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Jean-Paul Sartre: La Náusea

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Jean-Paul Sartre La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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No responde nada, creo que no se ha interesado mocho en lo que le dije.

Sin embargo, continúa, al cabo de un instante, y no sé si prosigue sus pensamientos o si es una respuesta a lo que acabo de decirle.

– Los cuadros, las estatuas son inutilizables: hermosas frente a mí. La música…

– Pero en el teatro…

– Bueno, ¿en el teatro qué? ¿Quieres enumerar todas las bellas artes?

– ¡En otros tiempos decías que deseabas hacer teatro porque en escena debían realizarse momentos perfectos!

– Sí, los he realizado, para los demás. Yo estaba en el polvo, en la corriente de aire, bajo luces crudas, entre telones de cartón. En general tenía por compañero a Thorndyke. Creo que lo has visto representar en Covent Garden. Siempre tenía miedo de soltarle una carcajada en las narices.

– ¿Pero nunca te posesionabas del papel?

– Un poco, por momentos; jamás con mucha fuerza. Lo esencial para todos nosotros era el agujero negro, exactamente adelante, en cuyo fondo había gente a la que no veíamos; a aquellos, evidentemente, se les presentaba un momento perfecto. Pero no vivían dentro; se desenvolvía delante de ellos. ¿Y piensas que nosotros, los actores, vivíamos dentro? Al final no estaba en ninguna parte, ni de un lado ni del otro de las candilejas, no existía; y sin embargo todo el mundo pensaba en él. Entonces, ¿comprendes?, lo mandé todo a pasear.

– Yo intenté escribir aquel libro…

Me interrumpe.

– Vivo en el pasado. Vuelvo a tomar todo lo que me ha sucedido y lo arreglo. De lejos, así, no está mal, uno casi se dejaría posesionar. Toda nuestra historia es bastante buena. Le doy unos toques y sale una serie de momentos perfectos. Entonces cierro los ojos y trato de imaginarme que vivo todavía dentro. También tengo otros personajes… Hay que saber concentrarse. ¿Sabes qué he leído? Los Ejercicios espirituales de Loyola. Me ha sido muy útil. Tiene una manera de colocar primero el decorado, y de presentar luego los personajes. Una llega a ver -agrega con aire maniaco.

– Bueno, eso no me satisfaría nada -digo.

– ¿Crees que me satisface?

Permanecimos un momento silenciosos. Cae la noche; distingo apenas la mancha pálida de su rostro. Su vestido negro se confunde con la sombra que invade la habitación. Maquinalmente tomo la taza donde queda todavía un poco de té y la llevo a los labios. El té está frío. Tengo ganas de fumar, pero no me atrevo. Siento la impresión penosa de que no tenemos más nada que decirnos. Todavía ayer pensaba hacerle tantas preguntas: ¿dónde había estado, qué había hecho, a quién había conocido? Pero esto me interesaba sólo en la medida en que Anny se hubiera entregado con toda el alma. Ahora perdí la curiosidad: todos los países, todas las ciudades por donde ha pasado, todos los hombres que le han hecho la corte y que quizá ella ha amado, todo eso no importa, todo eso le es en el fondo tan indiferente: pequeños destellos de sol en la superficie de un mar oscuro y frío. Anny está frente a mí, hacía cuatro años que no nos veíamos, y no tenemos nada más que decirnos.

– Ahora -dice Anny de golpe- debes marcharte. Espero a alguien.

– ¿Esperas?…

– No, espero a un alemán, un pintor.

Se echa a reír. Esa risa suena extrañamente en la habitación oscura.

– Mira, ahí tienes a uno que no es como nosotros, todavía. Obra, se gasta.

Me levanto de mala gana.

– ¿Cuándo volveré a verte?

– No sé, salgo mañana a la noche para Londres.

– ¿Por Dieppe?

– Sí, y creo que después iré a Egipto. Quizá pasaré por París el próximo invierno; te escribiré.

– Mañana estoy libre todo el día -le digo tímidamente.

– Sí, pero yo tengo mucho que hacer -responde con voz seca-. No, no puedo verte. Te escribiré desde Egipto. Sólo tienes que darme tu dirección.

– Es ésta.

Garabateo mi dirección en la penumbra, en un trozo de sobre. Tendré que avisar en el hotel Printania que me envíen las cartas, cuando me vaya de Bouville. En el fondo, sé que no escribirá. Tal vez la veré dentro de diez años. Tal vez sea la última vez que la veo. No estoy simplemente abrumado porque la dejo; tengo un miedo horrible de volver a mi soledad.

Anny se levanta; en la puerta me besa ligeramente en la boca.

– Para acordarme de tus labios -dice sonriendo-. Tengo que rejuvenecer mis recuerdos para mis “Ejercicios espirituales”.

La tomo del brazo y la acerco a mí. No resiste, pero dice que no con la cabeza.

– No. Ya no hay interés. No es posible empezar de nuevo… Y además, para lo que se puede hacer con la gente, el primer recién llegado un poco buen mozo vale tanto como tú.

– Pero entonces, ¿qué vas a hacer?

– Ya te lo he dicho, voy a Inglaterra.

– No, quiero decir…

– ¡Bueno, nada!

No he soltado sus brazos, le digo dulcemente;

– Y tengo que dejarte después de haberte encontrado.

Ahora distingo claramente su rostro. De pronto se pone pálido y descompuesto. Un rostro de vieja, absolutamente horrible; estoy bien seguro de que no lo ha buscado; está ahí, sin que lo sepa, acaso a pesar suyo.

– No -dice lentamente-, no. No me has encontrado.

Desprende sus brazos. Abre la puerta. El corredor está bañado de luz.

Anny se echa a reír.

– ¡Pobre! No tiene suerte. La primera vez que interpreta bien su papel, nadie se lo agradece. Vamos, vete.

Oigo cerrarse la puerta a mis espaldas.

Domingo.

Esta mañana consulté la guía de ferrocarriles; suponiendo que no me haya mentido, partirá en el tren de Dieppe a las cinco y treinta y ocho. ¿Pero y si el tipo la llevara en auto? Vagué toda la mañana por las calles de Menilmontant y a la tarde por los muelles. Unos pasos, unas paredes me separaban de ella. A las seis y treinta y ocho nuestra conversación de ayer se convertiría en un recuerdo, la mujer opulenta cuyos labios habían rozado mi boca, se uniría en el pasado a la chiquilla delgada de Meknes, de Londres. Pero aún no era pasado, puesto que todavía estaba allí, todavía era posible volver a verla, convencerla, llevarla conmigo para siempre. Aún no me sentía solo.

Quise apartar de mi pensamiento a Anny porque, a fuerza de imaginar su cuerpo y su rostro, había caído en una extremada nerviosidad; me temblaban las manos y sentía por todo el cuerpo estremecimientos helados. Me puse a hojear los libros en los escaparates de los revendedores y muy especialmente las publicaciones obscenas, porque a pesar de todo, entretienen la mente.

Cuando dieron las cinco en el reloj de la estación de Orsay, estaba mirando las figuras de una obra titulada El doctor del látigo. Eran poco variadas: en la mayor parte un barbudo alto blandía una fusta sobre monstruosas grupas desnudas. Cuando me di cuenta de que eran las cinco, arrojé el libro entre los demás y salte a un taxi que me condujo a la estación Saint-Lazare.

Me paseé unos veinte minutos por el andén y al fin los vi. Ella llevaba un grueso abrigo de piel que le daba el aire de una dama. Y un velo. El tipo tenía un abrigo de pelo de camello. Era bronceado, joven aún, muy alto, muy guapo. Extranjero seguramente, pero no inglés; quizá egipcio. Subieron al tren sin verme. No se hablaban. Después el tipo se apeó y compró diarios. Anny bajó el vidrio de su compartimiento; me vio. Me miró largo rato, sin cólera, con ojos inexpresivos. Después el individuo volvió a subir al vagón y el tren partió. En ese momento vi claramente el restaurante de Piccadilly donde almorzábamos en otros tiempos; luego todo desapareció. Caminé. Cuando me sentí fatigado, entré en este café y me quedé dormido. El mozo acaba de despertarme, y escribí esto en un semisueño.

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