−Lamento que no quiera colaborar –dijo al fin−. Esto nos obliga a actuar de otra manera… Muy pronto tendrá noticias nuestras.
Me había colgado, dejándome con ganas de aclarar su velada amenaza, y cerré el móvil de un golpe, con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escaparse de mi cuerpo. Pensaba en Ágata, en el libro que me había mostrado y en el texto que había descubierto en él, y sentí la imperiosa necesidad de regresar a casa y releer mi novela. Miré entonces hacia la puerta de cristal, y vi el cielo nublado y a mi padre en primer término con la regadera ya vacía en la mano.
−Hijo, pareces un cadáver. ¿Te encuentras bien?
Estudié esa figura que se recortaba contra el vano de la puerta. Damián estaba allí, como siempre, con esa expresión serena de la que había hecho gala toda su vida, la de un hombre cabal, equilibrado y pacífico. Dio un paso corto, se miró la punta de los zapatos, y de súbito volvió a enseñarme ese aire de desvarío que se apoderaba de él.
−No te quedes ahí parado, podría mearme encima de ti si quisiera… −esbozó una sonrisa torpe, como si escapara de él, y no supe si ese hombre seguía siendo mi padre o no.
Me giré, no pude evitar darle la espalda, y me encontré entre sus estadios vacíos, en medio de un silencio congelado en imágenes en blanco y negro, y traté de reprimir mi llanto.
Me daba cuenta de que Moses estaba absolutamente concentrado en mi historia, como si la llamada de O´Neal lo hubiera desorientado.
−Aclárame algo, Elio −dijo entonces−. ¿El libro que te mostró tu madre es el mismo del que te hablaba O´Neal?
−No exactamente.
−¿Por qué piensas que ellos creían que tenías el original de El libro de las palabras robadas ?
Moví la cabeza de un lado a otro, sin certeza de nada. Entonces Moses dejó la libreta a un lado y se incorporó. Me sorprendió la agilidad del movimiento. De su escritorio, cogió un libro y descubrí con un algo de regocijo que finalmente se había decidido a cumplir su promesa: había comprado mi novela.
−No sabía que te gustaran los relatos de misterio −apunté con algo de guasa.
−No, no me gustan, pero tengo que leerla si quiero ayudarte. ¿Por qué no usas el apellido de tu padre? Urrea suena bastante mejor que Vázquez para un escritor.
−Fue una decisión algo romántica aunque quizá equivocada −le repliqué−. Seguramente tengas razón, como mi padre...
−Creo que seguiremos mañana −había devuelto mi libro a su sitio, y me contemplaba con el distanciamiento que creaba en cuanto la sesión llegaba a su término−. Elio, puedes llevarte tus seis pitillos –añadió sacando su reloj de bolsillo del chaleco.
Tomé aire, asentí, y lentamente repuse mi cajetilla con seis ejemplares impecables.
LA FOTO DE TETUÁN
Mi hermana Silvia no se parece a Ágata. Tiene los ojos verdes esmerilados, los labios rotundos y la mandíbula marcada, estrecha pero atractiva. El pelo castaño y las cejas poco tupidas la diferencian claramente de nuestra madre. No sabría decir si es guapa para los otros hombres, ni siquiera si despierta alguna atracción. De lo que sí estoy seguro es que se trata de alguien en quien me puedo refugiar.
La llamé en cuanto dejé a Damián en casa de Julio Macho con una excusa banal. Julio es un viejo compañero, otro soñador con el que mi padre había compartido momentos de gloria y bastantes más desilusiones. Conduje por la avenida de la Rosaleda, pasé la Escuela de Idiomas y aparqué cerca del Mercado, así que sólo hube de caminar treinta metros hasta el edificio en el que vive mi hermana. Durante todo ese tiempo, la llamada de O´Neal era un eco en mi cerebro; me preguntaba qué habría querido decir cuando me amenazó con que le obligaba a actuar de otra manera. Sin saber la razón, pensé en Robert de Niro, en la escena de Uno de los nuestros en la que, junto a la barra de un bar, patea la cabeza de un hombre hasta machacársela. Pero O´Neal trabajaba para una empresa editorial y, por lo que yo sabía, los del ramo solían ser personas educadas que dilucidaban sus diferencias con un bourbon de por medio.
Cuando ya iba a llamar a la puerta, recordé alarmado que el relato que había llevado a la redacción de El Periódico de Málaga ya había sido publicado con anterioridad, tal vez dos años antes, quizá menos. Fue como un flash. Lo veía impreso con claridad, el título con mi nombre debajo, y ahora iba a salir de nuevo como si se tratara de un trabajo inédito. Miré el reloj. Ya no tenía remedio. Lo achaqué a mi estado de ansiedad, y deseé con rabia que nadie recordara ese cuento, que en su día hubiera pasado desapercibido.
−Hola −nos besamos en la mejilla, y Silvia me miró de arriba abajo, igual que una madre que comprobara si su hijo regresa del colegio sucio o con la ropa intacta.
−Elicito, pareces más delgado… Y me da la impresión que preocupado por algo.
Entré a grandes zancadas hasta el salón, una habitación rectangular recargada de muebles y objetos de cerámica, plata y cristal. Me dirigí directamente al mueble bar, una reproducción de una goleta del siglo XVIII con las velas desplegadas de la que, subiendo la popa, se podía acceder a sus bodegas que almacenaban una botella de Chivas, otra de J&B, un par de Larios y ron miel Yacaré. No había mucho donde elegir; dudé un momento y finalmente me decidí por la ginebra. Mientras, le fui contando el fiasco cometido con el relato. Con los cambios que había hecho en el texto incluso podía dar la impresión de que trataba de disfrazarlo. Una auténtica vergüenza. Si Moñino se daba cuenta sería pasto de sus ácidas bromas desde su columna.
−¿Te traigo hielo? Sólo tengo Nordic para acompañar… ¿Te van a echar del periódico por eso?
Se dirigió a la cocina mientras yo me dejaba caer en el sofá sujetando la botella por el cuello. Miré de nuevo el reloj. Me sentía correr por una pista de atletismo que no tuviera final, sin avanzar un solo metro pese a mi esfuerzo. Si no tomaba algo pronto, temía ahogarme. Sin embargo, mi hermana tenía razón: primero tendrían que darse cuenta, y luego Vilches me preguntaría qué era lo que había ocurrido, podía inventarme cualquier excusa, la verdad quizá, un simple olvido, un error humano, o venderle la moto diciéndole que se trataba de un mero ejercicio de estilo, y después de eso él pondría mala cara y me recordaría que el acuerdo firmado era que los cuentos semanales fuesen siempre inéditos. Nada más. Quizá Almagro se mofara de mí, cualquier excusa es buena para él, pero mi pesadilla era Moñino, si no hubiese escrito tan cruelmente sobre su libro de poemas tal vez ahora no volara sobre mi cabeza su sombra amenazadora. En el fondo, lo que temía era que algún lector avispado enviara una carta al director criticando mi falta de creatividad. Y siempre hay un jodido lector avispado.
Al poco, vi a mi hermana acercarse con un par de botellines de tónica y una cubitera con hielo.
−Yo también me tomaré uno –se sentó a mi lado, y noté el olor durazno de su piel−. ¿Traes algún pitillo?
−No sé si habrá algún Winston… −le pasé el paquete.
−¡Uno! –dijo con regocijo, haciéndose con él. Lo encendió y le dio una calada. El humo se enredó en su cuello y luego ascendió hasta disiparse. Brindamos, bebimos y nos quedamos un buen rato en silencio.
−He dejado a papá con Julio antes de venir a verte –dije.
−Pensé que hoy vendríais los dos a comer –respondió ella con la mirada perdida en los cubitos de hielo de su vaso−. Los niños almuerzan con su tía, y Lorenzo no llegará hasta la noche…
−A papá le ocurre algo. Supongo que le ha llegado la hora de comenzar a portarse como un viejo de verdad…
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