Rosette Rosette - La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos

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La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos: краткое содержание, описание и аннотация

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El encuentro de dos soledades en el contexto fascinante de una imaginaria aldea escocesa es el punto de partida de una gran historia de amor en la que nada es como siempre. La protagonista - Melisande Bruno - es la muchacha los arcoíris prohibidos, capaz de ver sólo en blanco y negro. Y su contrapunto, así como gran amor, es Sebastián McLaine, escritor relegado a una silla de ruedas.

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El sarcasmo en su voz era tan afilado como para lacerarme. Me pareció casi sentir el calor pegajoso de su sangre que brotaba de sus heridas.

—No solo existen hobbies físicos —dije, agachando la cabeza—. Podría escuchar un poco de música, quizás. O leer.

¡Ajá!, ahora si que me liquidará en un abrir y cerrar de ojos, pensé, como a quien hubiera sugerido el peor cúmulo de tonterías de la historia. En cambio, sus ojos estaban atentos, concentrados en mí.

—Música. No es una idea perversa. Total, no tengo nada mejor que hacer, ¿no? Me señaló un tocadiscos, en el estante más alto de la librería.

—Cójalo, por favor.

Subí en la silla y lo bajé, admirando al mismo tiempo sus detalles.

—Es maravilloso. Original, ¿verdad?

Él asintió, mientras lo ponía sobre el escritorio.

—Siempre he sido un apasionado de enseres antiguos, aunque este es más moderno. En la caja roja encontrará los discos de vinilo.

Me detuve delante de la librería, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo. Había dos cajas negras de dimensiones similares en el mismo estante en el que había estado antes el tocadiscos. Me pasé la lengua sobre los labios áridos, mi garganta ardía. Él me llamó, impaciente.

—Dese prisa, señorita Bruno. Sé que no voy a ninguna parte, pero eso no justifica su lentitud. ¿Qué es? ¿Una tortuga? ¿O ha ido a lecciones de Kyle?

Nunca seré capaz de acostumbrarme a su sarcasmo, pensé encolerizada, mientras tomaba una apresurada decisión. Era el momento: confesar mi aberrante anomalía o seguir la vía más fácil, como en el pasado. Es decir, coger una caja al azar y rogar que fuera la correcta. No podía abrirla antes y espiar el contenido, estaban cerradas con grandes trozos de cinta adhesiva. Luego de pensar en las frases terroríficas de las que sería objeto si dijera la verdad, me decidí. Subí sobre la silla, y traje abajó una caja. La apoyé sobre el escritorio sin mirarla. Lo sentí que buscó en ella, en silencio. Sorprendentemente era la correcta. Y volví a respirar.

—Mira. —Me presentó un disco—. Debussy.

—¿Por qué él? —pregunté.

—Porque he vuelto a valorar a Debussy, desde que sé que su nombre fue elegido en homenaje a él.

La sencillez primitiva de su respuesta me dejó sin respiración, con el corazón que se retorcía entre esperanzas punzantes como espinas. Porque eran demasiado hermosas para creerlas.

Yo no sabía soñar. Quizás porque mi mente ya había entendido al nacer aquello que mi corazón se negaba a hacerlo. Es decir, los sueños no se convierten nunca en realidad. No los míos, al menos.

La música tomó cuerpo, e invadió la habitación. Primero suavemente, luego con mayor vigor, hasta subir en un crescendo emocionante, seductor.

El señor Mc Laine cerró los ojos, y se apoyó en el respaldo de la silla, absorbiendo el ritmo, haciéndolo suyo, apropiándose de él en un robo autorizado.

Yo lo miraba, aprovechando el hecho de que no podía verme. En ese momento me pareció tremendamente joven y frágil, como si una simple ráfaga de viento pudiera quitármelo. Cerré yo también los ojos ante aquel pensamiento vergonzoso y ridículo. Él no era mío, nunca lo sería, con o sin silla de ruedas. Mientras más pronto lo entendería, más pronto recuperaría mi sentido común, mi reconfortante resignación, mi equilibrio mental. No podía poner en peligro la jaula en la que deliberadamente me había encerrado, no debía exponerme a un sufrimiento atroz a causa de una simple fantasía, de un sueño irrealizable, digno de una adolescente.

La música cesó, candente y embriagadora. Reabrimos los ojos en el mismo instante. Los suyos habían retomado su habitual frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.

—El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.

—¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.

—No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.

Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.

—Gracias, señor —respondí compungida.

Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba como me comportaría. Ahora me di cuenta de que quizá podía responder a esa pregunta insidiosa.

Trajo hacia sí el ordenador y comenzó a escribir, excluyéndome de su mundo. Yo volví a mis funciones, aunque tenía el corazón en un puño. Enamorarme de Sebastián Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

—¿Melisande?

—¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

—Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

—Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.

—Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

—Está bien, Señor.

Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

—¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

—¿Qué haces aquí?

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