—Escríbale. Dígale que tendrá su manuscrito en la fecha prevista.
—¿Está seguro que podrá? Quiero decir... Está reescribiendo todo...
Reaccionó irritado por lo que consideró una crítica.
—Son mis piernas que están paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acabó. Definitivamente.
Mantuve un prudente silencio durante toda la mañana, mientras lo veía pulsar las teclas del ordenador con inusual energía. Sebastián Mc Laine era fácil de irritarse, lunático y caprichoso. También fácil de odiar; lo había notado estudiándolo a escondidas. Y también hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hacía doblemente detestable. En mi sueño había aparecido como un ser inexistente, la proyección de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sueño fue mentiroso, estupendamente mentiroso.
A un cierto punto, me señaló las rosas.
—Cámbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas.
Recuperé la voz.
—Lo haré en este momento.
—Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez.
La dureza de su tono me sorprendió. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucción.
Para no correr riesgos tomé todo el jarrón, y bajé abajo. A mitad de la escalera me encontré con el ama de llaves, que se apresuró a ayudarme.
—¿Qué ha sucedido?
—Quiere nuevas rosas —le expliqué con la respiración cortada—. Dice que detesta verlas marchitar.
La mujer alzó los ojos al cielo.
—Cada día una nueva.
Llevamos el jarrón a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dejé caer en una silla, casi como contagiada por la atmósfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sueño de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y aún tenía en mí la emoción del descubrimiento; y por otro lado, porque había sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la péndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la había percibido también en mi sueño. Quizá fue ese detalle que lo hizo tan real.
Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.
—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habrá olvidado.
—Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oyó, ya enrumbada en sus charlas.
—Le preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...
Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.
Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?
—Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.
Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.
Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.
Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.
Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.
—¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?
Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.
—Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.
Él negó con la cabeza, inusualmente galante.
—Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.
Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?
—Lo siento —dije con incomodidad.
—También yo.
Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.
—Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.
Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.
—No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.
—El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.
Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.
Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.
—Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.
El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.
—Adoro la sopa, caliente o no caliente.
Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.
—Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.
Ella asintió, mientras revolvía la sopa.
—Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.
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