—Entonces,¿ cuándo tendría yo que salir? —pregunté alzando la voz—. ¿De noche, quizás? Estoy libre del ocaso al alba... ¿En lugar de dormir, tendré que callejear? A diferencia de Kyle yo vivo aquí, no vuelvo a casa por la noche.
—No te aventures a salir de noche. Es peligroso.
Sus palabras silenciosas se grabaron en mi conciencia, provocando un débil sentimiento de furia.
—Estamos en un callejón sin salida —dije, con voz gélida como la suya—. Quiero visitar los alrededores, pero no me concede un día libre para poder hacerlo. Por otro lado, sin embargo, me sugiere de forma amenazadora que no salga de noche, definiéndolo peligroso. ¿Qué me queda por hacer?
—Eres aún más bella cuando te enfadas, Melisande Bruno —observó, sin que viniera al caso—. La cólera te tiñe las mejillas de un rosa delicioso.
Me deleite por un instante delicioso en la alegría de ese halago, luego la ira tomó la delantera.
—¿Entonces? ¿Tendré un día libre?
Sonrió de través, y mi furia languideció, sustituida por una excitación diferente e impensable.
—Ok, que sea el domingo —decidió finalmente.
—¿El domingo? —Había cedido tan rápidamente que me sorprendió. Era tan rápido en sus decisiones como para hacerme dudar de su capacidad para cumplirlas—. Pero es también el día libre de la señora Mc Millian... ¿Está seguro de...?
—Millicent está libre sólo en la mañana. Usted puede tomar la tarde.
Asentí, poco convencida. Por el momento debía contentarme.
—De acuerdo.
Señaló la fuente.
—¿La lleva a la cocina, por favor?
Estaba ya llegando a la puerta, cuando un pensamiento me hirió con el impacto de un meteorito.
—¿Por qué precisamente el domingo?
Me volteé a mirarlo. Tenía la expresión de una serpiente de cascabel, y comprendí todo en un a abrir y cerrar de ojos. Porque hoy es domingo, y tendré que esperar siete días. Una victoria pírrica. Estaba tan furiosa que me tentó la idea de tirarle encima la fuente.
—Pasará rápidamente —me persuadió, divertido—. Ah, no tire la puerta, cuando salga.
Fui tentada de hacerlo, pero me obstaculizó la fuente. Habría tenido que colocarla por tierra, y renuncié a la idea. Probablemente se habría divertido aún más.
Aquella noche, por primera vez en mi vida, soñé.
Parecía que era un espíritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebastián Mc Laine me tendía la mano, amable.
—¿Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno?
Estaba parado, inmóvil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, pálida, de la misma consistencia de los sueños. Cubrí la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. Él me sonrió encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya.
—Señor Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una niña.
Él recambió mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros.
—Al menos en los sueños, sí. ¿No quieres llamarme Sebastián, Melisande? ¿Al menos en el sueño?
Me sentí embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fantástico e irreal.
—De acuerdo... Sebastián.
Sus labios me ciñeron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —¿Sabes bailar, Melisande?
—No.
—Entonces déjate guiar por mí. ¿Crees que lo puedes hacer? —Me miró desconfiado, ahora.
—No creo que lo logre —admití, sincera.
Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.
—¿Ni siquiera en sueños?
—Yo no sueño nunca —respondí incrédula.
Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.
—Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.
—¿Por qué debería? —objeté.
—Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?
Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.
—No, quédate conmigo, por favor.
—¿Me quieres realmente en tu sueño?
—No quisiera ningún otro —dije arrogante.
Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.
—¡También aquí!
El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.
—Tengo que irme.
Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.
—¿Debes, precisamente?
—Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.
—¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.
Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.
—¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?
Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.
La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.
Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.
—Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?
—Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sueño.
—Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qué me refería.
Se volcó en un relato detallado del día transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me decían nada. Como siempre, la dejé hablar, con la mente ocupada en fantasías mucho más agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver.
Era infantil pensar que sería una jornada diferente, que él se comportaría de forma diferente. Había sido un sueño, nada más. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuación en la realidad.
Cuando llegué al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levantó apenas la mirada cuando aparecí.
—Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginación... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios...
Su tono insípido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ningún saludo, ningún reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me saludé yo misma. ¡Qué necia al pensar lo contrario! Es por eso que no había nunca logrado soñar antes. Porque no creía, no esperaba, no me atrevía a desear nada. Debía volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusión. Pero quizás lo soñaré de nuevo. El pensamiento me calentó más que el té de la señora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detrás de la ventana.
—¡Hey! ¿Qué hace allí plantada como una estatua? Siéntese, por Dios.
Me senté frente a él, dócilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pasó la carta, con aire serio.
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