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Lisa Jackson: La magia del deseo

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Lisa Jackson La magia del deseo

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En otro tiempo, Savannah Beaumont había amado a Travis McCord con todo su corazón. Y una noche de verano, durante su adolescencia, había llegado a creer que él también la amaba. Pero al amanecer se había impuesto la verdad: Travis se había marchado y ella se había sentido como una tonta. Nueve años después, ella seguía diciéndose a sí misma que odiaba a Travis. Ahora él había regresado al rancho de los Beaumont, y Savannah quería mantenerlo a distancia, pero el engaño tenía muchas caras. Travis le pedía que confiara en él para ayudarla a descubrir los secretos que escondía su propia familia. ¿Podría olvidar las traiciones del pasado… y el deseo que seguían sintiendo el uno por el otro?

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Entonces la oyó:

– ¿Papá?

Silencio. El corazón le atronaba en el pecho.

– Papá, ¿eres tú?

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? -le preguntó Travis, apenas confiando en su voz.

«¡No puede ser Travis!», pensó Savannah horrorizada. El pulso se le aceleró insoportablemente. Era imposible.

– Ocúpate de tus propios asuntos -consiguió espetarle.

Un rayo de luz plateada rieló en el agua y se derramó por un instante sobre sus senos aterciopelados y sus oscuros pezones. Se había echado la melena negra hacia atrás y mantenía la cabeza bien alta, desafiante.

– No deberías estar aquí -le dijo él, con un nudo en la garganta-. Alguien podría verte.

– «Alguien» me ha visto ya.

– Sabes lo que quiero decir -Travis se esforzó por despejar su mente mientras luchaba contra el deseo que lo devoraba. «Márchate ahora mismo», se ordenó. «Márchate antes de que cometas alguna locura».

– ¿Dónde está Melinda? -preguntó Savannah, que se acercaba nadando.

Travis escuchó el temblor de su voz y vio el sordo sufrimiento de su mirada. «Vete, Savannah, no me mires así».

– No lo sé -cerró los ojos para no mirarla-. Y no creo que volvamos a vernos.

– Pero si estáis prometidos…

– Ya no -él hundió una mano en un bolsillo de los tejanos y sacó el anillo de diamantes. Al levantarlo a la luz de la luna, un destello pareció burlarse de él. Maldiciendo, no se lo pensó dos veces y lo lanzó al agua.

– No has debido hacer eso -le reprochó Savannah, mientras se acercaba a la orilla. Pero no consiguió disimular la alegría de su voz.

– Debí haberlo hecho hace mucho tiempo.

– Has bebido…

– No lo suficiente.

– Ay, Travis… -sacudió la cabeza-. Si no llevas cuidado, te autodestruirás.

Sus palabras de consuelo hicieron saltar un profundo resorte en Travis. De repente éste supo que estaba a punto de perder la batalla. Vio su bata y se acercó para recogerla. Con ella en la mano, se dirigió hacia la orilla, tambaleándose un poco.

– Será mejor que te vayas. Es noche cerrada.

Pero Savannah se echó a reír y se sumergió bajo el agua. Saber que Travis ya no estaba comprometido con Melinda le hacía sentirse ligera, como aliviada de un enorme peso.

– Savannah…

– No te preocupes por mí -le dijo cuando emergió, apartándose el pelo de la cara.

– ¿Sabe alguien que estás aquí?

– Sólo tú.

– Estupendo -mascullo, irónico. Deslizó la mirada por su cuello hasta detenerla en el pulso que latía en su base. Con la visión de su cuerpo húmedo y desnudo, estaba experimentando justamente la reacción que Melinda no había sido capaz de despertar.

– Bueno, de acuerdo -cedió ella.

Nadó hasta que hizo pie y empezó a salir del agua. Travis, pese a saber que debía alejarse una vez cumplido su deber, se quedó donde estaba.

Savannah sabía que no tenía manera de esconder su cuerpo. Lo mejor que podía hacer era rescatar su bata y cubrirse con la mayor rapidez posible. Pero podía sentir los ojos de Travis recorriendo su piel, embebiéndose de cada detalle.

Él la contemplaba con la respiración contenida. Su piel blanca destacaba en la oscuridad. Gotas de agua resbalaban seductoramente por sus senos. No le pasó desapercibido su leve balanceo mientras caminaba hacia él. Tenía la cintura muy fina. El ombligo apenas era un provocativo hoyuelo en su vientre.

– Ponte algo antes de que agarres un resfriado -se obligó a apartarse. Acababa de dar el primer paso cuando vio que Savannah, ocupada en ponerse la bata, tropezaba con una raíz y caía al suelo-. ¡Cuidado!

En seguida acudió a su lado.

– Estoy bien -dijo ella frotándose la espinilla que se había golpeado.

– ¿Seguro?

– Sí, sí -sacudiendo la cabeza, se cubrió con la bata-. Es vergüenza, más que dolor, lo que tengo…

Él le sujetaba los brazos y sus dedos se demoraban en la piel sedosa. Cuando la sintió temblar bajo su contacto, le dio un cariñoso beso en una sien. Savannah suspiró, sin apartarse.

– No sé lo que me ha pasado… -murmuró ella, como intentando disculpar su anterior comportamiento. Se había atrevido a salir del agua completamente desnuda, delante de Travis. Ni siquiera había tenido el pudor de pedirle que se diera la vuelta. Se sentía como una completa estúpida.

Travis quería consolarla, abrazarla…, hacerle el amor. «Dime que me vaya», suplicó él en silencio, pero Savannah seguía mirándolo con aquellos enormes ojos ingenuos, bañada por la luz de la luna. Él sentía que su resolución se debilitaba por momentos mientras intentaba evitar que la bata resbalara por sus hombros. Aunque ella seguía esforzándose por atarse el cinturón, el pronunciado escote seguía sin cerrarse.

– ¿Qué…? -él se aclaró la garganta al tiempo que evitaba mirar el oscuro valle que se abría entre sus senos-. ¿Qué estabas haciendo aquí?

– No podía dormir.

– ¿Por qué?

Ella sacudió la cabeza y las gotas de agua de su pelo brillaron como diamantes a la luz de la luna.

– No lo sé.

Estaban tan cerca… Savannah podía oler su aliento a brandy, leer el deseo en sus pupilas. La idea de que la deseaba consiguió acelerarle aún más el pulso.

– A mí también me ha costado mucho dormir últimamente.

– ¿Por… problemas con Melinda?

– No. Por problemas… contigo.

– Ah.

Él alzó una mano y recorrió el perfil de sus labios con el dedo.

– En estos días, apenas he pensado en nadie que no fueras tú. Y eso me ha estado volviendo loco -le acariciaba el rostro con la mirada. Deslizó los dedos todo a lo largo de su cuello, hacia el escote de la bata.

– Travis…

– Dime que me vaya, Savannah.

– Yo no… no puedo.

– Dime que no te toque, que te suelte… -le rogó, pero ella negó con la cabeza-. Haz algo, lo que sea. Abofetéame como hiciste con ese chico la otra noche.

– No puedo, Travis -gimió mientras los dedos descendían hasta perderse bajo las solapas de su bata.

La besó. Tiernamente al principio; después con una avidez que la abrasó por dentro. Tenía los labios fríos por el agua, pero correspondió a su vez con un beso tan exigente como el de él. El fuego que había empezado como una obstinada brasa en el alma de Travis se convirtió en pavoroso incendio que acabó con todo pensamiento racional.

– Esto es una locura -gimió-. ¿Es que no te has cansado ya?

– No sé si alguna vez me cansaré de ti.

– No me hagas esto, Savannah. ¡No soy de piedra! ¡Yo sólo quería hacerte entrar en razón! -pero el sordo dolor que le atravesaba la entrepierna le decía que estaba mintiendo.

Cuando Savannah le echó los brazos al cuello, Travis la besó con toda la pasión que dominaba su mente y su cuerpo. Y ella respondió de la misma manera.

En el instante en que Travis se tumbó encima, atrayéndola al mismo tiempo hacia sí, Savannah pudo sentir la dura prueba de su excitación. Sujetándola de la cintura con una mano, él deslizó la otra bajo la solapa de la bata para descubrir la aterciopelada suavidad de un seno.

«Detenme, Savannah», pensó mientras cubría su cuerpo de besos, descendiendo cada vez más, deteniéndose en el pulso que latía en su cuello antes de abrirle la bata y apoderarse de un pezón. Se lo acarició meticulosamente con la lengua y Savannah gimió su nombre. Luego, lentamente, con la paciencia de un devoto amante, se dedicó a lamerle y chuparle el seno hasta que sintió los dedos de ella clavándose en su espalda.

– Ay, Dios mío. Deberían fusilarme por esto -musitó, intentando aferrarse a algún resto de sentido común. Pero incluso mientras lo hacía, se abrió el cinturón y se desabrochó los téjanos.

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