, su camino a Damasco, su Monte de la Transfiguración, lugares señalados donde hemos podido reconocer, como los caminantes a Emaús, que en nuestro interior se ha metido un fuego que no es de este mundo.

El Espíritu que empezó a arder el día de nuestro nuevo nacimiento no se apaga jamás, y nos guía en nuestro caminar. A partir de ese suceso tenemos la dicha de comprobar cotidianamente, con mayor o menor intensidad, pero siempre con asombro, la vivencia palpable de Su inexplicable amor por nosotros.

Tal es la experiencia medular del auténtico cristianismo: un encuentro irrefutable con el Amor. He ahí el núcleo de nuestra fe, el punto más sensible, la piedra de toque.

Aquella noche en que sentí a Dios como nunca

Hubo una noche, quizás la más terrible de mi vida, en la que sentí como nunca la cercanía de Dios. Él fue mi consuelo. Un calor suave y a la vez abrasador me rodeó como un manto tangible, poderoso, y en la espesura de las tinieblas que se cernían sobre mí, ese relámpago interminable me confortó más allá de todo entendimiento.

En ese abrazo cesaron las preguntas; desaparecieron los porqués y los para qué; la contundencia del amor divino aquietó cada repliegue de mi corazón. Ceñida en mi dolor dejé que la caricia reparadora de mi Padre Celestial secara mis lágrimas y a partir de esa noche Su paz incomprensible fue allanando el camino en los duros tiempos que siguieron.

Los cristianos andamos por el mundo brindando lo que ya tenemos: hemos sido amados primero por Aquel que dio Su vida por nosotros y resucitó para introducirnos en esta nueva dimensión. De ahí en adelante, somos llamados a practicar un camino de amor y donación.

Tal llamado es necesariamente radical porque su origen no es de este mundo. Es sobrenatural y auténticamente inclusivo. Nos invita a amar a todos, tal como Él lo hizo con nosotros. La Escritura lo dice con claridad: “Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. (Romanos 5:8).

Cuando estábamos enemistados con Él, Dios nos amó primero: Él se acercó a nosotros cuando éramos lejanos, y nos eligió, aún muertos en nuestros delitos y pecados. Lo sabemos de primera mano: Dios ama al pecador, esa ha sido nuestra experiencia inicial, y esa sigue siendo nuestra hoja de ruta.

“Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan. Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra. Si alguien te quita la camisa, no le impidas que se lleve también la capa. Dale a todo el que te pida y, si alguien se lleva lo que es tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. Porque, ¿qué mérito tienen ustedes al amar a quienes los aman? Aun los pecadores lo hacen así. ¿Y qué mérito tienen ustedes al hacer bien a quienes les hacen bien? Aun los pecadores actúan así. ¿Y qué mérito tienen ustedes al dar prestado a quienes pueden corresponderles? Aun los pecadores se prestan entre sí, esperando recibir el mismo trato. Ustedes, por el contrario, amen a sus enemigos, háganles bien y denles prestado sin esperar nada a cambio. Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bondadoso con los ingratos y malvados. Sean compasivos, así como su Padre es compasivo”. (Lucas 6:27-36, NVI)

Sin embargo, hablar del amor desde la teoría en general es más fácil que amar en la arena de la lucha cotidiana, cuando nuestro prójimo tiene nombre y apellido, cuando los más amados nos han herido, o han traicionado nuestro afecto. “En la cancha se ven los pingos”, dice la sabiduría popular. Bajar del púlpito y practicar lo que se predica. Salir del templo donde se pregona el amor al otro y dar tiempo, dinero, poner el cuerpo, despojarse de uno mismo para llegar al que piensa diametralmente diferente, pero que, mirado como mira Dios, tiene nuestra misma vulnerabilidad. Comprender a la luz de la Escritura la verdadera inclusión. Sentir que nada nos separa de los demás, cualquiera sea su ideología, conducta, pensamiento.

Entender que todos los seres humanos somos imagen de Dios, hechos del mismo barro, expuestos a las mismas angustias de la existencia, enfilados hacia ese mismo final que es la muerte, la conciba cada uno como la conciba; salir de las hipótesis y amar incondicionalmente. Vivir perdonando al lejano, pero también al cercano, al cónyuge, a los padres, a los hijos, construyendo la paz en lo íntimo del hogar, de la pareja, en lo secreto del corazón, en lo minúsculo, en lo cotidiano. Ese es el mandamiento.

En ese espacio extraordinario Su divinidad se revela en toda su magnificencia. Frente a ella, nuestra naturaleza terrenal ruge y estalla de dolor, pues nos enfrenta a los límites de nuestra humanidad. Allí se revela agudamente la distancia infinita que nos separa de Él. En ese punto sabemos, más que en ningún otro, que sólo podremos continuar en el Camino si Su mano poderosa nos mantiene firme y amorosamente sostenidos en Su prodigiosa Gracia.

Las batallas del alma

El camino del amor es sinuoso y escarpado, pero cuando se experimenta, aunque sea una vez, queda impreso en el alma para siempre, y a pesar de las caídas, uno quiere volver a él. Es innegable la tensión que existe entre el mandamiento y la vida de todos los días. Sabemos también que da pasto a las críticas de quienes aborrecen la doctrina de Cristo. No les faltan razones para acusarnos: los estándares divinos son demasiado elevados para seres caídos como nosotros.

Pero el encuentro genuino con el perdón de Dios produce el milagro: nos da el coraje necesario para mirar dentro de nuestro corazón y vernos en nuestra flaqueza. En esa intimidad con el Padre, Su aceptación amorosa y el poder del Espíritu nos van transformando momento a momento a la imagen de Cristo. En esas batallas secretas libradas en lo profundo del alma lo personal y lo divino pujan, hasta que el amor de Dios nos conquista y seduce.

Reconocemos en nosotros la tremenda precariedad de la raza humana, y esa revelación nos acerca al dolor, al sufrimiento, a la debilidad de los demás; aleja de nosotros el dedo acusador, la crítica, la descalificación, el rechazo. Podemos así tomar conciencia de la condición humana, de su extrema fragilidad. Y anhelamos correr como niños a arrojarnos a los brazos de Aquel que nos ama tal cual somos, y compartir la dicha del perdón con todos los que nos rodean.

En verdad, el requisito es exigente, y hasta parece imposible de cumplir, “pero -dijo el Señor- quien demuestra mucho amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados”. (Lucas 7:47, BLPH). Entregarnos tal como somos a Él es la mayor fuente de alegría y plenitud que podemos experimentar, y recibir Su amor ilimitado nos regala la herramienta más fina y eficaz para desarrollarnos en el arte de amar.

He ahí el secreto de la fe triunfante de la Iglesia de Cristo que, victoriosa, aquí y ahora, en medio de los desafíos de este mundo, cumple con alegría y fidelidad la Gran Comisión: compartir con todos el inexplicable, multiforme y obstinado Amor de Dios.

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