—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.
Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.
—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.
—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.
—Jane Eyre.
No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.
—¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...
Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.
—Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?
—Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.
—Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.
—Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.
—También eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo él, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podría decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notarían a millas de distancia.
—No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa.
—Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondió él dulcemente.
—Entonces gracias.
Él se burló.
—¿De quién has heredado estos cabellos, señorita Bruno? ¿De tus padres de origen italiano?
La alusión a mi familia contribuyó a ofuscar la felicidad de aquel momento. Aparté la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanterías.
—Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana.
Acercó su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no podía dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias.
—¿Y qué hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa?
—Mi Padre emigró para mantener a su esposa e hija. Yo nací en Bélgica.
Buscaba una manera de cambiar de conversación, pero era difícil. Su cercanía confundía mis pensamientos, que se enmarañaban en una madeja difícil de desenredar.
—De Bélgica a Londres, y luego a Escocia. A sólo veintidós años. Admitirás que como mínimo es curioso, ¿no?
—Ganas de conocer el mundo —respondí reticente.
Eché un vistazo hacia él. Su hirsuto ceño había desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No había manera de distraerlo. Allá afuera la tempestad rugía, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de mí. Comunicarme con él era natural, espontáneo, liberador, pero no podía, no debía hablar a rienda suelta, o me arrepentiría.
—¿Ganas de conocer el mundo para llegar a este rincón remoto del mundo? —Su tono era abiertamente escéptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias.
Algo se rompió en mí, liberando recuerdos que creía enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y había terminado mal, mi vida casi destruida. Sólo el destino había impedido una tragedia, la mía.
—No estoy mintiendo. También aquí se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca había estado en las Highlands, es interesante. Y además soy joven, puedo aún viajar, ver, descubrir nuevos lugares.
—Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me giré hacia él. Una sombra había caído sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en él en aquel momento. Corta de palabras me limité a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echaré yo mismo, y así podrás retomar tu viaje alrededor del mundo.
Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre mí. Se paró delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados.
—Tenía razón. La tormenta ya terminó. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago más que equivocarme. ¡Hey!, mira, un arcoíris —me llamó, sin voltearse—. Venga a ver, señorita Bruno. Espectáculo fascinante, ¿no cree? Dudo que ya haya visto uno.
—Pero si lo he visto —repliqué, sin moverme.
El arcoíris era el símbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepción de los colores, su maravilla, su arcaico misterio.
Mi voz era frágil como una placa de hielo, mis hombros más rígidos que los suyos. Había levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quizás había sido yo quien lo hizo antes.
—¿Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno?
Lo miré con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me había ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se había dignado dirigirme la palabra había estado antipático y frío. Al principio pensé negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad ganó la partida. O quizás fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la razón, mi respuesta fue afirmativa.
La señora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvió la cena, suscitando nuestra mutua diversión. El señor Mc Laine se había relajado, y ya no tenía aquella expresión rígida que tanto había aprendido a temer. Nuestro silencio era cómplice y se rompió sólo cuando el ama de llaves nos dejó.
—Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observó él, con una risa que me tocó el centro del corazón.
—Sin duda —manifesté mi conformidad.
—Es una empresa realmente titánica. No creí que lo vería un día.
—Estoy de acuerdo.
Me guiñó el ojo, y tomó un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compañía era la única que pudiera desear. Me prometí que no haría nada para destruir esa atmósfera idílica, luego recordé que dependía sólo en parte de mí. Mi compañero ya había demostrado en varias ocasiones que era fácil de encolerizarse, y sin motivo aparente.
Ahora él estaba sonriendo, y sentí una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos.
—Entonces, Melisande Bruno, ¿te gusta Midgnight Rose?
Me gustas tú, sobre todo cuando estás tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije:
—¿A quién no le puede gustar? Es una pedazo de paraíso, alejado del frenesí, el estrés, la locura de la rutina.
Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.
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