Sergio Barce - El libro de las palabras robadas

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Marcado profundamente por varios acontecimientos ocurridos en el pasado, el escritor Elio Vázquez, para tratar de salvar la relación que mantiene con Sara, la mujer a la que ama, se enfrenta a sus demonios desvelando sus secretos más íntimos a Moses Shemtov, un viejo psiquiatra. Durante estas sesiones sabremos que una serie de hechos imprevisibles cambiaron por completo su vida.
Todo comienza en Málaga el día en el que presenta su nueva novela. Al terminar el acto, Arturo Kozer, un hombre al que no conoce, le acusa de haber puesto en peligro su vida con su nueva novela y, además, de haber desvelado el secreto de El libro de las palabras robadas, un codiciado manuscrito que hasta ese instante nadie sabe dónde se oculta. Ese mismo día, su padre sufre la primera pérdida de memoria que le llevará, días después, a ser internado en el hospital, y su madre, Ágata, muerta años antes, reaparece de manera imprevista. Mientras tanto, Elio trata de comunicarse con su hijo Marco pero, como suele ocurrir desde hace tiempo, no lo logra.
Tras recibir una inquietante amenaza, Elio Vázquez trata de encontrar a Arturo Kozer para desenmascarar su farsa y demostrar que su novela sólo es una creación ficticia que nada tiene que ver con la realidad. Su editor, Joan Gilabert, y la mujer de éste, Francesca, junto a Félix Quintá, un guardia civil retirado que escribe novelas negras de misterio, lo ayudarán en su tarea. Sin embargo, la codicia por hacerse con el códice al precio que sea va desvelando los motivos reales por los que actúan algunas de las personas en las que, hasta ese momento, Elio confiaba ciegamente. Todo vale con tal de hacerse con tan valioso botín.

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−Pero, ¿las ha leído? Me habían asegurado que ustedes leen todos los libros que reciben.

−Leemos todo, pero no estamos interesados especialmente en este género…

−Entonces no hay más que hablar –cortó Félix Quintá con suficiencia−. Yo sólo escribo para que alguien me lea, y si ustedes lo hacen, ¿qué puedo pedir más? Continuaré enviándoselas.

Así que siguió bombardeando a Joan Gilabert. El resto de la historia es bien conocido: Francesca se había convertido en una seguidora entusiasta del protagonista de esos libros, el detective privado Saverio Gris, y convenció a su marido de que una edición modesta con una de las novelas de Quintá no les iba a crear demasiados problemas. Podían probar, y ver qué ocurría. Era justicia poética con un hombre que sólo escribía por el puro placer de hacerlo para un lector. Joan Gilabert esquivó el primer envite endosándole el muerto a Vilches que, por intuición supongo, le propuso que escribiera para el periódico pequeñas crónicas de sucesos que resolviera su personaje, como los antiguos seriales, algo liviano para el fin de semana. El éxito fue espectacular.

Por supuesto, tras cuatro meses contemplando atónito lo que Francesca había predicho, Joan Gilabert no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer y hacerse con los derechos de sus novelas. De esta manera tan rocambolesca apareció Saverio Gris, detective (o El caso del trapecista manco) , que para regocijo de mi editor ocupó las listas de los más vendidos durante año y medio. Luego llegarían siete títulos más y una legión de fieles seguidores que ya hubiera deseado yo para mis libros.

Quintá me asió del antebrazo y me habló con aparente inquietud del asunto Berlusconi.

−Ya me ha dicho algo Almagro –dije con ganas de seguir mi camino.

−Vilches quiere comentártelo...

−Tal vez me pase más tarde. Ahora he de verme con nuestro común proxeneta.

−¿Tan mal te trata? Yo no tengo queja…

Félix Quintá tenía la virtud de hacerme sentir observado, como si llevara una cámara oculta entre las cejas. Lo dejé ahí, con ganas de hablar, y continué bajando las escaleras mientras me preguntaba cómo un animal como ése podía escribir unas novelas tan bien estructuradas.

Ya en la calle, recordé al anciano que se había suicidado, y me pregunté cómo habrían sido los instantes en los que recuperaba su lucidez, si habría sido capaz de recordar el tiempo vacío en el que perdía sus recuerdos, y al hacerlo me estremecí al darme cuenta de que mi padre comenzaba a vivir esa misma experiencia. Traté de no pensar en ello, y decidí que iría a verlo a la mañana siguiente.

Ese día había quedado con Joan Gilabert para organizar la presentación de la novela en Madrid. Lo llamé al móvil y nos citamos en La Casa del Guardia.

Sonó el teléfono.

−Un momento −me interrumpió Moses.

Era la primera vez que deteníamos una de nuestras sesiones y deduje que debía de tratarse de un asunto importante. Se había acercado al escritorio arrastrando los pies y se sentó en el sillón de cuero marrón. Comenzó a hablar en voz baja, apenas le oía, y luego sacó el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco. Estiré levemente el cuello para mirar la superficie de su mesa, y por supuesto allí estaban: otra docena de pitillos en perfecta formación de revista (los seis que dejé más otros seis nuevos). En ese sentido he de decir que siempre se ha comportado como un extraordinario anfitrión. Un hombre de la vieja escuela. Sentí un leve cosquilleo pero reprimí el primer impulso que me lanzaba a acercarme y estudiar de qué marcas se trataban en esta ocasión. Al poco, Moses colgó estrellando el manófono con cierta violencia, dio un bufido y regresó a su otro sillón. Yo me había hundido en el mío, aguardando quizá a que se pusiera a dar voces o a quejarse. Por el contrario, se limitó a hacerme una pregunta desconcertante.

−¿Qué opinas del suicidio, Elio? Quiero decir, si lo consideras algo reprobable o inmoral…

Supuse que esa mañana habría leído la noticia que me había resumido Irene y le respondí que nunca me había parado a pensarlo, pero que lo consideraba un acto que cometía un extraño contra un desconocido, porque cuando una persona llegaba al extremo de querer acabar con su propia vida era sencillamente porque había traspasado la línea que separa la cordura del delirio y en ese punto sólo queda alguien a quien ya no reconocemos. Hizo un gesto de aprobación, como si mi improvisada respuesta lo hubiese sorprendido.

−Interesante –dijo−. Pero hay capullos que se quieren quitar la vida sólo para joder a los demás, deberías considerarlo −le observé unos segundos, aturdido por su contundencia, por los términos empleados, y me aventuré a pensar que la llamada que había recibido poco antes había sido de uno de sus pacientes anunciándole que iba a saltarse la tapa de los sesos con una escopeta−. Bien, ¿dónde estábamos?

−Te contaba que había quedado con Joan Gilabert en La Casa del Guardia.

−Por supuesto −dijo lacónico−. Continúa.

−Al cruzar el umbral del bar, me sorprendió ver a Vilches agitando la mano para llamar mi atención. Creí haberlo dejado en la redacción, pero allí estaba. El local olía a vino y a serrín. Zigzagueé, y nos estrechamos la mano cuando alcancé el final de la barra. Besé a Francesca, y le di un cariñoso golpe en el brazo a Joan Gilabert, que dio un paso cortito hacia delante.

−Qué mala cara traes.

−Me he pasado la madrugada vomitando lo que no tenía en el estómago. Un asco, Vilches.

−¿Qué vas a tomar?

−No sé… Me arriesgaré con un vino dulce.

Vilches es un tipo aparentemente desaliñado, pero si uno se fija bien en su vestimenta nada queda al azar. La camisa de color caqui que llevaba aquel día podría hacer pensar que tenía más años que Matusalén, pero el tejido estaba confeccionado ex profeso para aparentarlo, de la misma manera que ocurría con sus pantalones de cazador de safaris, las botas de explorador de tierras lejanas o la bolsa que llevaba en bandolera igual que un compadre de Pancho Villa. Incluso su barba de varios días jamás sobrepasaba el aspecto de aquel encuentro. Se rasuraba la cabeza diariamente y cuidaba su forma física en el gimnasio, al que acudía con una constancia ejemplar. Vilches tenía su vida, y nadie podía penetrar en ella sin que previamente bajara el puente levadizo. Por lo demás, él, y por supuesto Joan Gilabert, eran las únicas personas en las que aún confiaba absolutamente. Vilches apuró su cerveza y pidió otra.

−Estás algo pálido…

−Será que no tomo el sol.

El vino no me estaba sentando todo lo bien que hubiera deseado, de forma que dejé el vaso en el mostrador y lo empujé suavemente para alejarlo de mí. Francesca me miraba con su habitual contundencia.

−¿Cómo anda todo?

Sabía perfectamente qué era lo que Vilches me estaba preguntando, pero lo soslayé, barriendo con la mirada a la gente que nos rodeaba. Joan Gilabert tenía su vaso en la mano y daba la sensación de que aguardara a que yo entrase al trapo. Por suerte, como en otras ocasiones, su mujer me hizo de escudero.

−¿Quién va a firmar la crítica de su novela? –preguntó a Vilches−. Pensé que ibas a sacarla esta mañana…

La miré con afecto y ella me correspondió con un temblor en los labios. Irradiaba esa inteligencia suya que la hacía tan sugestiva y, a la vez, tan temible. Esa expresión ya la dominaba con dieciséis años. Su seguridad era el mejor bastón con el que podía contar Joan Gilabert.

−La hará Nuria.

Suspiré aliviado. Y supongo que ellos también lo hicieron, aunque más discretamente. Todos sabíamos que Nuria Herrero haría un trabajo honesto, mientras que Héctor Moñino podría devolverme una vieja afrenta con sus temibles malas artes. Por supuesto no me habría gustado correr el riesgo de comprobarlo.

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