Pablo Farneda - Cómo hacerse un cuerpo en el arte
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La Inquisición actúa aquí como una instancia de control y represión tanto del saber farmacológico de las mujeres de las clases populares como de la potentia gaudendi que reside en algunas plantas (...). Esto es parte de un proceso de erradicación de saberes y poderes populares y de consolidación de un poder y un saber experto y hegemónico imprescindible para la implantación progresiva del capitalismo a escala global (...). Se crean así licencias para el ejercicio de la profesión médica que excluyen los saberes corporales de las mujeres, las parteras y las brujas. Se trata de exterminar o confiscar una cierta ecología del cuerpo y del alma, un tratamiento alucinógeno del dolor, del placer, de la excitación, y de erradicar las formas de subjetivación que se producen a través de la experiencia colectiva y corporal de los rituales... (Preciado 2008: 115-17).
Por eso el desafío es restablecer, a través de una serie de ritos (las acciones performáticas) el tiempo del ciclo vital que acompasa la vida y la muerte. Como afirma María Laura Méndez: “Los ritos son un intento permanente de conjurar el caos sin creer que puede existir un cosmos que permanezca inalterable” (2011: 154).
Así como la dimensión del acontecimiento mítico es la variación continua, y cada mito es una versión sin posibilidad de referencia a una verdad o versión primera, la dimensión del acontecimiento ritual es la repetición continua siempre forzada a recomenzar por la diferencia. Por esta razón el ritual no repite como si fuera la primera vez, porque no opera un “como si”, no finge. Cada vez pretende demarcar un territorio, recodificar los cuerpos y los espacios, reorganizar y reconducir los flujos del cosmos, limitar la entrada del caos, religar aquello que el transcurrir del tiempo ha roto, mundo de los vivos y de los muertos, cielo y tierra, pasado y futuro, individualidad y colectividad. Los rituales tienen la función de sanar las rupturas, por eso religan el cuerpo a su comunidad y la subjetividad a un territorio posible.
Una performance ritual se encuentra en la frontera entre el arte y la vida, lo cotidiano, lo privado y lo público. Al ejecutarse pone en cuestión y en crisis también esos límites, que se ven extrañados, expuestos e interpelados. Deviene en un modo de hacer arte con la propia vida a fuerza de operar una torsión sobre el sentido del campo del arte.
A su vez, la performance ritual funciona como experimentación posible para alcanzar un campo de intensidades. En su texto “¿cómo hacerse un cuerpo sin órganos?” (2002: 155) Deleuze y Guattari exploran esa famosa expresión robada a Antonin Artaud: el cuerpo sin órganos (CsO) no es un concepto, es una experiencia. ¿de qué? La experiencia de una intensidad o de una intensificación. En varios momentos de las dos obras que componen Capitalismo y esquizofrenia ( El AntiEdipo , 1995; Mil Mesetas , 2002) los autores utilizarán esta expresión para referirse a un campo de intensidades inmanentes. El deseo como campo o como superficie: desear es hacerse un CsO o entrar en él. Todos sus desarrollos conceptuales de las máquinas deseantes y de los campos sociales de deseo son nombrados y explorados en torno a esta expresión. A partir de ella estos pensadores batallan contra la sobrecodificación de los cuerpos, la introducción los cuerpos en una máquina binaria de clasificación e interpretación.
En su trabajo Antropología del cuerpo y modernidad (2000), David Le Breton reconstruye los modos en que las instituciones del saber científico y médico han anatomizado el cuerpo en nuestras sociedades, y han jerarquizado el acceso a una verdad del cuerpo que queda siempre en manos de otros, de los expertos, expropiado de cualquier saber colectivo. Estos conocimientos surgen fundamentalmente de la disección y el estudio de especímenes muertos, en donde el cuerpo es separado en partes, secciones, sistemas y es concebido ontológicamente en su inmovilidad (23).
¿Cuál es entonces la guerra a los órganos que en 1947 declara Artaud y que Deleuze-Guattari como un relevo retomarán a partir de los ‘70? Es la guerra contra todo sistema de sobrecodificación trascendente, de verdad última sobre los cuerpos, detentada por la pontificia universidad de los conocimientos de la salud. Es la guerra, en fin, no tanto contra los órganos sino contra el organismo, el sistema de organización que rige el principio o el fin (la finalidad) del cuerpo, aquel que dice lo que un cuerpo sí puede y lo que no: “El cuerpo sin órganos no se opone a los órganos, sino al organismo, a la organización orgánica de los órganos. El juicio de Dios, el sistema del juicio de Dios, el sistema teológico es precisamente la operación de Aquel que hace un organismo, porque no puede soportar el CsO (…) juicio de Dios del que se aprovechan los médicos y del que obtienen su poder” (2002: 163-164).
Esta noción del organismo como juicio de Dios aparece reactualizada en el pensamiento de Butler de la manera que citamos más arriba: el sexo como construcción ideal. Estas críticas interpelan la partición fundante de la episteme occidental: naturaleza-cultura. Evidencian las estrategias de asignación, envío y reenvíos a los compartimentos de la naturaleza o la cultura, de una serie de dispositivos de poder construidos histórica y socialmente, que distribuyen lo que creemos natural.
Frente al organismo, frente al Juicio de Dios, es poco lo que podremos conceptualizar o batallar, se trata más bien de abandonarlos, de producir una línea de fuga, de crear un nuevo territorio, de experimentar. Deleuze y Guattari dirán explícitamente: “de ningún modo [el CsO] es una noción, un concepto, más bien es una práctica, un conjunto de prácticas. El CsO no hay quien lo consiga, no se puede conseguir, nunca se acaba de acceder a él, es un límite” (2002: 156).
Podemos decir también que es el efecto de una experimentación con las intensidades: performance. De cualquier manera, todxs necesitamos del CsO y no podemos prescindir de él, no tanto porque preexista, sino porque es imposible desear sin fabricarse uno.
En las experiencias analizadas la performance se convierte, para Effy, en la línea de constitución de un cuerpo propio, de un cuerpo como campo de intensidades que le permiten no habitar (“nunca se acaba de acceder a él”) pero sí desorganizar una serie de estratificaciones o representaciones a través de su presentación, desbaratar localizaciones a través de la dislocación, para poder recortar un territorio singular a ser explorado.
La dimensión colectiva fundamental para hacerlo es encontrada en la práctica artística, a través de la cual es posible producir nuevos sentidos en torno a actos y situaciones que no pueden experimentarse en soledad. El arte performático opera como el modo de restitución frente a una ruptura de los lazos en una sociedad excluyente, a través de su re-significación ritual.
Así, el cuerpo también aparece expandido, abierto, expuesto, a un público y a una comunidad de sentido, tratando de restituir los flujos de intensidades, flujos de sangre y flujos menstruales que derraman el cuerpo y se vuelcan sobre la calle, las plazas, las instituciones. La performance es la exploración de lo que este cuerpo puede.
La expresión de Baruch de Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo” (1983), apunta a destituir toda verdad y saber seguro sobre los cuerpos para devolverles su potencia de exploración. Y un cuerpo puede, cada vez, algo distinto según los encuentros de los que es capaz.
A través de su obra Effy busca los encuentros que le permitirán transitar la experiencia de hacerse. La experimentación del CsO es una práctica peligrosa, que linda con el caos, con una intensificación que, de hacerse sin mesura y sin plano de consistencia, arrastraría llanamente al cuerpo hacia su disolución. Por eso la práctica artística que se aloja en una comunidad de sentido, aunque efímera y situacional, funciona a modo de plano de consistencia para una subjetividad.
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