En la niñez temprana, el crecimiento físico se evidencia como constante, se desarrolla la lateralidad y se mejoran la fuerza y la coordinación motora (fina y gruesa). De igual modo, es una etapa en la que se tiene un mayor dominio de la marcha y se comienzan a controlar los esfínteres; se tiene una mayor conciencia del propio cuerpo; el apetito suele verse reducido y se presentan problemas asociados con el sueño. En el área cognitiva, se evidencia un egocentrismo claro, así como la presencia de ideas sobre el mundo que no responden a las lógicas de los adultos. Hacia el final del periodo se aumenta la comprensión del punto de vista del otro; la memoria y el lenguaje se observan más consolidados, así como el desarrollo de la inteligencia que se manifiesta con más claridad en términos observables por tratarse de la edad preescolar (Almonte-Vyhmeister y Montt-Steffens, 2013). Es un periodo caracterizado por una mayor búsqueda de autonomía; el dominio del lenguaje es una de las principales adquisiciones. El pensamiento es aún concreto e irreversible, se da una relación activa con los objetos y una mayor búsqueda de dominio sobre estos y las personas cercanas. De allí que antes de los cuatro años, el niño evidencia una etapa de posesividad y de obstinación.
Posteriormente, de los cuatro a los seis años, aproximadamente, en el aspecto psicosocial se evidencia el desarrollo de la identidad de género y son comunes el altruismo, la agresión y los miedos (Berger, 2007). En cuanto a las relaciones sociales, la interacción con otros niños comienza a tener mayor importancia al final del periodo, aunque la familia sea todavía el centro de las relaciones. A su vez, se complejiza la capacidad para comprender las emociones, aumentan el autoconcepto, la autoestima (aunque se caracteriza por ser global), el autocontrol, la independencia y la iniciativa.
Esta última parte de la niñez temprana se caracteriza además por una autonomía relativa en contextos no familiares, un mayor dominio del lenguaje y la motricidad, así como un auge de la imitación de roles y el juego dramático. En suma, aparecen miedos específicos (a la oscuridad o a elementos o personajes —reales o fantásticos—) y el juego evoluciona desde lo corporal hacia el juego basado en reglas pasando por el simbólico, que es más característico de los dos a los cuatro años. Por otra parte, las emociones suelen ser exageradas, fugaces e intensas; es la edad de los “por qué” (al involucrarse pensamientos de causalidad y comenzar a darse razones de los actos) y la tarea principal se convierte en la adquisición del sentido de iniciativa.
TENDENCIAS ACTUALES DEL DESARROLLO INFANTIL: EL DESARROLLO INTEGRAL
El desarrollo integral de los niños requiere ser generado a partir del establecimiento de ambientes de bienestar (desde los entornos hogar, de salud, educativo y de espacio público), con posibilidad de acceso a bienes, servicios y relaciones basadas en la perspectiva de derechos y equidad. Desde esta mirada, los elementos que caracterizan cualquier modalidad de atención integral para la primera infancia y que obedecen al principio de integralidad son: prestación conjunta de los servicios de educación y cuidado; ambientes protectores que reúnan condiciones de infraestructura y logística para favorecer una atención pertinente y adecuada, así como generar en los niños y las niñas sentimientos de confianza, con el fin de crear y vivir relaciones de afectividad, solidaridad, respeto y participación; atención en programas de educación inicial, basados en metodologías y contenidos, desarrollados en espacios que respondan a las necesidades y características de los niños y las niñas menores de seis años; articulación entre juego, arte, lenguaje y literatura, de manera tal que aseguren “un universo de experiencias capaces de despertar en el niño el interés por el conocimiento del mundo social y natural, una adquisición y dominio del lenguaje, una participación en la vida cultural de su tiempo y de relaciones plenas de sentido” (República de Colombia, 2006, p. 39); fortalecimiento del rol de la familia como primer educador y como corresponsable de la educación de la primera infancia, de manera tal que se favorezca el crecimiento, el desarrollo y el aprendizaje de los niños y de las niñas; afecto y buen trato, como elementos esenciales que permitan establecer vínculos afectivos, que potencien el desarrollo físico, psicológico y social de los niños y niñas (República de Colombia, 2006, p. 43).
En este sentido, la atención integral
es entendida como la forma a través de la cual los actores responsables de garantizar el derecho al pleno desarrollo de las niñas y los niños […] materializan de manera articulada la protección integral. Para que ello sea así, las acciones deben ser intersectoriales y darse en los órdenes nacional y territorial. (República de Colombia, 2013, p. 139)
Es por esto que, tal como lo señala la Unesco (2015), la atención no solo tiene que ver con el acceso a los alimentos, sino también con condiciones apropiadas de agua, sanidad y servicios de atención médica a las que las familias no siempre tienen acceso, aun cuando el marco de acción de Dakar y otras políticas internacionales ratificadas por Colombia señalan que así debe ser. Todo esto debe ir acompañado de un componente educativo en el que la estimulación y el aprendizaje tengan lugar lo antes posible y permitan contrarrestar los efectos que una mala nutrición puede llegar a generar. Es decir, estimular el desarrollo cognitivo temprano de los niños es un elemento fundamental. “La atención y la educación de la primera infancia no consiste meramente en velar por la seguridad de los niños y alimentarlos: los niños de todo el mundo deberían recibir apoyo para que prosperen, no solo para que sobrevivan […]” (p. 63).
Además, en sociedades con altos índices de pobreza, el “campo de juego” que se inicia a los seis años cuando el niño recién entra a la escuela, ya no resulta suficiente para nivelar o hacer justicia a aquellos niños que viven en pobreza. Al permitir que programas de desarrollo infantil temprano sean accesibles a todos los niños e intervenir a edades más tempranas (antes de los seis años, e inclusive desde los cero a los tres años), los gobiernos y defensores del desarrollo infantil temprano podrán ofrecerles a todos los niños la posibilidad de beneficiarse plenamente de la escuela e, incluso, tener éxito dentro del mercado laboral a futuro. Los programas en desarrollo infantil temprano pueden nivelar el campo de juego para todos los niños y ayudar a reconciliar a un país con sus objetivos de equidad y eficiencia (Young, 2003, p. 104).
De allí que sea particularmente importante la acción cooperativa entre personas y sistemas de salud, protección social y educación para luchar por la disminución de los factores de riesgo y la falta de cobertura y calidad. Ante esto, Mathers et al . (2014) exaltan que existen siete dimensiones o indicadores clave en torno a la atención y educación durante la infancia. Estas son: 1) el establecimiento de relaciones estables e interacciones con adultos sensibles y responsivos ante las problemáticas propias de este grupo poblacional; 2) las prácticas pedagógicas de calidad, con énfasis en la necesidad de fomentar el empleo de actividades basadas en el juego que permitan a todos los niños apropiarse, con rol activo, de sus propios procesos de aprendizaje; 3) la estabilidad y la continuidad como propiedades del cuidado que se brinda; 4) el ambiente físico y sus características en los que son determinantes la oferta de oportunidades de aprendizaje dentro de los entornos y la prevención de infecciones, enfermedades o problemas de nutrición; 5) las relaciones armoniosas entre las familias y los profesionales del cuidado y la educación en la infancia; 6) la adecuada proporción de niños por cuidador, de manera que propendan a ambientes de mayor interacción socioafectiva, grupos más pequeños y relaciones de apego más seguras y estables; y 7) la cualificación y formación de los profesionales encargados.
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