Fragmento de mi libro “Extranjeros en la tierra”, en proceso para ser publicado.
Estela Filippini realizó estudios de Letras en la UBA y, junto a su esposo Daniel -ya en la presencia del Señor-, de Teología en el Seminario IBBA, donde cursa actualmente el último año de la Maestría en Teología con Orientación en Pensamiento Cristiano. Investigadora de historia regional y escritora, trabajó como docente de secundaria en literatura, ha publicado libros de ficción, fue columnista en diarios de su provincia y colaboró en la edición de libros de Lengua de Editorial Kapelusz. Disfruta de su retiro de la docencia en compañía de sus hijos y nietos y participa activamente en las labores de su iglesia, Ministerio “Jesucristo es Fiel”, en General Pico, La Pampa.
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El conmovedor relato sobre el camino a Emaús.
Por Luis Lecca
La pascua ya había terminado. El ánimo cargaba la pesadez de lo que se había vivido pocos días atrás. “Volvamos, ya no hay nada más que hacer acá” —dijo a su amigo. En silencio tomaron sus pocas cosas y emprendieron el regreso. La tarde estaba avanzada. Era un trayecto conocido para ellos, dos o a lo sumo tres horas a pie, no les importaba llegar de noche pues no estaban dispuestos a esperar más.
A cada paso Cleofas parecía navegar entre emociones que iban desde el enojo hasta la tristeza más profunda; su mirada fija recreaba cada escena y revivía cada dolor, hasta que por fin estalló: “¡Ese juicio fue de lo más absurdo!”
Su amigo tenía los ojos clavados en el camino y aunque recién empezaban, sus pies parecían significativamente más pesados. “Barrabás, libera a Barrabás gritaban” —dijo a media voz pensando en los ausentes que entonces podrían haber volcado a favor de Jesús la balanza de la asimétrica justicia reinante.
Cleofas sintió pena y frustración por su amigo, al que había convencido y traído desde la aldea para conocerlo a Él. Pero hoy volvían con el corazón vacío y la esperanza desvanecida.
- “Estaba seguro de que algo iba a pasar, algo tenía que pasar—aseveró sacudiendo levemente su cabeza—, nunca imaginé que iba a terminar así”. Inmediatamente tomó una piedra del suelo y la arrojó con furia contra una roca que estaba a unos veinte metros al costado del camino. Escuchó el golpe seco de las piedras y un tenue eco, y eso le jugó en contra. Sin poder controlarla, su mente rememoró vívidamente cada golpe del martillo sobre los clavos; al principio sonaban apagados, luego más fuertes cuando en su avance perforaban la madera ensangrentándola. Un estremecimiento interno reverberó en todo el cuerpo de Cleofas. Al momento descubrió la secreta y malvada ironía… que Aquel que había sido carpintero fuese fijado con clavos al madero.
Su amigo lo miró como adivinando su pensamiento. “¿Era necesario?” —preguntó con un hilo de voz. Cleofas levantó su vista mirando al cielo rojizo como buscando una respuesta más allá de su comprensión. En su interior batallaba una mezcla de indignación y remordimiento creciente. Ese día había estado entre la multitud. Se llenó de ira y repugnancia al ver la morbosa satisfacción del soldado cuando le clavaba la lanza en el costado. Las mujeres que estaban cerca estallaron en sollozos, otras lloraban arrodilladas con la cara en el suelo como evitando ver tanta crueldad descargada sobre un inocente. Él sintió como propia la herida y sin poder soportarlo más, fue vencido por el impulso instintivo de huir de la escena.
- “¿Que podíamos hacer?” —dijo saliendo de su abstracción, como excusándose.
- “No lo sé —contestó su amigo aminorando el paso—, sólo estábamos ahí, mirando… sin hacer nada, éramos inútiles espectadores.”
Cleofas, poniendo paternalmente su mano sobre el hombro, le dijo: “Todos fuimos testigos de su soledad”. Las miradas de ambos se buscaron en un diálogo sin palabras, luego con un gesto de su cabeza le aminó a seguir.
Cleofas había caminado junto con los que estaban con el Maestro, le habían contado de la pesca milagrosa, él mismo había estado presente cuando con cinco panes y dos peces comieron cerca de cinco mil. Tampoco jamás se le borraría la felicidad indescriptible de Jairo al ver a su hija volver a la vida, y difícilmente podría olvidar a Bartimeo que andaba como loco por la ciudad reconociendo a quienes solo los había podido conocer por la voz.
Él sabía quién era Jesús y lo que era capaz de hacer, por eso no podía entender lo que había pasado. Incluso, cuando escuchó que le dijeron que se baje de la cruz, él estaba seguro de que lo podría hacer. Íntimamente deseó que un rayo cayera del cielo, consumiera a los soldados y a todas sus miserias, y que los ángeles bajasen para liberarlo de ese sufrimiento inmerecido.
Creyó también que todo podía ser parte de un gran plan. Esperaban a un Libertador como Moisés en la antigüedad. El Mar Rojo había sido la prueba de “lealtad” de Dios por su pueblo elegido, de la misma manera ahora la cruz se presentaba como un “nuevo Mar Rojo”; sería la señal irrefutable de que Dios estaba con ellos y al fin serían libres del imperio romano. Todo coincidía.
La savia vital del cuerpo de Aquel cuyo propósito en su vida fue amar, se estaba vertiendo sin pausa, gotas espesas de sangre caían de la cruz, extrañamente algunas parecían dibujar pétalos de rosa en el piso. La muerte irreverente se acercaba lenta y paciente. El tiempo, indolente, no quiso aceptar tregua.
Ante lo desesperante de los hechos, Cleofas se repitió hasta el cansancio: “Algo tiene que pasar, algo tiene que pasar…”.
Esperó… y esperó.
Pero nada de lo que esperaba sucedió.
- “¡Dónde estás!” —gritó su cerebro, pero su boca se negó a emitir sonido. La ansiada señal se había tornado lentamente en desilusión.
En lo ondulado del camino a Emaús, la gente marchaba formando grupos, algunos pequeños, otros más grandes separados por cien o doscientos metros. Una ráfaga de aire algo más fresco se arremolinó frente a ellos esparciendo el fino polvo del camino en sus ojos.
Por detrás alguien se acercó y empezó a caminar al mismo paso que ellos.
- “¿Qué es lo que discuten, y por qué están tristes?”
Cleofas y su amigo no tuvieron la menor intención de disimular el fastidio que les causó la irrupción de un extraño a su conversación. A modo de queja, Cleofas descargó: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que pasó en Jerusalén en estos días?”
Al recién llegado se le dibujó una leve sonrisa al ser llamado “forastero”, se sintió como un simple visitante, o alguien que su ciudadanía no era de ahí.
- “¿Qué cosas?” —preguntó el visitante.
Y ellos le dijeron: “De Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados le entregaron a condenación de muerte, y le crucificaron.”
Él observó en silencio la desazón en el rostro de ambos.
- “Pero nosotros— Cleofas continuó— esperábamos que Él fuera el que había de redimir a Israel, y además de todo esto, hoy es el tercer día que estas cosas acontecieron.”
Su mente recreó la última vez que habían estado cerca de Él, recordó el sonido de su voz, la forma de hablar. Interiormente se recriminó de no haber aprovechado mejor esos momentos que las voraces fauces del tiempo ya habían devorado.
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