Sutil en su escritura y sus asuntos, Más que nada se asoma al éxodo jujeño, las luchas entre realistas y patriotas, la devastación de un territorio, para narrar el amor entre Julián y Bartolina. Bajo el ala de Tizón, a quien rinde homenaje en el epígrafe, Raúl Tamargo nos ofrece un delicado relato pastoril, lejos de los tópicos de la novela histórica, con resonancias muy actuales en el deambular de un muchachito en medio de la destrucción, la muerte, la enfermedad, el abandono.
María Teresa Andruetto
Raúl Tamargo
Más que nada
Raúl Tamargo, 2017
1a edición por este sello, 2020
ISBN: 978-987-47727-0-1
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Más que nada fue editado por primera vez, en papel, por la editorial Alción, en 2017
Buenos Aires
www.edicionesacapela.wordpress.com
edicionesacapela@gmail.com
La imagen de la cubierta reproduce un cuadro de pintor anónimo de mediados del siglo XX (Museo Histórico Provincial de Jujuy)
«… cuando hasta los niños, acostumbrados al espectáculo de los pájaros negros sobrevolando, eran sentenciosos…»
Héctor Tizón
Sota de bastos, caballo de espadas.
Julián no necesita reloj para saber que pronto el sol se esconderá tras los cerros del oeste. Sabe que tiene el tiempo justo para regresar a la casa, encerrar a los animales en el corral, tomar su taza de leche y visitar a Bartolina.
Aunque el cielo está despejado, una nube lejana y solitaria, al otro lado de la quebrada, inquieta el andar del muchacho. Es una mancha blanca, larga y delgada, como una lanza que quisiera lastimar la entrada de la noche. La montaña está llena de señales que no es posible comprender. Julián apura el paso obligando al ganado a hacer lo mismo. Llegan al corral sin percances. Toma su leche en la cocina. En el cuarto de al lado, Bartolina llora, reclamando la suya. En el corral, la otra Bartolina berrea. Julián apura el trago y sale por la puerta de atrás, a un patio de tierra que linda con la parte trasera del corral. El cielo ahora está más azul. Él evita mirar hacia el cerro, no sea cosa que su mirada encuentre la del Coquena. Se sienta sobre la pirca y acaricia el hocico del animal. No se pregunta por qué le habrá tomado ese cariño fuerte. Ha dejado ya de llorar por el Negro. Sin embargo, no ha dejado de recordarlo. Por eso Julián no piensa que una cosa, tal vez, tiene que ver con la otra. Escucha ruidos como de caballos apurados. Ruidos que vienen del norte, pero no está seguro. Su madre lo llama desde adentro de la casa. Es hora de guardarse. Los hombres están en guerra. Es mejor cobijarse. Para eso la familia tiene casa.
Durante la cena, Ciriaco se mantiene en silencio. Le pesa el alma. Se ha quedado sin trabajo en la tienda. Las cenas se han vuelto tristes desde entonces. Bartolina, en brazos de la madre, ensaya una sonrisa. Lorenza lo festeja, pero su marido apenas lo nota. Julián observa. No sabe si reír, como su madre. Sospecha que su padre resultará ofendido. Recuerda entonces el último carnaval. Siempre que la tristeza se le acerca, recuerda el carnaval, para espantarla. Es un recuerdo lleno de sonidos. Las pisadas de las comparsas sobre la tierra de las calles, la música de las cañas. Cierra los ojos y el sonido crece como si la banda de músicos se viniera acercando. Sin embargo, en esta noche, otros ruidos ensucian sus recuerdos. Ciriaco se acerca a la puerta. Espía por las hendijas. Se escucha el sonido de hierros que se chocan y algún grito. Hombres que amenazan o responden sin que se entienda qué es lo que dicen. El barullo dura unos minutos y se muere de repente. Los perros ladran. Ciriaco vuelve a la mesa y dice:
—Han regresado.
Julián se acuesta, pero el sueño se demora en llegar. Algo le aprieta entre la garganta y la panza. Los perros no dejan de ladrar. Tal vez conversan, piensa. En el idioma de los perros. Ellos también deben de sentir miedo. El Negro sentía miedo cuando lo cascoteaban. Andaba siempre metiendo el hocico donde no debía. Detrás de las perras de los hacendados, detrás de un gato fino. Pero él volvía la noche siguiente, como ahora vuelven los soldados a defender el pueblo.
Estos perros que conversan en la noche dicen que pronto vendrán más, desde la Puna, y que habrán de quedarse con las cosas de todos. Se quedarán con el ganado, dicen los perros, se quedarán con Bartolina. Entonces, Julián sueña que es un soldado con uniforme y con fusil y que dispara desde el corral a los realistas que vienen desde el norte. No es un sueño tranquilo, pero tampoco es una pesadilla. Es un sueño que se suele soñar en este sitio, en estos tiempos.
Las mañanas todavía son frías, pero Julián presiente los brotes en las plantas. Hay otra luz y el aire huele más amable. Va cerro arriba. Aunque se ha acostumbrado a ver soldados en el pueblo, esta mañana, al atravesar la plaza, le parecieron muchos más. Le pareció que estaban más inquietos. Ha notado que otros hombres, sin uniformes ni armas, los rodeaban. En estas cosas piensa mientras sube, pero así como el paisaje va cambiando (hay más piedras ahora que unos minutos antes), también su pensamiento se desvía. Y recuerda. Se recuerda hace unas horas, después del desayuno. Los animales saliendo del corral y Bartolina tratando de escurrirse detrás de la manada. Está creciendo, piensa. Tiene ganas de cerro, piensa. Sonríe. Es entonces cuando mira hacia abajo. A esa distancia, las personas que ocupan la plaza se ven como manchitas de colores. Son muchas. Decide no avanzar con el rebaño. Se queda allí, mirando.
Algo importante ocurre, pero no es posible saber de qué se trata desde esta distancia. Solo gente que se mueve, jinetes que entran y que salen del pueblo. El cielo también se muestra inquieto. Pero eso no es extraño. Puede llover ahora y salir el sol más tarde y volver a llover luego. Para cubrirse de esos caprichos de las nubes tiene poncho. Es marrón, con vivos claros. Lorenza lo tejió para él. Piensa que tiene suerte de tener casa para cobijarse de la noche y poncho para resguardarse del frío y de la lluvia. Pero estos movimientos allá abajo, sin que sepa muy bien por qué, no lo dejan disfrutar del pensamiento. Entonces decide regresar. Más tarde volverá por los animales. No elige el sendero que lo lleva hasta la casa; elige otro, algo más largo, que desemboca en la plaza. El alboroto continúa. Sin embargo, solo para la vista es alboroto porque no hay voces que provengan de allí. Los paisanos se reúnen alrededor del algarrobo. Son de Humahuaca, pero también de otros lugares. Caras que Julián apenas conoce. Cree recordar a uno u otro, de alguna fiesta, de algún mercado. Todos hombres.
Cuando llega a la plaza, se escurre entre los cuerpos hasta llegar al pie del árbol. Entonces, la voz del militar se hace bien clara. No habla. Lee en voz alta, para la gente del pueblo, que no sabe leer. Julián no entiende lo que escucha. Mira las caras de los vecinos reunidos y le parece que ellos tampoco entienden. O que no les gusta lo que entienden. Arrugan la frente.
Cuando el soldado termina de leer, apoya el papel sobre el tronco del algarrobo y lo sujeta con clavos. Otro soldado, de menor rango, lo sostiene para que pueda martillar. Es tan intenso el silencio de la plaza que los golpes suenan y vuelven a sonar y vuelven a sonar y los oídos de Julián distinguen cada anillo del eco.
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