Me serví un vaso de agua de la jarra.
—¿Es por eso que no se decide a irse?
El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.
—Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?
La miré por encima del plato, curiosa.
—¿No es un enfermero diplomado?
La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.
—Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.
—Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.
La mujer se quedó pasmada.
—¿De verdad, señorita Bruno?
Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.
—Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.
La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.
Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.
—Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.
El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.
—Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.
—Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.
Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas señoras. Me voy a mi habitación a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hacía bailar la esquina derecha del ojo.
Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alejó.
—Ha sido realmente desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?
Reí, antes de lograr detenerme.
—No me parece el tipo… —la tranquilicé.
—Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.
La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.
Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.
El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.
—Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.
—Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.
Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.
—Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.
—¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.
El señor Mc Laine hizo una mueca.
—Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.
No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.
—Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.
—¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?
Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.
—Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.
—Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.
Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.
—¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.
—¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?
La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.
—No mucho.
—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.
—No, esta noche no.
—¿Querías soñar?
—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.
—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.
Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.
Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.
Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.
—Apuesto a que es tu preferido.
Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.
—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.
—Entonces será "Cumbres borrascosas".
Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.
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