José Luis Gómez Urdáñez - Víctimas del absolutismo

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El siglo de la Ilustración es también el siglo de la autoridad, y eso lo expresaba muy bien la política de la cuerda tirante, metáfora usada por Floridablanca que se refería a lo conveniente de tener siempre a un ahorcado en una picota o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad para disuadir a pobres o presos. Esta medida se empleó para que las levas de vagos tuvieran éxito; para que los gitanos tuvieran miedo y no intentaran huir de los arsenales; para que, en fin, los amotinados escarmentaran ante esa horrorosa visión.
Bajo la invocación de la máxima autoridad —que fue sacralizada—, los ilustrados pudieron aplicar universalmente la más refinada política represiva. Querían orden, limpieza, seguridad, obediencia, uniformidad de los súbditos en lengua y religión, y… mantenimiento de sus privilegios.
Todos han pasado a los manuales de historia de España, sin embargo, como próceres virtuosos, pero aquí los veremos en su lado más oscuro. Ensenada, cruel con los gitanos; el duque de Alba, «hombre de tan buena fama como mal corazón»; el conde de Aranda, capaz de dictar penas de muerte sin inmutarse; Floridablanca, que tenía claro que «los pobres son peligrosísimos». La crueldad se aprendía en la práctica diaria y, luego, se empleaba también contra los enemigos políticos. Cuesta imaginar, en la «España feliz borbónica», un navajazo a Floridablanca o un intento de envenenamiento a Jovellanos y quizás también a Saavedra. Hasta el reinado de Carlos IV, al menos las canalladas se hacían con refinamiento.
"Las víctimas del absolutismo que desfilan por este libro pueden serlo por los ataques de la reacción aristocrática o clerical, por los intrigantes de la Corte o por sus propios colegas ilustrados, dispuestos a la zancadilla o a algo peor por motivos normalmente poco confesables, por aspirar al poder, por salvaguardar su posición, por ejercitar la venganza. Eso en cuanto a las víctimas individuales, pero el autor también nos habla de las colectivas, de aquellos que sufren la miseria, que están discriminados por motivos raciales o religiosos, que están atados al duro banco de una galera (y no turquesca), que yacen en las prisiones inquisitoriales o que, como en el caso de los gitanos, sufren una espantosa persecución y una amenaza de acción genocida por parte —no solo, pero también— de los absolutistas ilustrados".
Del prólogo de Carlos Martínez Shaw

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La crítica contra la nobleza ociosa se abrió curso sin obstáculos desde que la nueva dinastía se rodeó de abogados —los cagatintas, como llamaba el conde de Aranda a los abogaduchos como Campomanes, o los sármatas como Grimaldi— y los elevó a los principales puestos ejecutivos al crear para ellos las secretarías y la vía reservada. El régimen de «ministros con el rey» se demostró útil para apartar a los grandes y dar paso a servidores del Estado como Macanaz, Grimaldo, Orendain, Patiño, Campillo, Cuadra (Villarías), Somodevilla (Ensenada), Campomanes, Moniño (Floridablanca), hidalguillos medrados, a los que, como mucho, se les vestía de marqueses o condes para adornar el cargo y para que el rey tuviera siempre al lado gente noble. No es que hubiera en la Corte un partido de mentalidad burguesa del que Feijoo fuera portavoz espontáneo, como mantiene Iris M. Zavala y aprueba Giovanni Stiffoni —para eso es muy pronto todavía—. Lo que había, y Feijoo y su amigo Sarmiento lo sabían, era un gran peligro en el partido de los grandes, que no dejó de moverse en torno al cuarto del príncipe Fernando desde que Felipe V volvió —ilegalmente— al trono otra vez, en 1724, y desde que comprobaron que Isabel Farnesio apoyaba un Gobierno de ministros plebeyos y les detestaba. La reacción en contra aumentó la potencia y cohesión del partido, como suele ocurrir todavía hoy: una mala oposición refuerza al poder.

Al criticar a la nobleza y elogiar el trabajo, Feijoo se ponía a la delantera de la política del siglo en los aspectos más temerarios, los que podemos rastrear en el mayor instrumento antifeudal del siglo XVIII, el catastro de Ensenada —el trabajo es la medida de la riqueza, iguala a todos, puro materialismo—; también en los fundamentos ideológicos de Campomanes sobre la desamortización y, desde luego, en las críticas de Jovellanos contra el mayorazgo en la reforma agraria, iniciada por Campomanes y Olavide, precisamente retomando alguna idea de Feijoo. Ahora bien, una empresa de esa envergadura tenía que producir contradicciones en un hombre como Feijoo, al fin y al cabo un benedictino y, por eso, el padre no olvida nunca citar las raíces nobles de todos aquellos a los que pide aprobación o dedica su obra. A veces incluso llega a ser empalagoso, como en la dedicatoria a Gaspar de Molina, obispo y gobernador del Consejo de Castilla, a quien le recuerda todos sus ancestros nobles: «Siendo tan excelso el origen de los Molinas, aún lo es más el de los Oviedos» (TC, VIII).

Feijoo debía saber que nadie que no fuera noble llegó a obispo en el siglo XVIII, así que al reflejar que el obispo también era conde seguramente se le escapó alguna sonrisa picarona. Y es que esta era la gran paradoja que quizás entendamos mejor con las propuestas teóricas de Pierre Bourdieu, que Jacques Soubeyroux ha aplicado a su construcción de un Goya que desprecia la nobleza, pero que no deja de pedir que le reconozcan, a él y a su familia, la condición de infanzón (hidalgo). A favor y en contra, avec et contre, así se fue modulando la política de los reformistas contra el viejo orden feudal, al que indefectiblemente pertenecían.

La utilidad, lo que Dios crio y lo que fabricaron los hombres

La segunda idea política del programa feijoniano es el utilitarismo como norma y finalidad del Estado. Estaba presente en las Cortes de toda Europa, pero Feijoo la tomó de su amigo el padre Sarmiento, a cuya tertulia acudió un joven Campomanes que siempre mantuvo con él una amigable relación. Sarmiento también era aficionado a la historia —como Campomanes que llegaría a ser director de la Real Academia de la Historia— y escribió algunos textos muy críticos contra la parálisis económica de España. También se nota en Feijoo la influencia de los escritores económicos, como Jerónimo de Ustáriz o Francisco Javier de Goyeneche, cuyos libros elogió.

Enunciada así, la idea del utilitarismo parece descargada de peligro, pero sus consecuencias eran entonces, para muchos —entre ellos, la mayoría de los eclesiásticos—, puro materialismo, efecto perverso de la política secularizada e impía. «Los pobres siempre los tendréis con vosotros», dice el mensaje evangélico, pero había escritores que no se daban por satisfechos e indagaban en las causas de la pobreza, por otra parte, la gran justificación de la caridad, lo que hacía frivolizar a Voltaire —un escritor que Feijoo citaría como fuente—, que veía en la caridad la justificación de las riquezas del clero. Nada podía satisfacer más a Campomanes que los discursos feijonianos sobre el trabajo honrado, el fomento de la agricultura y la lucha contra la ociosidad, la discriminación entre pobres y ociosos, el empleo cabal de la limosna, la construcción de hospicios, establecimientos útiles, en fin, la estatalización de la caridad, su tránsito hacia la beneficencia ilustrada. Estos eran los temas que ocupaban al fiscal cuando escribió la Noticia, pues el mismo año publicaba el Tratado de la regalía de amortización, aunque ya se anunciaban en su primera obra, el Bosquejo de política española (1750). Por eso, escribió en la Noticia, trayendo a su lado al propio papa: «Hicieron las razones del padre Feijoo tanto efecto, que el gran papa Benedicto XIV asintió a esta reformación (moderar los días festivos) con gran utilidad del Estado; y el mismo concepto formó de los Discursos de nuestro sabio sobre la reformación de la música de los templos». En efecto, el papa citaba expresamente a Feijoo en la encíclica Annus qui, publicada en febrero de 1749.

«Esta reformación con gran utilidad del Estado» incluía también la política de hospicios y concentración de rentas de fundaciones pías. Descrita por Feijoo admirablemente provocó, sin embargo, la oposición de muchos prelados, conscientes de que era el comienzo de la intervención estatal en su monopolio, el de la caridad bien entendida, que quedaría en manos del Estado leviatán y su instrumento, la Razón. Campomanes vio con claridad el riesgo al que se enfrentaba el Estado, la maquinaria ciega descrita por Hobbes —a quien Feijoo criticó expresamente—, pero el padre solo lo pudo intuir, sin ver todavía los peligros a que se exponía al apoyar la línea más dura de la política del despotismo contra los vagos:

Averigüen quiénes son y dónde moran los mendigos válidos, o capaces de trabajar, que acuden a ella: hecho esto, lo avisen a la Justicia, la cual encarcelándolos luego al punto, en cumpliéndose un número suficiente, con público pregón hará constar a todos, que hay tantos hombres y tantas mujeres ociosas para que los que necesitasen de su servicio, o ya en el cultivo de los campos, en los oficios domésticos, acudan para que se les entreguen, con pena de doscientos azotes o de galeras a los que desertasen. También se podrían sacar de estos todos los hábiles para la guerra, remitiéndolos a temporadas a esta o aquella guarnición, como se hace con los delincuentes que envían a galeras. (TC, VI: 1).

Qué más podía querer un Campomanes que solo un par de años después iba a poner en marcha, con Aranda y Olavide, en 1766, el plan de recoger mendigos, esos «seres peligrosísimos» de los que hablaba Floridablanca todavía diez años después, que, como veremos, ya solo eran considerados un peligro para el Estado. Mano dura y cuerda tirante.

La monarquía, al lado de las reformas, y la oposición

Como no podía ser de otra forma en el siglo, Feijoo comprendió el papel crucial de la monarquía, aunque tuvo que callar mucho sobre la vida cortesana a la que renunció. Resulta paradójico, pues el padre vivió bajo el reinado de tres reyes enfermizos y locos —no es extraño que Carlos III le pareciera un gigante— y, sin embargo, como veremos, la monarquía fue pieza angular en su ideario. No había otra opción; como decía un pasquín a la caída de Ensenada: «Los arcanos del rey no se indagan, se veneran». Nunca, por tanto, habrá en sus escritos una mínima crítica política coyuntural, por más que le llegaran pasquines, ejemplares de El Duende, rumores y toda clase de sátiras sobre la vida cortesana organizada en torno a un rey loco y una reina empeñada en gobernar, unos príncipes de Asturias relegados por la madrastra y un partido español suspirando por llevar al trono a la gran esperanza, Bárbara y Fernando, objetos de especial adulación.

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