La desaparición de personas por razones políticas en la Argentina de la última dictadura es un tema frecuente en la literatura de ficción.
Lo que el cuerpo vale cuenta, en ese mismo contexto histórico, la historia de una desaparición particular: la de un hombre mayor, con demencia senil, que simplemente se pierde en la calle.
Una historia de amor posterior a esos hechos los volverá a ubicar en el presente de los protagonistas. El pasado no deja de arrojar sus consecuencias, aun cuando se pretenda olvidado o superado.
Raúl Tamargo
Lo que el cuerpo vale
1a edición, 2019
Diseño de cubierta: Mailén Tamargo Gandía
ISBN: 978-987-86-0474-9
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A Patricia
A la memoria de Michelangelo Caldo,
a quien no conocí
Primera aparición
La mañana del 19 de febrero de 1979, poco antes de las siete, desde el zaguán, a través del vidrio, vi la figura difusa de una cabeza algo aplanada. Era la hora en que salía a diario, medio dormido, en dirección a la obra en la que trabajaba desde hacía dos o tres meses. La visión era imprecisa, pero ni el sueño que no me abandonaba ni la penumbra que los plátanos volcaban sobre la puerta de calle, podían poner en duda que allí había alguien. Me quedé inmóvil durante unos instantes. La figura tampoco se movía. Yo temía que hubiera más de una persona, en cuyo caso podía tratarse de policías o militares que estuvieran buscando a mi hermana mayor, algo que en la familia barajábamos como posible desde hacía tiempo y que jamás ocurrió. Más de una vez me había imaginado escapando por el patio, trepando la medianera con la ayuda de tres puntos que había estudiado minuciosamente: el piletón, un clavo de gancho insertado a unos dos metros y medio de altura y cuya utilidad para mí siempre había sido un misterio y, finalmente, una planchuela metálica en forma de L que formaba parte del sistema que enrollaba el toldo de lona con el que nos resguardábamos de la violencia del sol en los veranos. Nunca puse en juego, a modo de prueba, esa fantasía, lo que demuestra que no tomaba del todo en serio las advertencias de mi hermana, que cada dos o tres meses nos escribía desde Barcelona alentándonos para dejar la casa. Me parecía un exceso de prudencia o un rasgo paranoide que esas cartas nunca estuvieran dirigidas a nosotros en forma directa, que llegaran a través de amigos suyos que a su vez las habían recibido de otros amigos o conocidos. En ellas nos exigía o nos rogaba, según el caso, que nos fuéramos de allí, para lo cual exhibía abundantes argumentaciones y ejemplos. No estábamos dispuestos a dejar la casa, cada uno de nosotros por razones diferentes, que expresábamos solo a medias. Coincidíamos, sin embargo, en la idea de que la persecución estaba centrada en mi hermana mayor; los demás no teníamos nada que temer.
Aun así, la posibilidad de que entraran en casa me hacía temblar las piernas. En la mañana del diecinueve de febrero resolví ese temor del modo más temerario. Como todo permanecía inmóvil y en silencio al otro lado del vidrio, decidí que tomar otras precauciones era un acto de cobardía. Di vuelta las llaves en la cerradura. La silueta continuó en su estado de quietud. Es un borracho, pensé. Cuando por fin abrí la puerta, el hombre se recostó sobre la mocheta, dispuesto a seguir durmiendo. Eché cerrojo desde afuera, todo lo rápidamente que me fue posible, me distancié unos pasos, en dirección al cordón de la vereda y recién entonces tuve el valor de mirar directamente. Era un hombre de unos setenta años, algo menudo y estaba completamente desaliñado. Calzaba zapatillas de paño escocés, pero de colores distintos en cada pie. Llevaba boina negra. Lo más extraño en su indumentaria era que estaba cubierto con un sobretodo de paño pesado. Ya a esa hora de la mañana debía de haber unos veintiocho o veintinueve grados de temperatura. No sudaba. Abrió los ojos. Lo saludé. Respondió con un sonido que interpreté inofensivo por completo, casi amable. Se incorporó con una agilidad que no esperaba. Su rostro parecía anunciar alguna palabra que no llegaba a su boca. Creí que necesitaba beber. Abrí la puerta de casa y lo invité a pasar. El hombre atravesó el vano, más obediente que deseoso. Mientras giraba las llaves, de espaldas al invitado, escuché los ruidos de la carbonería de la esquina. Me pareció que los acompañaba un murmullo de chusmerío. El barrio comenzaba a moverse.
Atravesábamos el zaguán cuando le pregunté por su nombre. El pasillo alto y desierto devolvía un eco extraño; tenía la propiedad de tragarse las palabras y devolverlas transformadas en otras, la mayoría de las veces, ininteligibles. De pequeño, ese rasgo me llenaba de terrores sobrenaturales. Cuando debía atravesar el zaguán apuraba el paso hasta convertirlo en carrera. Ni la edad ni los estudios de acústica habían desterrado del todo la sensación de que las paredes encerraban un ente sonoro capaz de responder con más autonomía que un loro. En el recibidor, le dije mi nombre y volví a preguntar el suyo. El hombre se molestó. Eso estaba muy claro. Lo que no quedaba claro era su verdadero nombre.
—¿Quiere quitarse el abrigo mientras le busco un vaso de agua?
Mi madre acababa de levantarse y preparaba mate en la cocina. Se sorprendió de que todavía estuviera en casa.
—Hay un hombre en el recibidor. Parece enfermo.
Ensayó una protesta que escuché a medias. Me siguió hasta el recibidor y espió desde la puerta que daba al patio. El hombre bebió el agua de un solo trago. Conservaba el sobretodo puesto. Le ofrecí otro vaso. Un ligero movimiento de su cabeza me pareció una afirmación. Volví hasta la cocina seguido por mi madre y sus protestas a media voz.
—Voy a cambiarme —dijo, con una determinación tal que creí que volvería decidida a echar al visitante a las patadas.
El hombre se había quitado el abrigo y dormía, ladeado sobre el apoyabrazos de mimbre del sillón grande. Cuando comprobé que el sueño era profundo, me atreví a revisar los bolsillos del sobretodo, buscando un documento o un papel que me diera un nombre. Encontré un boleto de tren, el troquel de algún medicamento y tres despuntes de cigarro. En un pequeño bolsillo interior había una foto de una muchacha de unos dieciocho años, bellísima. La observé largo rato. Por entonces, padecía el mal de amores. La mayoría de las mujeres me resultaban atractivas. Todas ellas eran capaces de ganarse mi amor con un mínimo gesto, una palabra, ni hablar de una leve insinuación. Sin embargo, era la primera vez que me enamoraba de una fotografía. El parecido entre el rostro de la chica y del hombre dormido era significativo. No tuve dudas de que se trataba de su hija.
—Está durmiendo.
—Lo despertás y le decís que se vaya —me ordenó mi madre.
—No. Se queda en casa.
—¿Te volviste loco?
—Faltan hombres en esta casa —le dije, sin saber muy bien de dónde surgían esas palabras.
—Será una buena compañía para mí.
Mi madre no supo responder. Era tal su desconcierto que se mantuvo en silencio y completamente inmóvil a mi lado. Yo la espiaba con el rabillo del ojo, mientras terminaba la tarea que ella había dejado a medias. Me disponía a tomar otra ronda de mates.
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