Jillian Hunter - Los Diabólicos Placeres de un Duque

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Los Diabólicos Placeres de un Duque: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Ruxley podrá ser un encantador libertino que hechiza hasta las moscas, pero no es un hombre dado a permanecer quieto mientras una dama es acosada, ni siquiera en una boda organizada por la dama en cuestión, Emma Boscastle, profesora de buenos modales en su academia de Londres para jóvenes damas. Adrian se enfrenta al ofensor, se produce un altercado, y ahora este adulador se encuentra recuperándose bajo el techo de Emma, encantado de la profunda preocupación que refleja su encantador rostro. Ella tiene un encanto que ningún libertino puede resistir.
Emma está escandalizada con su propio comportamiento, seducida por un desconocido, atractivo ciertamente, eso sí. ¿Cómo podrá ocultar su indiscreción de la mirada de sus perceptivos hermanos? La pasión que Adrian ha despertado, y los sensuales placeres que le ha mostrado, han convertido los días de Emma en la academia en una exhibición impropia y sus noches en un audaz abismo de sensualidad. Pero cuando su intimidad revela los turbulentos secretos de Adrian, Emma quiere afrontar su más ambicioso plan: reformar a un libertino.

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– ¿Por qué tú y tu hermano insistís en despertarme cada hora? -preguntó, estudiándola de cerca.

– El médico nos dio instrucciones de que te observáramos.

– ¿Por qué? -preguntó en tono hosco, curioso por ver si podía amedrentarla. Las pocas mujeres que había encontrado en Londres que no estaban asustadas por relacionarse con él, parecían intrigadas por su pasado, por no hablar de su herencia.

Emma era una mujer más difícil de descifrar. -Estamos vigilando si tiene signos de confusión. -respondió ella-. Cambios de temperamento y cosas así.

Él gruñó. -¿De verdad? ¿Puedo preguntar cómo diablos vas a saberlo?

Ella le arregló las almohadas detrás de los hombros. Después lo alimentaría con una cuchara y lo sacaría en silla de ruedas al jardín. -¿Cómo voy a saber qué?

– Si me cambia el temperamento o no. -Hundió los hombros más en las almohadas, forzándola a que continuara arreglándolas. Ella le miró, enojada, y se inclinó sobre su pecho para terminar. Él contuvo el aliento y sintió endurecerse al maldito pene con su cercanía. No había tenido sexo con una mujer, y ni hablar de haber encontrado una atractiva, desde hacía tanto tiempo que se había preguntado si algo le funcionaba mal. Emma Boscastle, bendita fuera, lo había liberado de esa perturbadora preocupación.

Ella forzó su voz a un tono paciente, pese a estar apretando los dientes. -Por una cosa: parecía perfectamente razonable hoy, antes de su temerario acto de bravura. Ahora espero que se arrepienta.

– Al contrario. Me hubiese gustado haber golpeado al otro hombre antes que se fuera.

– No tiene que ponerse así.

– Me pongo como me da la gana, y tú no vas a impedirlo.

Su bonita boca se apretó. -El médico dijo que había que atarle si no descansaba.

– Se necesita mucho más que esa bolsa de cebada barbuda para retenerme en la cama.

– Tengo hermanos -dijo ella estrechando los ojos.

Eso le interrumpió.

Pero no por mucho tiempo. No era un hombre que se quedara parado por los obstáculos, solo los superaba.

– ¿Has atado a un hombre alguna vez? -le preguntó, mirando dudoso la menuda figura.

– Sí. A esos hermanos que mencioné.

– ¿Recientemente?

– No seas ridículo. Ya son todos adultos, aunque no siempre actúen como tales. -Las miradas se encontraron. En realidad tenía un espíritu bastante despiadado, bajo su apariencia de dama. -¿Tu familia continúa en Inglaterra? -preguntó inesperadamente.

Él pensó en el diario que acababa de leer. Allí se decía que ella quería una familia propia. -Sí.

Ella esperó. -Bueno, ¿hay alguien a quién pueda contactar para informarle de tu estado?

– He estado a las puertas de la muerte más veces que una docena de hombres -dijo secamente-. Lo de hoy no es alarmante.

– Tu familia puede no estar de acuerdo.

– Tengo un hermano y una hermana en Berkshire -le dijo con una especie de sonrisa.

Ella esperó otra vez, consciente que él había evadido deliberadamente una respuesta clara. Lo poco que ella sabía por rumores, era que había sido rechazado por su padre, el Duque de Scarfield, que había creído erróneamente, que Adrian era el producto de un amorío adúltero de su joven esposa. Ahora, aparentemente el duque había admitido que había juzgado mal a su esposa ya fallecida, y le había pedido a su hijo que volviera a casa.

La vuelta de Adrian después de una temporada aventurera como oficial de la Compañía de las Indias Orientales y otras irregulares empresas privadas, había sido tomada por la sociedad como un signo de reconciliación.

Sus palabras sugerían otra cosa.

– Creo que tendría que dejarle para que pueda descansar, Su Señoría.

– No.-Su voz era imperiosa, pero sus ojos se oscurecieron, revelando su vulnerabilidad.

Ella negó con la cabeza, perpleja. -Perdió el sentido con el golpe hoy.

Él se quedó mirándola fijamente.

Nunca antes había querido tanto desvestir a una mujer, como quería desvestir a Emma Boscastle. Desnudarla desde su gracioso cuello blanco a sus pequeños pies. Darle una razón de verdad para que lamentara su falta de buenas maneras.

– Si crees que me voy a quedar en cama dos días, vete pensando otra cosa-agregó él.

– Rara vez sufren los caballeros sus indisposiciones de buen humor.

– ¿Tengo que sufrir solo? -preguntó con una voz baja y sensual.

– ¿Quiere que Devon y Drake duerman a su lado? -lo miró con expresión impávida. -Estoy segura que se puede arreglar si no quiere dormir solo.

Su boca se curvó en una encantadora sonrisa. -Tenía otro arreglo en mente. Dame un beso antes de irte.

– ¡Por Dios Santo!

– Estás tentada. Puedo verlo.

Ella bajó su cara a la suya. -Y usted delira. Al menos esa es la excusa que estoy usando por su conducta.

Él la miró calmadamente. -Soy un hombre muy tolerante, Emma.

Ella tomó aire con asombrosa confianza. -Entonces acéptelo, se queda en la cama. Solo.

– Es vergonzoso.

Sus miradas quedaron fijas en una silenciosa batalla de voluntades, hasta que Emma se dio cuenta lo absurdo que era permitir que la alterara. Él había nacido con la arrogancia de un duque, a pesar de los rumores, aceptase o no la responsabilidad de su título. Bueno, Emma era la hija de un no menos arrogante marqués. Si ella podía manejar a los Boscastle, podía mantenerse firme frente a su amigo.

Y también había que considerar la lesión de su cabeza. Tal vez la ayudaría pensar en Lord Wolverton como una de sus pupilas, una persona con potenciales no realizados que solo necesitaba pulirse rigurosamente para que brillara.

– Ahora -dijo ella, severa pero amable-, quiero que se quede en esta cama y tenga un buen descanso. Todo se verá mejor por la mañana

– No, no lo será.

Ella suspiró. -Entonces no lo será.

– ¿Y si necesito tu ayuda durante la noche?

– Parece bastante improbable, pero hay una campanilla en la mesita para pedir ayuda.

Él la agarró por los codos. -¿Y ahora qué está haciendo? -preguntó ella indignada.

– Pidiéndote ayuda.

Él la arrastró a su lado, en la cama, probando los límites de su paciencia. Por un intervalo humillante, se sintió demasiado abrumada con la inesperada intimidad de su duro cuerpo, musculoso y flexible contra el suyo, como para hacer otra cosa que respirar. -¿Qué está haciendo? -volvió a preguntarle.

Su boca presionó en su oído.

– Pensé que te ibas a caer -le dijo en voz baja, desplazando su cuerpo de acero, para acomodarla a su lado.

– Sí. Saltar de la olla al fuego.

Sus ojos resplandecían a la luz de la vela. ¿De fiebre? ¿De dolor? ¿O de algo que sería mejor que ella no identificase?

– Lord Wolverton -dijo suspirando-. Está haciendo esto muy difícil.

– Ese hombre estaba equivocado hoy -dijo él en voz baja.

El corazón de Emma reaccionó fieramente contra sus costillas. La emoción de sus ojos la desarmó. Con la excepción de sus hermanos, los hombres que conocía raramente se mostraban con tal candor. -No sé de qué estás hablando. No creo que quiera saberlo. Ese golpe en la cabeza…

– Tú no eres fría. -Su mirada conocedora la recorrió.- Tienes fuegos secretos dentro de ti, Emma.

Se sonrojó por la tontería. -No sea…

– ¿…Honesto? -Se inclinó y le tomó la cara entre las manos-. Bésame una vez y te lo probaré. Compláceme, aunque solo sea eso.

CAPÍTULO 04

Fuegos secretos, en efecto. Un beso para complacerle. Aquel horrible insulto. Había sido más que suficiente para un día. Sin embargo mientras sus pulgares callosos le moldeaban los pómulos para continuar trazándole la mandíbula, las llamas que él evocaba crecían en su interior. Su cuerpo ardía. Sus pezones se contraían, y una placentera vulnerabilidad se expandía por sus miembros.

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