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Jean-Paul Sartre: La Náusea

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Jean-Paul Sartre La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Regresaré mañana a Bouville con el tren de mediodía. Me bastará quedarme dos días, para hacer las valijas y arreglar mis asuntos en el banco. Pienso que en el hotel Printania querrán que les pague una quincena más porque no les avisé. También tendré que devolver a la biblioteca los libros que he sacado. De todos nodos estaré de vuelta en París al fin de la semana. ¿Y qué ganaré con el cambio? Siempre en una ciudad; ésta está cortada por un río, la otra bordeada por el mar; salvo en esto son parecidas. Se escoge una tierra pelada, estéril; allí se llevan grandes piedras huecas. En esas piedras hay olores cautivos, olores más pesados que el aire. A veces los arrojan por las ventanas a las calles y allí se quedan hasta que los vientos los hayan desgarrado. Cuando el tiempo es despejado, los ruidos entran por una punta de la ciudad y salen por la otra, después de atravesar todos los muros; otras veces giran entre esas piedras que cocina el sol, que raja la helada.

Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación. La Vegetación se ha arrastrado kilómetros enteros en dirección a las ciudades. Aguarda. Cuando la ciudad esté muerta, la Vegetación la invadirá, trepará por las piedras, las estrechará, las escudriñará, las hará estallar con sus largas pinzas negras; cegará los agujeros y dejará colgar por todas partes sus patas verdes. Hay que quedarse en las ciudades mientras estén vivas, no se debe penetrar solo bajo la gran cabellera que está a sus puertas; es preciso dejarla ondular y crujir sin testigos. En las ciudades, si uno sabe arreglarse, escoger las horas en que los animales digieren o duermen en sus agujeros, detrás de los montones de detritos orgánicos, sólo se encuentran minerales, los existentes menos horrorosos.

Regresaré a Bouville. La Vegetación sitia a Bouville por tres lados solamente. En el cuarto hay un gran agujero lleno de un agua negra que se mueve sola. El viento silba entre las casas. Los olores duran menos que en otras partes; arrojados al mar por el viento, corren al ras del agua negra como juguetones copitos de bruma. Llueve. Se ha permitido que las plantas crecieran entre cuatro verjas. Plantas castradas, domesticadas, inofensivas, tan carnosas son. Tienen enormes hojas blancuzcas que cuelgan como orejas. Al tacto parecen cartílagos. Todo es gordo y blanco en Bouville, por toda el agua que cae del cielo. Regresaré a Bouville. ¡Qué horror!

Me despierto sobresaltado. Es medianoche. Hace seis horas que Anny salió de París. El barco se ha hecho a la mar. Anny duerme en un camarote, y en el puente, el tipo guapo, bronceado, fuma cigarrillos.

Martes, en Bouville.

¿Es esto la libertad? A mis pies los jardines descienden blandamente hacia la ciudad, y en cada jardín se levanta una casa. Veo el mar, pesado, inmóvil; veo a Bouville. Hace buen tiempo.

Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía soy bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar? Sólo ahora comprendo cuánto había contado con Anny para salvarme, en lo más fuerte de mis terrores, de mis náuseas. Mi pasado ha muerto, M. de Rollebon ha muerto, Anny volvió para quitarme toda esperanza. Estoy solo en esta calle blanca bordeada de jardines. Sólo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte.

Hoy mi vida llega a su fin. Mañana habré dejado esta ciudad que se extiende a mis pies, donde viví tanto tiempo. Ya no serás más que un nombre, rechoncho, burgués, muy francés, un nombre en mi memoria, menos rico que los de Florencia o Bagdad. Llegará una época en que me pregunte: “Pero cuando estaba en Bouville, ¿qué podía hacer durante todo el día?” Y de este sol, de esta tarde, no quedará nada, ni siquiera un recuerdo.

Toda mi vida está detrás de mí. La veo entera, veo su forma, veo los lentos movimientos que me han traído hasta aquí. Hay pocas cosas que decir de ella: una partida perdida, eso es todo. Hace tres años que entré en Bouville, solemnemente. Había perdido la primera vuelta. Quise jugar la segunda y también perdí; perdí la partida. Al mismo tiempo, supe que siempre se pierde. Sólo los cochinos creen ganar. Ahora voy a hacer como Anny, me sobreviviré. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como esos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía.

La Náusea me concede una corta tregua. Pero sé que volverá; es mi estado normal. Sólo que hoy mi cuerpo está demasiado agotado para soportarla, También los enfermos tienen afortunadas debilidades que les quitan, por algunas horas, la conciencia de su mal. Me aburro, eso es todo. De vez en cuando bostezo tan fuerte que las lágrimas me ruedan por las mejillas. Es un aburrimiento profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de que estoy hecho. No me descuido, por el contrario; esta mañana tomé un baño, me afeité. Sólo que cuando pienso en todos esos pequeños actos cuidadosos, no comprendo cómo pude ejecutarlos; son tan vanos. Sin duda el hábito los ejecuta por mí. Los hábitos no están muertos, continúan afanándose, tejiendo muy despacito, insidiosamente, sus tramas; me lavan, me secan, me visten, como nodrizas. ¿Habrán sido ellos, también, los que me trajeron a esta colina? Ya no recuerdo cómo vine. Por la escalera Dautry, sin duda; ¿pero subí realmente, uno por uno, sus ciento diez peldaños? Lo que quizá sea aún más difícil de imaginar, es que después voy a bajarlos. Sin embargo, lo sé; dentro de un rato me encontraré al pie del Cotean Vert; alzando la cabeza podré ver iluminarse a lo lejos las ventanas de estas casas que están tan cerca. A lo lejos. Sobre mi cabeza; y este instante, del que no puedo salir, que me encierra y me limita por todos lados, este instante del que estoy hecho, será un sueño borroso.

Miro, a mis pies, el centelleo gris de Bouville. Bajo el sol, es como montones de conchas, escamas, huesos astillados, casquijo. Perdidos entre esos restos, minúsculos resplandores de vidrio o de mica lanzan con intermitencias luces ligeras. Los arroyuelos, las zanjas, los delgados surcos que corren entre las conchas serán calles dentro de una hora; caminaré por esas calles, entre muros. Dentro de una hora seré uno de esos hombrecitos negros que distingo en la calle Boulibet.

Qué lejos de ellos me siento, desde lo alto de esta colina. Me parece que pertenecen a otra especie. Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, “una hermosa ciudad burguesa”. No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto otra cosa que el agua domeñada que sale por los grifos, la luz que surge de las bombitas cuando se hace presión en el interruptor, los árboles mestizos, bastardos, sostenidos con horquetas. Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra todos los días a las dieciséis en invierno, a las dieciocho en verano, el plomo se funde a 335°, el último tranvía sale del Ayuntamiento a las veintitrés y cinco. Son apacibles, un poco taciturnos, piensan en Mañana, es decir, simplemente, en un nuevo hoy; las ciudades sólo disponen de una sola jornada que se repite, muy parecida, todas las mañanas. Apenas la adornan un poco los domingos. Imbéciles. Me repugna pensar que volveré a ver sus caras gruesas y tranquilas. Legislan, escriben novelas populistas, se casan, cometen la extrema estupidez de tener hijos. Entre tanto, la gran naturaleza vaga se ha deslizado en la ciudad, se ha infiltrado en todas partes, en sus casas, en sus oficinas, en ellos mismos. No se mueve, permanece tranquila, y los hombres están bien metidos dentro, la respiran y no la ven, se imaginan que está afuera, a veinte leguas de la ciudad. Yo veo esa naturaleza, yo la veo … Sé que su sumisión es pereza, sé que no tiene leyes: lo que ellos toman por constancia… Sólo tiene hábitos y puede cambiarlos mañana.

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