– Vuestra ama de llaves, Juanita Ramírez, dijo que estaba en contacto con tu hermana antes del accidente y que Randi estaba trabajando en un libro, pero nadie parece saber más al respecto.
– Juanita ni siquiera sabía que Randi estaba embarazada. Dudo que fuera partícipe de los secretos de mi hermana -musitó Matt mientras se acercaban a las puertas de cristal de la entrada principal.
– ¿Y por qué se lo iba a inventar?
– No estoy diciendo que Juanita esté mintiendo -respondió él-. Tal vez fue Randi quien lo hizo. Lleva diciendo que va a escribir un libro desde que estaba en el instituto, pero no lo ha hecho nunca, al menos que mis hermanos o yo sepamos.
Cuando salieron al exterior, vieron que estaba nevando otra vez. Los copos caían suavemente, bailando y girando sobre sí mismos, iluminados por la potente luz de las lámparas de seguridad.
Matt se puso el sombrero. El ala oscureció aún más su rostro.
– Habla con cualquiera y, tarde o temprano, te contará el libro que va a escribir algún día. El problema es que «ese día» no llega nunca.
– Has hablado como un verdadero cínico -observó Kelly mientras se abotonaba la chaqueta. El frío del invierno de Montana se hizo sentir sobre su rostro, helándole por completo la sangre.
– Es la realidad. Si Randi hubiera estado escribiendo un libro, ¿no crees que alguno de nosotros tres lo sabría?
– Sí, igual que sabíais lo de su trabajo y lo de su embarazo -le dijo Kelly, utilizando el mismo argumento que él le había dado antes sobre Juanita.
Matt estaba a punto de bajar de la acera, pero se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Kelly.
– Está bien, está bien, pero, aunque así fuera, ¿y qué si estaba escribiendo una maldita versión de Guerra y Paz? ¿Qué tiene eso que ver con lo que le ocurrió en Glacier Park?
– Dímelo tú.
– Tú eres la policía -señaló él con la ira reflejada en los ojos-. Detective, nada menos. Este es tu trabajo.
– Y estoy intentando llevarlo a cabo.
– En ese caso, esfuérzate un poco más, ¿de acuerdo? Mi hermana está entre la vida y la muerte.
Con eso, se bajó de la acera y se dirigió a su furgoneta. Kelly se quedó allí, con la ira ardiéndole en el rostro después de que su orgullo hubiera recibido un duro golpe.
– Canalla -susurró. Se dirigió a su propio coche, un todoterreno de la policía. No sabía con quién estaba más enfadada, si con el vaquero o consigo misma por cómo había reaccionado ante él. ¿Qué demonios le ocurría? Se sentía muy nerviosa a su lado, casi no podía ni hablar y se comportaba de un modo muy poco profesional. Pero eso iba a cambiar. ¡En aquel mismo instante!
Cuando se encontró detrás del volante de su vehículo, arrancó el motor y se dirigió a su casa, que estaba al oeste de la ciudad. Llevaba viviendo en aquella casa de dos plantas desde hacía tres años, cuando por fin pudo ahorrar lo suficiente para dar la señal.
Aparcó en el garaje y subió un tramo de escaleras hasta la planta principal. Allí se quitó las botas de una patada en el pequeño lavadero y entró en la casa. Tras arrojar las llaves sobre una mesa de cristal que tenía en el recibidor, se dirigió a la cocina y se dispuso a escuchar los mensajes que tenía grabados en el contestador mientras se quitaba el abrigo.
– ¡Kelly! -exclamó la voz de su hermana. Sonaba completamente frenética. Kelly sonrió. Su hermana era tan dada al dramatismo-. Soy Karla. Esperaba poder hablar contigo. Mira, son las seis más o menos y yo sigo en la tienda, pero voy a cerrar pronto. Después iré a recoger a los niños y luego me marcharé a casa de mamá y papá. Pensaba que tal vez podrías reunirte allí conmigo… Llámame a la tienda o trata de ponerte en contacto conmigo en casa de mamá y papá.
Kelly comprobó la hora y vio que eran casi las siete y media. Como no había más mensajes, llamó a la casa de sus padres. Karla contestó casi inmediatamente.
– He recibido tu mensaje -dijo Kelly.
– ¡Genial, Kelly! Mamá acaba de sacar un delicioso asado de cerdo del horno y, por cómo huele, te aseguro que está para morirse.
Kelly sintió que el estómago comenzaba a protestarle y se dio cuenta de que no había comido desde el yogur y la magdalena que se tomó para almorzar.
– Esperábamos que pudieras reunirte con nosotros.
Miró los papeles que tenía sobre la mesa y sopesó las opciones que tenía. Quería repasar toda la información que tenía sobre Randi McCafferty, pero se imaginó que, primero, podría dedicarle un poco de tiempo a la familia.
– Está bien. Dame unos minutos para cambiarme. Estaré allí dentro de media hora.
– Que sean veinte minutos, ¿de acuerdo? Mis niños están muertos de hambre y, cuando tienen hambre, se ponen de muy mal humor.
– Eso no es cierto -replicó uno de los niños.
– Date prisa -suplicó Karla-. Están bastante inquietos.
– Estaré allí en un santiamén.
– Bien. Pon las luces y la sirena y vente a toda prisa.
– Hasta luego.
Kelly se quitó el uniforme y se puso unos vaqueros y su jersey de cuello alto favorito. A continuación, se tomó un minuto para peinarse, se puso un abrigo largo y botas y se metió en su viejo Nissan, una reliquia que le encantaba. Tenía quince años, más de doscientos cincuenta mil kilómetros, pero jamás la había dejado tirada. En un semáforo, se pintó ligeramente los labios, pero consiguió llegar a casa de sus padres en el tiempo estipulado.
– ¡Kelly! -exclamó su padre mientras empujaba su silla de ruedas al comedor donde la mesa ya estaba puesta.
Ron Dillinger, que una vez fue un hombre alto y atlético, llevaba veinticinco años postrado en aquella silla de ruedas como resultado de una bala que se le alojó en la espalda y le dañó la médula espinal. Por aquel entonces, era ayudante del sheriff.
– Me alegro de que hayas podido venir -afirmó.
– Yo también, papá -dijo ella antes de darle un beso en la frente.
– Veo que has estado muy ocupada -comentó mostrándole un periódico-. Están ocurriendo muchas cosas.
– Como siempre.
– Así es como yo lo recuerdo. Incluso en mis tiempos, nunca había suficientes hombres en el cuerpo.
– Ni mujeres.
– Por aquel entonces no había ninguna mujer -replicó Ron.
– Tal vez por eso no erais tan eficientes -bromeó Kelly. Ron la golpeó con su periódico.
A continuación, Kelly se dirigió a la cocina, donde se vio recibida por un coro de gritos de alegría de sus sobrinos, Aaron y Spencer, que no parecían relajarse nunca.
Los muchachos se lanzaron sobre ella y estuvieron a punto de tirar a su madre al suelo al hacerlo.
– ¡Tía Kelly! -gritó Aaron-. Aupa, aupa -dijo el niño, de tres años. Kelly lo tomó encantada del suelo. El pequeño llevaba un bocadillo medio aplastado en una mano y un camión de juguete en la otra. Tenía toda la cara manchada de mantequilla de cacahuete-. Has vinido.
– Así es.
– Venido. Se dice «has venido» -lo corrigió Karla.
– Eres un bebé -se mofó Spencer.
– ¡No es verdad! -gritó Aaron.
– Claro que no -lo defendió Kelly mientras lo dejaba en el suelo y se preguntaba cuánta mantequilla de cacahuete tenía pegada en el jersey-. Ni tú tampoco -le dijo a su otro sobrino, que tenía un enorme hueco donde antes habían estado sus dos incisivos superiores. Spencer, un niño pecoso de ojos azules y listo como el hambre, disfrutaba burlándose de su hermano, que lo era tan sólo por parte de madre. Karla, que era dos años menor que Kelly, había estado casada en dos ocasiones, divorciada otras tantas veces y había decidido que iba a prescindir de los hombres y del matrimonio para siempre.
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