Lisa Jackson - Caricias del corazón

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Pensaba que las fuerzas de seguridad no eran lugar para una mujer, pero no iba a tardar mucho en cambiar de opinión
Matt jamás había conocido a una mujer que no sucumbiera al encanto de los McCafferty. Sin embargo, la hermosa Kelly Dillinger, la policía asignada al caso del intento de asesinato de su hermana, demostró ser completamente indiferente a su atractivo. Aunque no se llevaban bien, la actitud profesional y distante de ella hería el orgullo de Matt… y le encendía la sangre.
Cuanto más se resistía Kelly, más decidido estaba él a romper las barreras. De algún modo, la atractiva detective había conseguido quebrar su dura coraza exterior para tocar su alma…

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– ¡Tío Matt! -exclamó una de las niñas mientras terminaba de bajar los raídos escalones.

– ¿Cómo está mi Molly? -preguntó Matt mientras se agachaba y extendía los brazos para levantar en el aire a su sobrina.

– Bien -respondió la niña. Sus ojos reflejaban una repentina y poco característica timidez. Comenzó a chuparse un dedo mientras que su hermana, arrastrando una mantita, terminaba de bajar la escalera.

– ¿Y cómo estás tú, Mindy? -le preguntó Matt, repitiendo el gesto que había hecho con su hermana.

Como la música seguía sonando, comenzó a bailar con las dos niñas en brazos. Sólo hacía un mes que conocía a sus dos sobrinas, pero ellas, junto con el hijo de Randi, eran parte de su familia y lo serían para siempre. No se podía imaginar la vida sin Molly, Mindy o el bebé.

Las niñas comenzaron a reír. Sin dejar de bailar, Matt las llevó hacia el salón donde su madre, Nicole, estaba sentada al piano. Los dedos volaban sobre las teclas mientras tocaba maravillosamente una alegre canción.

– ¿Está tocando Liberace? -preguntó Matt.

– ¡No! -exclamaron las niñas, muertas de la risa.

– No, tenéis razón. ¡Debe de ser Elton John!

– ¡No! -gritaron al unísono-. Es mamá.

– Y es una pésima pianista -dijo su madre, dándose la vuelta mientras aún resonaban las últimas notas de la canción. Las niñas se soltaron de los brazos de Matt y corrieron hacia su madre-, pero tú tampoco eres exactamente Fred Astaire o Gene Kelly.

– Oh, maldita sea. Yo creía que sí lo era -bromeó Matt. Se dirigió a la chimenea y se calentó las piernas frente a las llamas-. Me acabas de destrozar con ese comentario.

– Será la primera vez -comentó Nicole sacudiendo la cabeza. Sus ojos, de color ámbar, le brillaban de alegría.

Harold estaba tumbado en su lugar favorito sobre la alfombra que había cerca del fuego. Levantó la cabeza y bostezó. Entonces, estiró las patas como si fuera a levantarse, pero se lo pensó mejor y volvió a acomodarse sobre el suelo.

– ¿Y bien? ¿Qué has averiguado?

Thorne, con sus muletas, entró en el salón y se sentó en uno de los sillones de cuero. Allí, acomodó su pierna herida sobre un taburete. Llevaba unos pantalones de color caqui muy amplios que le cubrían la escayola que le inmovilizaba la pierna desde el pie hasta el muslo. La expresión de su rostro hablaba más claramente que sus palabras.

– Estoy cansado de estar así…

– Nada. El maldito departamento del sheriff no sabe absolutamente nada.

– ¿Has hablado con Espinoza? -preguntó Thorne.

El sonido de unas botas resonó por la casa, anunciando así la llegada de su hermano más pequeño.

– ¡Un momento! -gritó Juanita-. ¡Quítate esas botas! ¡Acabo de fregar el suelo! ¡Dios! ¿Me escucha alguien alguna vez? ¡La respuesta es «no»!

– ¡Eh! -exclamó Slade, apareciendo en el arco que separaba el salón del vestíbulo y de la escalera. No se molestó en contestar a Juanita, y tampoco se quitó el abrigo-. ¿Dónde diablos has estado? -le preguntó a Matt, frunciendo el ceño sobre sus intensos ojos azules-. Tenemos ganado al que alimentar y Thorne no me está ayudando mucho últimamente.

– Cálmate -dijo Thorne, mirando a su hermano-. Matt ha estado en la oficina del sheriff.

– ¿Han encontrado algo? -preguntó Slade. Su beligerancia fue aplacándose mientras se dirigía al mueble bar para servirse una copa de whisky-. ¿Os apetece algo de beber?

– No, no saben nada y sí, me vendría bien una copa -comentó Matt.

– Nada para mí -dijo Thorne-. ¿Qué es lo que te ha dicho Espinoza?

– Él no estaba. He hablado con la mujer.

– Kelly Dillinger -dijo Nicole mientras las gemelas, aburridas ya de aporrear el piano, se bajaron de su regazo y salieron corriendo del salón. Nicole era una mujer alta, de cabello castaño. Por su inteligencia y por su titulación académica, Nicole Stevenson era la pareja perfecta para Thorne. Inteligente, elegante y, como médico de urgencias, no estaba acostumbrada a aceptar órdenes de nadie. Era, sencillamente, la clase de mujer que podía domar a Thorne y hacer que sentara la cabeza.

– Esa misma -dijo Matt, tras aceptar la copa que su hermano le ofrecía. Entonces, tomó un trago y sintió cómo el whisky se le iba abriendo paso agradablemente por la garganta. Trató de apartar todo pensamiento de la detective Dillinger de su cabeza. No le resultó fácil. De hecho, fue más bien imposible. La rebelde pelirroja sabía cómo captar la atención de un hombre.

– ¿Una copa? -le preguntó Slade a Nicole.

– Será mejor que no. Tengo que marcharme al hospital dentro de un rato -dijo. Entonces, se calló e inclinó ligeramente la cabeza-. Oh, oh… Parece que alguien se ha despertado.

Efectivamente, Matt escuchó el llanto del bebé. Se quedó muy sorprendido al comprobar una vez más cómo las mujeres parecían tener un sexto sentido para esa clase de cosas.

– Iré a por él -anunció Nicole. Entonces, los miró a todos por encima del hombro-, pero sus tíos van a estar su cargo esta noche.

– Podemos ocuparnos -dijo Thorne, como si ocuparse de un bebé no supusiera ningún problema. Thorne pensaba que podía con todo, algo que no andaba muy descaminado.

– Sí, claro -replicó Nicole. Entonces, subió la escalera y, poco después, se escuchó su voz hablándole cariñosamente al niño.

– Bueno, ¿qué es lo que ha dicho esa detective? -le preguntó Thorne a Matt.

– Lo mismo de siempre. Que no descartan ninguna posibilidad, pero que no tienen prueba alguna de sabotaje. No hay sospechosos. Cuando Randi se despierte, tal vez podrán averiguar algo más. Si quieres saber mi opinión, un montón de tonterías.

Se tomó de un trago su bebida. Se sentía inquieto, ansioso por hacer algo. Llevaba en el rancho casi un mes, desde que lo llamaron para informarlo del accidente de su hermana. Había ido a gusto y había hecho todo lo que había podido, pero sentía una gran frustración. Tenía su casa, su rancho cerca de la frontera de Idaho. Su vecino, Mike Kavanaugh, le estaba cuidando sus tierras en su ausencia y había contratado a un par de vaqueros para que lo ayudaran, pero Matt estaba empezando a sentir la necesidad de regresar y ver cómo iba todo con sus propios ojos.

– La detective Dillinger está muy bien, si queréis saber mi opinión -comentó Slade.

– Nadie te la ha pedido -replicó Matt.

Slade soltó una carcajada.

– No me irás a decir ahora que no te has dado cuenta -se mofó Slade. Matt soltó un bufido y se encogió de hombros-. Venga ya, admítelo. Siempre has tenido muy buen ojo para las mujeres.

– Y eso me lo dices tú.

– Ya basta -dijo Thorne, justo cuando Nicole regresaba con el bebé.

Matt sintió que el corazón se le deshacía al ver al pequeño J.R., el nombre que los tres hermanos habían acuñado dado que Randi seguía en coma y ni siquiera sabía que tenía un hijo. Se imaginaron que podrían llamarlo Julio o John Randall, como su abuelo. Como había hecho en muchas ocasiones, Matt se preguntó por el padre de aquel niño. ¿Quién sería? ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué Randi ni siquiera había hablado de él?

Matt sintió el aguijonazo de la culpabilidad. La verdad del asunto era que él, como sus hermanos, había estado tan centrado en su propia vida, que había perdido el contacto con su hermanastra, que había representado la ruina para ellos, dado que era la hija de la mujer a la que culpaban de haber arruinado el matrimonio de sus padres.

En aquellos momentos, mirando al bebé, con aquel cabello pelirrojo, Matt sintió una mezcla de orgullo y de algo más, algo más profundo, algo que le asustaba y que le hablaba de la necesidad de echar raíces, de sentar la cabeza y de tener hijos propios.

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