Maruja Torres - Esperadme en el cielo

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Premio Nadal 2009
Un cuento para adultos sobre la felicidad de no rendirse jamás.
La narradora y protagonista se reúne en el Más Allá con sus amigos Terenci Moix y Manolo Vázquez Montalbán. Juntos pueden volver al pasado y revisitar los escenarios de su educación sentimental, así como desplazarse instantáneamente a cualquier punto que deseen.
Esperadme en el cielo es un libro gozoso con el que Maruja Torres consagra su talento de narradora haciendo un uso fascinante de la libertad de géneros.

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Maruja Torres Esperadme en el cielo Premio Nadal 2009 Maruja Torres 2009 - фото 1

Maruja Torres

Esperadme en el cielo

Premio Nadal 2009

© Maruja Torres, 2009

Para Juanuel

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera

Antonio Machado, «A un olmo seco»

¿De qué sirve un libro -pensó Alicia-, si no trae estampas ni diálogos?

Lewis Carroll,

Alicia en el País de las Maravillas

Piensa cosas prodigiosas -explicó Peter Pan- y ellas te levantarán en el aire.

James M. Barrie, Peter Pan

1

El encuentro

– ¿Estoy muerta?

Mis amigos mostraban un mudo pero expresivo regocijo, tan incomprensible para mí como sus trajes de gala. Si, como suponía, acababa de reunirme con ellos en el Más Allá, su júbilo resultaba, por decir poco, indecoroso.

– ¿Muerta-muerta? -insistí.

Seguían sin hablar. Sonreían, se inclinaban, se quitaban y calaban el sombrero de copa, improvisaban reverencias, pantomimas propias de presentadores circenses que se disputaran el favor de un mismo público desde dos pistas contiguas. Sacudían el trasero para que los faldones de sus respectivos fracs aletearan coquetamente en ¿el aire? ¿Es aire lo que respiran los muertos? Se daban codazos y tarareaban una frivola melodía.

– ¡Manolo! -grité-. ¿También tú, que eras lan sobrio?

De los tres, fue el más comedido y parco en expresiones. Tres escritores del Barrio, crecidos cada cual a su modo y con su talento -el de ellos, inmenso-, por fin reunidos, y no precisamente en

una nueva colección de nuestra casa editora compartida. Difuntos, extintos, fallecidos los tres. Primero, Terenci, luego Manolo. Ahora parecía haberme tocado a mí. Los tres en nuestra sesentena, yo la más joven.

Seguían en silencio. Temí que el Más Allá les hubiera vuelto mudos, amén de sinsustancias o, algo peor, transustanciados en menos sustanciosos.

– Un poco de seriedad -supliqué, al borde de las lágrimas-. No guardáis duelo por mí, vuestra amiga del Barrio…

– Mira que eres burra.

El exabrupto me llegó directamente al cerebro, y no es una figura literaria. Recibí una concisa descarga telepática que se alojó en mi mente sin pasar por los conductos auditivos y que, al pronto, me desconcertó, más por el continente que por el contenido. Porque no sólo eran sincrónicos. ¡Eran es-tereofónicos! Manolo ponía los bajos y Terenci los agudos, además de la frase en su literalidad, que le pertenecía. Cuántas veces no me la había repetido, cariñosamente, cuando le confiaba mis aflicciones amorosas, teñidas de obcecación: nadie se mostraba más comprensivo que él, mi buen amigo, no menos grandilocuente que yo en sus operísticos romances.

No obstante, ser llamada burra nada más cruzar el Incierto Umbral es algo que no le apetece a nadie. Una se vuelve recelosa. Me preguntaba si, en el Otro Allá, el sinónimo de pollino, utilizado como adjetivo, adquiría características más defini-

tivas. Y lo más grave: ¿también Manolo había deseado, en el desertado ayer, llamarme burra en más «le una oportunidad, y había echado el freno a su lengua por mor de su apocamiento legendario?

Ah, ¿qué clase de fiambre era yo, que ni siquiera ahora podía desprenderme de la ponzoñosa inseguridad que siempre me había atormentado?

– Tienes razón -añadieron-. Somos telepá-ticos (menos cuando dormimos), estéreos y nos re-moríamos de ganas de decirte a la cara lo insoportable, pedante y pomposa que te has vuelto.

– Esto no es una bienvenida, ¡es un ultraje! -bramé.

Di una patada en el suelo y, al ser éste inexisten-te, es decir, al no ser, me desequilibré y empecé a caer, con un alarido de pánico. Mis amigos, sin dejar de sonreír, se colocaron el sombrero de copa bajo el brazo y ejecutaron una parsimoniosa cabriola antes de sujetarme. Situada entre los dos, que no me soltaban, y sintiéndome algo afianzada, gruñí:

– ¿Por qué soy tan bajita? Ya sé que la muerte encoge los humanos cuerpos, pero a vosotros, que lleváis más tiempo aquí, os veo altísimos, algo que nunca fuisteis.

– No te empeñes en hablar -me aleccionaron-. Leemos tus pensamientos. Tu calamitosa mente no guarda secretos para nosotros.

– Si no me organizo en forma de diálogo, me pierdo -protesté-. La costumbre de escribir, supongo.

– ¿Lo ves? -se hablaron por encima de mi cabeza, dirigiéndose a sí mismos. Es decir, era una pregunta mutua, y también lo fue su respuesta-. Mantiene algunas de sus facultades terrenales, aunque otras, como aquel sentido del humor y aquella ironía que antes nos deleitaban, tendremos que resucitárselas. Lleva años amustiada e irritable. Apliquémonos a espabilarla, removerla y vapulearla, por su propia conveniencia y la de nuestros propósitos.

Antes de que pudiera interrogarles sobre este último punto iniciaron unos pasos de claqué, bastante apañados, que me distrajeron, hoy supongo que intencionadamente, y ambos me animaron a que les secundara. Lo intenté, pero la cola del vestido de fiesta se me enredó en los pies…

– ¿Vestido de fiesta? -rugí de súbito-. ¿Qué pintas son éstas las que luzco? ¿Satén blanco, yo? ¿A mi edad y con este culo? ¿Queréis explicarme de qué me habéis disfrazado?

A no ser que… Un sugerente cuadro empezó a formarse en mi mente… Intenté borrarlo. Sabía que ellos se burlarían de mí. Traté de vaciarme. Como no podía, imaginé sobre la marcha algo que llamara su atención, distrayéndoles de mi meditación. ¿Podía colocarles un recuerdo compartido? ¿El desayuno de escritores en el hotel Regina con que se inicia cada año la Diada de Sant Jordi? No, hacía demasiado tiempo que ya no coincidíamos, ni allí ni en ninguna parte, ni ese día magnífico ni ningún otro… Si continuaba por ese camino, iba a

llorar. ¿Y si me concentraba en el Nilo? Que yo supiera, el Nilo nos gustaba a los tres. Y es un río resultón tanto para la muerte como para la literatura.

Esfuerzo inútil. Ráfagas de una ceremonia de alto copete me franquearon de oreja a oreja, extrayéndome cualquier otra imagen. Vi a un príncipe muy alto y sonrosado que me entregaba una placa y un diploma con mi nombre, vi el interior de un teatro resplandeciente y repleto de espectadores vetustamente engalanados que me aplaudían puestos en pie, y admiré el avance por el pasillo de un coro de gaiteros que interpretaba un bello himno. Sí, claudiqué, sin importarme que mis amigos me leyeran el pensamiento, así es como me habría gustado morir, de haber tenido la maldita Parca la delicadeza de consultar mi opinión sobre el asunto.

– No te hagas ilusiones, amiga nuestra -segaron el hilo de mi apaciguador desvarío-. Te quedaste frita en plena firma de tu último libro. Participaste en un coloquio sobre literatura y mujer, fíjate qué novedad, en la carpa de la Feria del Libro de Madrid. Allí ya entraste en estado de somnolencia, camuflada tras tus gafas de sol. Colap-saste más tarde, en la caseta, cuya cubierta de ura-lita ardía bajo el sol de la tarde, delante de veinte o treinta personas que esperaban tu dedicatoria. ¡Cómo te aburrías en ese tramo de tu vida!

Bajé la cabeza. Les sobraba razón, aunque no quisiera admitirlo ni muerta.

– ¿En qué te has convertido, mujera ? -la de-

formación del sustantivo, tan propia de Terenci, y pronunciada al unísono por Manolo, me anudó la garganta-. Tú, la niña del Raval, la charnega fiel, ¿habrías preferido que el patatús te sorprendiera mientras pronunciabas el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en retransmisión directa por el canal internacional de Televisión Española, poco antes de la emisión de un documental sobre la extinción del oso cántabro? Esta tía se ha bebido el entendimiento… Hay para alquilar sillas… Eso sí que es soñar tortillas…

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