Vicent Sala - El cazador de escarabajos

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París, 2018. Adrien Bélanger es un ex policía atormentado por su pasado. Gracias a la influencia de su antigua compañera y amante, logra participar en un insólito experimento gubernamental que se propone crear agentes psíquicos. Pero nada sale como estaba previsto.
Mientras, Maurice Pourault, un informático con ansias de venganza, idea un macabro juego de rol a escala 1:1, con París y sus catacumbas como escenario, en el que los participantes son títeres inconscientes en su plan asesino.
Dos vidas contrapuestas, dos historias en paralelo condenadas a cruzarse. Y cuando esto ocurra, solo uno podrá prevalecer…
Una novela trepidante, salpicada de un humor irreverente, que nos cuenta cómo los recuerdos que se estancan producen monstruos.

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—Claro —asintió Bélanger—. Ahora mismo, mientras intentaba pensar exclusivamente en las figuras, no podía evitar que se me cruzasen otras imágenes. ¿Cómo puede Tommy distinguir el pensamiento adecuado entre tanto batiburrillo mental?

—Todavía no tenemos claro qué mecanismo provoca que Tommy se centre en los pensamientos de un individuo con preferencia a los de otros —contestó la joven científica—. Sin embargo, al ser un animal, es presumible que su habilidad se centre en los pensamientos que él sabe que le proporcionarán una gratificación.

—Comprendo… Si “ve” unos de los signos zener, tiene premio; si ve una guitarra, o un esquimal, no le interesa —dedujo Bélanger.

—Por otra parte, todo indica que el sujeto puede discernir el pensamiento que se presente con más intensidad —remarcó Pierre.

—Y esa es, probablemente, la razón por la cual Tommy tarda una media de veinte segundos en reconocer la figura correcta —añadió Camille—. Probablemente necesita que la idea tome forma y se superponga a los otros pensamientos que estén fluyendo por la mente del individuo en cuestión.

—Y, por nuestra parte, hemos tratado de facilitarle la elección a Tommy —dijo Pierre.

—¿Qué quiere decir?

—Hemos pensado en usted para que él se centrase en el individuo cuya mente tenía que escrutar —terció Camille.

Justo al terminar Camille su frase, el adorable caniche se acercó a un pequeño oso de peluche, que reposaba en una esquina de la celda, y empezó a montarlo con cándida fruición.

—Vaya, menudos pensamientos tienen ustedes… Ya tengo ganas de poder leerles la mente —observó Bélanger con una sonrisa pícara.

—Ejem —carraspeó Camille, ligeramente ruborizada—. Tommy ha adquirido un don extraordinario, pero en ningún modo es ajeno a sus necesidades fisiológicas.

—Me tranquiliza saberlo. No me gustaría perder las ganas de… Aunque tal vez se viva mejor así —reflexionó Bélanger sin atisbo de ironía.

—Desconocemos qué ocurrirá en humanos. —Pierre trató de reconducir la conversación—. Pero, cuando lo consigamos, ustedes nos podrán explicar detalladamente cómo se desarrolla el proceso en la mente.

—Eso espero —contestó Bélanger—. ¿Cuándo empezamos?

—Ahora mismo —dijo Camille.

Regresaron a la sala principal, donde se reencontraron con Vipond, quien departía con sus colaboradores. El médico hablaba en un tono sobrio y ponderado, con una actitud muy alejada de la mantenida durante la entrevista inicial. Los tres pasaron de largo sin mediar palabra, y entraron en una habitación contigua. Era una sala pequeña, con taquillas y un banco. En la pared colgaban varias batas quirúrgicas. Camille cerró la puerta y se acercó a Pierre, que empezó a detallar a Bélanger cuál sería el procedimiento a seguir:

—Le vamos a injertar quirúrgicamente este pequeño dispositivo. —Pierre tomó algo parecido a una píldora y se la mostró a Bélanger—. Se introduce en el sujeto mediante un corte en la cavidad nasal. Es una intervención muy poco invasiva, y solo precisará de anestesia local.

“Cosas peores me he metido por la nariz, eso seguro”, pensó Bélanger, mientras sonreía ligeramente.

—El artefacto hace las funciones de un sonar psíquico —explicó Camille—. Sin necesidad de injertarse en el tejido cerebral, potencia las ondas psíquicas del cerebro, que se proyectan de forma periódica y, al rebotar con otros sujetos, transfieren al individuo la información de los pensamientos que…

—Una pregunta —la interrumpió Bélanger.

—Dígame.

—¿A cuántos voluntarios ha metido ese… sonar psíquico en la cabeza?

Camille dibujó una sonrisa tranquilizadora.

—Usted será el noveno, señor Bélanger. Los ocho primeros están en fase de prueba.

—Sin embargo, si han tenido que mostrarme a un caniche como ejemplo de su éxito, que, no me malinterpreten, ha sido algo espectacular, será porque todavía no han conseguido que funcione en ningún humano. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca —admitió Camille—. Quizás se deba a que además de imágenes, entendemos el cien por cien de las palabras, mientras que los perros solo comprenden una pequeña fracción del lenguaje verbal humano. Al fin y al cabo, los pensamientos son discursos interiores, y es posible que, al poder decodificar tanta información, esta se nos atasque.

—De todos modos —dijo Pierre—, Tommy ha sido el único ejemplar que ha arrojado resultados tan contundentes. Aún hay muchos factores que se nos escapan. Esperemos que usted sea nuestro primer “Tommy” humano.

—Le dejamos solo un momento para que se ponga la vestimenta para la cirugía —indicó Camille—. Cuando termine venga a la sala de cirugía.

Ambos científicos se dirigieron hacia una puerta que se encontraba enfrente de la que llevaba a la sala principal.

Una vez se hubo cambiado, Bélanger accedió a la sala de cirugía. Camille y Pierre, que le esperaban con la mascarilla puesta, le indicaron que se acostara boca abajo en la cama de operaciones. Al cabo de unos instantes, notó el doloroso pinchazo de la inyección de anestesia local, y poco después, le llegó la familiar sensación que supone experimentar cómo cortaban su piel sin percibir nada más que el sonido y las vibraciones de las tijeras, semejantes a lo que uno siente cuando corta una cartulina. Aunque estaba acostumbrado, ya que le habían cosido más de un punto por algún que otro navajazo, la experiencia no dejaba de ser bastante desagradable.

Mientras seguían hurgándole los interiores, le vino a la memoria aquella “caricia” que le dedicó un presunto terrorista en Nantes, en 2015, durante una redada; la cicatriz del brazo izquierdo quedó como testigo, tanto del ataque del criminal, como del contraataque de Bélanger, que acabó con el muchacho más muerto que la momia de un funcionario. Al final, resultó ser un camellito de hachís con la mano un poco larga. Fue a partir de ese día cuando Bélanger empezó a excederse con el alcohol.

La voz de Camille le sacó de su ensimismamiento.

—Bueno, Adrien. Ya hemos terminado. ¿Cómo se encuentra?

—Bien. Al menos parece que aún recuerdo mi nombre —bromeó Bélanger.

—Ja, ja, ja, perfecto. Intente no tocarse la zona durante unos días. Pasado este tiempo, si presiona, advertirá una pequeña protuberancia, como es natural. De todas formas, le realizaremos exámenes periódicos para asegurarnos de que evoluciona favorablemente.

Unos minutos después, los tres regresaron a la sala principal, donde les esperaba Vipond y el resto del equipo.

—Adrien, me alegra ver que estos muchachos no le han rebanado la nariz.

—Tiene un gran equipo, de eso no hay duda —repuso Bélanger, reprimiendo las ganas de palparse el apéndice nasal.

—¡Lo mejor de Francia! —exclamó Vipond—. Bueno, si descontamos a los que trabajan para alguna multinacional, je, je. Ahora, váyase a casa y acostúmbrese a esa nueva parte de usted que le hemos introducido. Mañana empezaremos con las pruebas.

—¿Si leo la mente de algún vecino les aviso?

—Por supuesto, venga corriendo a contárnoslo, ja, ja, ja. Aunque honestamente, no creo que pueda desarrollar la habilidad tan rápido. Insertamos el dispositivo al primer voluntario hace dos semanas, y hasta ahora no ha podido ni leer la mente de un adolescente, y eso que solo piensan en una cosa…. Vaya a casa y descanse, y no abuse del alcohol… aunque del sexo, no se prive, ja, ja, ja. —El científico le dio tal palmada a Bélanger que casi le abrió los puntos de la cirugía.

De regreso a casa, Bélanger no podía evitar fijar su mirada en cualquiera que se le cruzase, intentando captar algún razonamiento, idea, o al menos una imagen. Pero solo podía oír sus propias reflexiones. Afortunadamente, eran buenas a más no poder: se sentía motivado, con ganas de entrenar un poco, algo que tenía muy abandonado. Después, iría a cenar a un restaurante, se tomaría solo un par de copas de vino —y quizás una cerveza mientras elegía el menú—, se acostaría temprano, leería un par de páginas de ese libro de autoayuda que acumulaba polvo en la mesita del dormitorio, y dormiría de un tirón para presentarse fresco como una rosa en el centro de experimentación a la mañana siguiente, y dar lo mejor de sí.

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