Lisa Jackson
La magia del deseo
Rancho Beaumont de cría caballar. Verano.
Savannah puso su yegua, Mattie, al paso y le dio unas palmaditas en el cuello, chorreante de sudor. Tenía la respiración tan acelerada como el animal: la carrera por las praderas había sido muy estimulante. Una suave brisa agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la valla, haciendo tolerable aquella tarde de julio. Se echó la melena negra hacia atrás y miró con los ojos entrecerrados el ardiente sol de la Alta California.
– Supongo que ya es hora de volver a casa -murmuró, reacia, mientras enfilaba su montura hacia la puerta del extremo más alejado del potrero.
Desviando la mirada hacia el este, descubrió una figura alta de hombros anchos al lado de la puerta. Estaba reparando la valla. Pensó distraídamente que sería un peón contratado. Uno más.
Detuvo la yegua a varios metros del hombre y esperó a la sombra del manzano. Como no podía atravesar la puerta hasta que el peón no terminara de arreglar la cerca, se dedicó a observarlo sin desmontar.
Sólo llevaba unos téjanos polvorientos. La camisa la había colgado de un poste y los músculos de su espalda, bronceada y brillante de sudor, se tensaban como el cable de acero que estaba reparando.
Mientras admiraba el juego de sus músculos y tendones, Savannah se preguntó dónde lo habría encontrado su padre. Tenía el pelo oscuro y húmedo de sudor. La tela gastada de sus téjanos ceñía unas caderas estrechas y unas piernas musculosas.
De repente se volvió, como si hubiera percibido su mirada. Protegiéndose los ojos del sol, miró en dirección a ella… y se puso visiblemente tenso.
– ¿Savannah?
A ella le dio un vuelco en el estómago. Era Travis. Obligó a su montura a avanzar y se detuvo a un par de pasos.
– No… no sabía que habías vuelto al rancho -dijo ruborizándose.
Una sonrisa iluminó el rostro de Travis. Enjugándose el sudor de la frente, estiró los doloridos músculos de la espalda.
– El hijo pródigo ha vuelto, por así decirlo.
– Por así decirlo -murmuró ella con un nudo en la garganta, mientras contemplaba sus ojos gris acero. Los mismos ojos que había visto durante la mayor parte de su vida. Sólo que ahora parecían increíblemente eróticos, a la vez que aquellos músculos duros y nervudos añadían a su intensa masculinidad una especie de sensualidad viril que no había advertido antes. Para ella siempre había sido Travis, prácticamente un hermano.
– Creía que tenías trabajo en Los Ángeles.
– Y lo tengo -él se apoyó en el poste, sonriendo con expresión cínica-. Pero me entraron ganas de pasar el resto del verano en el rancho antes de volver a ese mundo de traje y corbata y martinis a mediodía.
– Así que… ¿te quedas? -ella se preguntó por qué el corazón la latía tan rápido.
– Hasta septiembre -él se volvió hacia el rancho y paseó la mirada por los edificios encalados que salpicaban las hectáreas de pasto, con las oscuras colinas como telón de fondo-. Pero creo que echaré de menos este lugar.
– Y nosotros te echaremos de menos a ti -repuso Savannah con voz ronca.
Travis alzó la cabeza y se quedó mirándola.
– Lo dudo. Al fin y al cabo, tampoco he pasado tanto tiempo aquí.
– Normal. Tenías que irte para estudiar para político.
– Abogado -la corrigió él.
Savannah se encogió de hombros.
– No es eso lo que yo he oído. Papá ya te está planificando un futuro en el mundo de la política -ladeó la cabeza, sonriendo-. ¿Sabes? No me sorprendería que llegaras a senador o algo parecido.
– ¡Eso ni lo sueñes! -Travis soltó una hueca, amarga carcajada. La mirada de sus ojos grises se tornó fría-. Tu viejo siempre está planeando cosas para mí, Savannah. Pero esta vez ha ido demasiado lejos -se agachó para recoger una botella de cerveza escondida entre la hierba.
– Pero tu padre…
– Era senador por Colorado y ahora resulta que, según la prensa, el viejo no era tan inocente como creían sus votantes -frunció el ceño, maldijo entre dientes y golpeó el poste con la punta de la bota-. Pero eso tú ya lo sabías -alzó la botella y bebió un largo trago antes de dejarla en su sitio. Maldiciendo entre dientes, se pasó una mano por el pelo con gesto frustrado-. Últimamente, eso de desenterrar cadáveres de políticos se ha convertido en un pasatiempo muy popular, ¿no te parece?
Savannah no supo qué decir, así que desvió la vista e intentó no fijarse en los reflejos que el sol de la tarde arrancaba al pelo castaño de Travis. Ni en la tensión de los abdominales de éste mientras se inclinaba para echar otra palada de tierra alrededor del poste.
– De cualquier forma, no tengo por qué preocuparme por eso. Lo hecho, hecho está y no tiene arreglo, ¿verdad?
– Verdad.
Travis volvió a alzar la mirada hacia ella y Savannah, a su vez, no pudo evitar fijarla en su boca. Vio que sus labios se curvaban ligeramente al advertir la intensidad de su expresión.
– ¿Todavía sigues con ese chico, David no sé qué?
– David Crandall. Ya no.
– ¿Por qué?
Savannah se encogió de hombros, y se movió incómoda en la silla de montar. Por primera vez desde que tenía memoria, no le gustó que Travis curioseara en su vida privada.
– No lo sé. No funcionó y ya está.
Vio que él apretaba la mandíbula.
– ¿Quieres hablar de ello?
– La verdad es que no.
– Antes solías contarme todo lo que te pasaba por la cabeza.
– Sí, pero entonces era una cría.
– ¿Y ahora? -la miró de arriba abajo.
– Ahora tengo diecisiete años -se echó hacia atrás la melena negra y se irguió en su silla, sacando pecho.
– Oh, ya veo -Travis frunció el ceño-. Ya eres muy mayor…
– Igual de mayor que tú cuando tenías mi edad -arqueó una ceja con gesto desdeñoso, con la intención de presentar un aspecto más… sofisticado. La camiseta y los téjanos cortos, la melena revuelta y el rostro limpio de maquillaje no la ayudaban demasiado. Probablemente, a él le parecería casi la misma cría de nueve años atrás.
– Diecisiete. Hace tanto tiempo que casi ni me acuerdo.
– Yo sí. Era la edad que tenías cuando llegaste al rancho.
– ¿Te acuerdas de todo eso?
– Es normal. Ya tenía nueve años y tengo buena memoria. Me acuerdo de que pensé que eras un… Creo que hoy lo llamarían un «joven desorientado».
Travis sacudió la cabeza.
– Un gamberro rebelde.
– Y recuerdo también que me impresionó tu absoluta falta de respeto por todo.
– Reginald era una excepción.
– Papá tenía, y sigue teniendo, un carácter de lo más autoritario. Por eso te consideraba yo tan… valiente -se echó a reír, con lo que parte de la tensión se disolvió de pronto-. Y ahora eres un adulto de veinticinco años.
– Supongo que sí -apoyado en el poste, se cruzó de brazos. Ya no sonreía-. Y supongo también que ya va siendo hora de dejar de aprovecharme de tu padre y emanciparme de una vez.
– ¡Tú nunca te has aprovechado de mi padre! -la indignación coloreó las mejillas de Savannah-. Quizá haya quien no lo sepa, pero yo sí.
– Él me acogió en su casa y…
– Y tú trabajaste duro, en este rancho. Gratis. ¡Como estás haciendo ahora mismo! En cuanto a tu educación, tenías un fondo de tus padres. ¡No viniste aquí precisamente como un pobre huérfano!
Travis se echó a reír.
– Vaya carácter…
– No me estoy inventando nada -ella sonrió y volvió a ruborizarse bajo su insistente mirada. La cálida familiaridad que había existido entre ellos unos segundos antes se había evaporado.
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