Lisa Jackson - Caricias del corazón

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Pensaba que las fuerzas de seguridad no eran lugar para una mujer, pero no iba a tardar mucho en cambiar de opinión
Matt jamás había conocido a una mujer que no sucumbiera al encanto de los McCafferty. Sin embargo, la hermosa Kelly Dillinger, la policía asignada al caso del intento de asesinato de su hermana, demostró ser completamente indiferente a su atractivo. Aunque no se llevaban bien, la actitud profesional y distante de ella hería el orgullo de Matt… y le encendía la sangre.
Cuanto más se resistía Kelly, más decidido estaba él a romper las barreras. De algún modo, la atractiva detective había conseguido quebrar su dura coraza exterior para tocar su alma…

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– ¡Mamá! -protestó Karla.

– Es que no puedo evitarlo…

– Venga, ya está -dijo Kelly. Desenvolvió la chocolatina y la metió en la boca de Aaron.

– Es como uno de esos pollitos que se ven en los documentales -comentó Karla, muerta de risa-. ¿Verdad que sí, polluelo?

Aaron sonrió. El chocolate empezó a caérsele por la barbilla.

– Tengo que marcharme de aquí. Vamos, Spencer -dijo Karla mientras sacaba a sus dos hijos por la puerta y dejaba que Kelly se despidiera de sus padres.

– ¿A ti te va todo bien? -le preguntó a Kelly su padre, con los ojos llenos de preocupación mientras se acercaba a la puerta de la calle en su silla de ruedas.

– No podrían irme mejor.

– Los chicos de la comisaría no te estarán dando problemas, ¿verdad?

– Nada que no me merezca, papá. No estamos en los años cuarenta, ¿sabes? Hoy en día hay miles de policías femeninas.

– Lo sé, lo sé, pero es que no me parece un trabajo apropiado para una mujer. No te ofendas.

– No me ofendo, papá, en absoluto. Simplemente acabas de denigrar a todas las mujeres policía que conozco, pero ¿ofenderme yo? Claro que no.

– Está bien, está bien. Ya me has dicho lo que piensas -dijo Ron riendo-. Simplemente, no dejes que nadie te lo haga pasar mal. Ni ninguno de los muchachos con los que trabajas ni, por supuesto, ninguno de los McCafferty.

– ¿Es imposible olvidarse de ellos? -preguntó Eva.

– Imposible -replicó Ron. Con eso, se dio la vuelta y regresó al salón. Entonces, volvió con una copia del Grand Hope Gazette y lo dobló para poder enseñarles mejor un artículo que había en la tercera página, en el que se hablaba del accidente de aviación sufrido por Thorne McCafferty-. Y esto es después de que hayan pasado un par de semanas -añadió. Entonces, releyó rápidamente el artículo e hizo un resumen del mismo-. Parece que hay dudas sobre si hay algo sucio en este asunto. El periodista que firma el artículo parece creer que el accidente de avión de Thorne y el de coche de la hermana podrían estar relacionados. Bah. A mí me parece una coincidencia -concluyó. Entonces, miró a Kelly. Evidentemente, le estaba pidiendo su opinión.

– No puedo hablar libremente del caso.

– Corta el rollo, Kelly. Somos familia.

– Y yo te contaré algo cuando tenga que hacerlo, ¿de acuerdo? Ahora, tengo que marcharme. Me llama el deber.

Les dio un beso a sus padres en la mejilla y se dirigió rápidamente a su coche. La nieve había dejado de caer, pero el cielo estaba completamente nublado y no se veía ni una sola estrella en el cielo. Hacía mucho frío y tenía el parabrisas congelado, pero el coche arrancó a la primera. Se alejó de la casa de sus padres con un sentimiento de nostalgia. Sus progenitores estaban envejeciendo, más rápidamente que nunca a medida que pasaban los días.

Su padre jamás había recuperado su fortaleza después del disparo que le arruinó su trayectoria profesional y lo dejó tullido de por vida. Su madre, muy fuerte, se había hecho cargo de un marido convaleciente y dos niñas pequeñas. Había empezado a trabajar para John Randall McCafferty como secretaria para poder llegar a final de mes. John Randall le había prometido subidas de sueldo, ascensos, pagas extra y un plan de pensiones, pero su buena suerte cambió después de su divorcio. Lo perdió todo menos el rancho. Eva perdió su trabajo y descubrió que todas las promesas que John Randall le había hecho habían sido mentiras. John Randall había invertido todo lo que le pertenecía a ella en pozos petrolíferos que se habían secado, en minas de plata que jamás habían producido nada y en empresas que habían tenido que cerrar sus puertas al poco tiempo de abrir.

Se habló de demandarlo, pero Eva no pudo encontrar ningún abogado en la ciudad que estuviera dispuesto a enfrentarse a un hombre que había sido uno de los políticos de la zona, muy influyente y que aún tenía vínculos con jueces, con el alcalde e incluso con un par de senadores.

– No sigas pensando en ello -se dijo Kelly.

Atravesó la ciudad en la que había crecido y se dirigió a su casa. Con el mando a distancia, abrió la puerta de su garaje.

Aunque su familia no había tenido nunca mucho dinero, había crecido con seguridad y amor por parte de sus padres. Eso era, probablemente, mucho más de los que ninguno de los hijos de McCafferty podía decir. Subió las escaleras para ir a su dormitorio en el piso superior, se puso el pijama y una bata y se preparó una taza de café descafeinado, que se tomó sentada en la mesa de la cocina mientras examinaba sus notas sobre el caso de Randi McCafferty y de su hermano Thorne.

Había tantas preguntas sobre la hija de John Randall, preguntas que nadie parecía capaz de responder. Kelly había entrevistado a todos los hermanos, a todos los que trabajaban en el rancho y a todos los amigos que Randi tenía en la zona. Mientras tanto, se había mantenido en contacto con la policía de Seattle, que se había preocupado de hacer lo mismo allí, en la ciudad en la que Randi vivía y trabajaba. No era el procedimiento habitual, pero aquel caso era diferente por estar Randi embarazada, haber dado a luz y estar en coma mientras sus hermanos se empeñaban en que alguien la había echado de la carretera.

Sin embargo, hasta que Randi McCafferty saliera del coma, el misterio que la envolvía permanecería sin resolverse.

Mientras observaba las notas, Kelly decidió que había dos preguntas que resultaban más llamativas que el resto. La primera era quién era el padre del hijo de Randi y la segunda si Randi estaba escribiendo un libro y, si era así, de qué trataba.

De repente, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Se terminó su café y se reclinó en la silla. Recordó a Matt McCafferty, tal y como lo había visto en su despacho y en el hospital. Rasgos masculinos, ojos oscuros, mandíbula muy cuadrada, cuerpo duro y habituado al trabajo físico. Había entrado en la comisaría como si se fuera a comer a alguien, pero había algo más en él, sentimientos más profundos de los que ella había sido testigo mientras Matt estaba junto a la cama de su hermana en el hospital. Sentimientos que él había tratado de ocultar. Culpabilidad. Preocupación. Miedo.

Sí. Decidió que, efectivamente, había mucho más en lo que se refería a Matt McCafferty de lo que parecía a primera vista.

Se estiró y bostezó. Entonces, se levantó y se dirigía a su dormitorio cuando el teléfono comenzó a sonar. Contestó la llamada en la extensión que tenía en su mesilla de noche y miró al reloj. Eran las once cuarenta y siete.

– ¿Sí? -preguntó, segura de que iba a ser una emergencia.

La voz de Espinoza resonó al otro lado de la línea telefónica.

– Tenemos un problema. Reúnete conmigo en el hospital de St. James inmediatamente.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Se trata de Randi McCafferty. Alguien ha intentado asesinarla.

Tres

En algún lugar, un teléfono estaba sonando. Resultaba profundamente irritante y entrometido, pero la mujer, desnuda hasta la cintura, con el uniforme colocado sobre una silla de una habitación completamente desconocida, no pareció percatarse.

¡Riiing!

Ella dio un paso al frente, echándose la larga melena de cabello rojizo por encima del hombro. Entonces, le dedicó una pícara sonrisa. A continuación, le guiñó el ojo y dijo:

– Venga, vamos vaquero, demuéstrame de qué pasta estás hecho.

Los ojos oscuros le brillaban con un fuego intenso y sugerente y los labios eran gruesos, húmedos y pedían a gritos que se los besara.

Lleno de deseo, él extendió las manos para estrecharla contra su cuerpo y poder perderse en ella.

¡Riiing!

Matt abrió los ojos. Había estado soñando. Con Kelly Dillinger. Y tenía por ello una erección de campeonato. Parpadeó y su imagen desapareció entre las sombras de la noche. Por los pasillos del viejo rancho, el teléfono volvió a sonar. Medio adormilado, miró los números digitales de su despertador. Eran casi las doce. Eso significaba que, fuera quien fuera quien estaba llamando, no lo hacía para despertar a los McCafferty con buenas noticias.

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