Dinero. Monique necesitaba dinero; más. Había vendido todo lo que poseía en Londres, muy poco por cierto, para ayudarla y, tras pocas semanas, estábamos al punto de partida. Sabía que los tratamientos para papá eran costosos, pero ahora comenzaba a tener miedo. Si Sebastián Mc Laine me hubiera despedido, y sólo Dios sabía si tenía buenas razones para hacerlo, a no ser por el entretenimiento, me hubiera encontrado en medio de la calle. ¿Cómo podía, después de lo ocurrido pedirle un anticipo? Me resultaba agotador el tan solo pensamiento de hacerlo. Monique nunca había tenido ninguna clase de reparos, dotada como estaba de una cara dura envidiable, pero para mí las cosas eran distintas. Comunicar no era mi fuerte, pedir ayuda imposible. Demasiado miedo al rechazo. Una sola vez lo había hecho, y aún recordaba el sabor del no, la sensación de rechazo, el ruido de la puerta derribada en la cara.
—Kyle es realmente un vago. Ha desaparecido con el auto en la tarde, y ha regresado hace solo media hora. El señor Mc Laine está furibundo. Echaría a patadas ese tipo, ¡lo digo yo! ¡Dejar así al señor sin asistencia!
La voz de la señora Mc Millian estaba llena de indignación, como si Kyle le hubiese hecho un daño personal. Yo seguía poniendo a un lado la comida en el plato, sin la más mínima señal de apetito. La mujer siguió hablando, prolija como siempre, y no se percató de mi falta de apetito. Le sonreí de manera forzada, y volví a sumergirme en la capa negra de mis pensamientos. «¿De dónde sacar ese dinero?» No, no tenía elección. Faltaban dos semanas para el momento en el que cobraría el sueldo. Monique tenía que esperar. Le enviaría todo, esperando que no fuera una acción imprudente. El riesgo de ser despedida sin preaviso era terriblemente real. El señor Mc Laine era un hombre imprevisible, dotado de un carácter inigualable y evidentemente poco fiable.
Me retiré a mi habitación, tan afligida que no lograba ni llorar ni estar calmada. Me acosté, llamando al sueño, que tardó en llegar. Ya no tenía control sobre nada, marginada por mi propio cuerpo. Demás está decir que no soñé aquella noche.
El zumbido en mi cabeza era como un barro negro e hirviente que se me venía encima, sin darme tregua. El recibimiento de Mc Laine no fue frío como me lo esperaba, quizás porque se limitó a ignorarme sin contestar mi saludo. Durante toda la mañana actuó como si yo no estuviera, y fui devorada por mi propia infelicidad.
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